lunes, 11 de agosto de 2014

Una ducha.

Cierra los ojos. Respira hondo. Aguanta el aire dentro de los pulmones llenos un rato y exhala con fuerza por la nariz. Es un suspiro. Su mano derecha pasa de colgar al lado de su pierna a la llave del agua fría. Gira hacia la derecha. Las gotas, que forman chorros, comienzan a salir del rociador. Aterrizan sobre sus cabellos oscuros, secos, despeinados. En ese mismo segundo se estremecen los nervios de la espalda y un escalofrío que comienza en el oído derecho comienza una ruta que termina en sus senos pequeños, donde se erectan los pezones. Aprieta los ojos. Se arruga su frente y el agua forma una diminuta cascada en esa parte de su cuerpo. Se siente inmediatamente despierta, lúcida, energetizada. Su sangre, imperceptiblemente, recorre a grandes velocidades su interior, despertando todos los músculos y órganos a su paso. El oxígeno ha llegado a su cerebro y lo ha refrescado de golpe.  Agacha un poco la cabeza. Abre los ojos por fin. Sus pechos forman montañas desde las que se avientan en caída libre ríos pequeñísimos, obstinados. Su ombligo más abajo. Su pubis en el centro. Sus pies, inundados, al fondo.

El resto son tareas mecánicas que en absoluto interesan.

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