sábado, 29 de agosto de 2015

Carta abierta a Óscar Chávez

Querido Óscar, le escribo esta carta sentada en una butaca del Auditorio Nacional, en el intermedio de su décimo octavo concierto en este recinto. Déjeme decirle que me la pasé llorando (casi) toda la primera mitad de su concierto. Y eso, gentil señor, es un halago.

Lloré, primero, porque sus canciones son un recordatorio inmediato de mi infancia, de los viajes que hacíamos en carretera en familia escuchando sus discos, y, sobre todo, un recordatorio de mi papá, que ya no está con nosotros, y que sin embargo estuvo aquí sentado a nuestro lado escuchando junto con mi hermano, mi madre y yo las melodías suyas y que usted interpreta con una voz que, hechizo milagroso, no envejece. Lloré porque me llevó de vuelta a los brazos y la calidez de mi padre y porque nos lo trajo de vuelta al mundo de los medio vivos.

Lloré porque yo también preferiría morir que vender mi patria, y como una joven mujer que trata de abrirse un espacio en este mundo competido e inclemente, sufro de una desesperanza terrible, inexplicable. ¿Cómo explicar con palabras la desolación de secuestros, asesinatos y desapariciones que quedan sepultados en la injusticia y el olvido, así sin más? ¿Cómo hablar de que no hay trabajos o sueldos dignos? ¿Cómo confesar que no hay para vivir con dignidad?

Y lloré, por último, porque "el que no sabe de amores no sabe lo que es el martirio". Soy una mujer casada, y sé de amores y sé de martirio y sé, como decía Gibrán Jalil Gibrán, que el amor es brillo y es terremoto. Y le agradezco porque es sobrecogedor que una sola canción contenga las grandes alturas y las terribles honduras del corazón. A través de la música y del sentimiento pude dialogar con alguien que entiende de la iluminación y la penumbra a través de las cuales nos lleva el amor.

Gracias, Óscar, porque sin saberlo formó y sigue formando una parte vital en la anatomía de mi felicidad y de mi identidad, y de muchos otros como yo.

sábado, 22 de agosto de 2015

Un sueño horrendo

Soñé que me condenaban a muerte. En el sueño, yo vivía en un pueblo pequeñito, como los de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez. Y era directora de un museo hermoso, con puertas deslizables de cristal con sensor de movimiento. El día que me iban a matar, un amigo mío (en el sueño, no en la vida real) y empleado del museo imprimió una hoja de papel que decía algo así como "Hoy no se va a abrir el museo por cuestiones extraordinarias" y la pegó en una de las puertas de vidrio, afeándola y de algún modo comenzando a matarme ya desde entonces.

Al parecer algunas gentes poderosas del pueblo decidían matarme porque mi tío Alfredo estaba muriendo y alguien más tenía que morir para pagar sus deudas. Y me elegían a mí. En el sueño, mi tío vivía en un edificio de departamentos pequeñitos y el suyo estaba sucio, desordenado y maloliente. Casi parecía abandonado. Era una escena desoladora, ver que mi tío había estado viviendo en esas circunstancias. Me exprimía el corazón una culpa y una pena terribles.

Era un día soleado en aquel pueblo, y dos personas muy cercanas a mí se dieron a la tarea de conducirme hacia el sitio donde habrían de quitarme la vida. Él iba al volante y ella de copilota. Eran pareja. Atrás, en el asiento junto conmigo viajaba mi hijastro, que estaba interesado en mi Walkman y me preguntaba que si se lo podía heredar y me pedía que le explicara cómo usarlo. Él era el único asomo de calma que me venía. De ahí en fuera estaba sumida en una angustia y una desesperación inexplicables. Me tomaba la muñeca izquierda con la mano derecha y recargaba el dorso de la mano derecha (que se aferraba a la izquierda) sobre mi frente. Y lloraba desconsoladamente. Atragantándome. Como una niña. Y al frente del coche, el paisaje era de unas montañas verdísimas, un panorama verdaderamente hermoso. Como el de la autopista de Tepic a Guadalajara. Y yo pensaba con insistencia que qué frustración, que no me quería morir, que yo quería seguir viva, viendo las montañas, siendo directora del museo, siendo madrastra. Recuerdo que en el sueño me causaba un pesar muy grande pensar el dolor que todo aquello le traería a mi madre. Y pensaba en ella, en las ganas de no morirme para poder verla y abrazarla y olerla, en las ganas de volver a la infancia para que ella me pudiera proteger y las cosas fueran tan sencillas.

Y al despertar, me traje arrastrando la angustia y la desesperación de estar irremediablemente condenada a muerte. Siento el pecho oprimido y en la garganta tengo atorado un llanto necesario. ¡Yo no me quiero morir! ¡Yo quiero vivir! ¡Quiero vivir!

sábado, 15 de agosto de 2015

Un día retorcido

Ayer fue un día bastante extraordinario. Lo primero que puedo decir al respecto es que por primera vez en mi vida experimenté lo que dan en llamar "un día de spa". Dice mi marido que soy una víctima del marketing y seguramente es cierto. Me dieron una tarjeta de cliente frecuente con la que me gané un 50% de descuento en todos los servicios que quisiera hacerme en un día a cambio de ir al spa cuatro veces en un periodo de tres meses. Hice las cuatro visitas para resolver diferentes necesidades de belleza y por fin se llegó la posibilidad de hacerme lo que fuera a mitad de precio.Escogí varias cosas por las que normalmente no pagaría, con el pretexto de regalarme una jornada de chiqueos. Ciertamente, fue una sesión de lujo. Y ahí estuvo el problema.

Después de un rato de de procurarme un trato de súper estrella empecé a sentir, primero, arrepentimiento. "Esto duele", "esto no se siente tan rico como pensaba", "la neta esto no lo necesito", "me hubiera gastado el dinero en otra cosa". Después, llegó la ansiedad. "Tengo demasiadas horas aquí metida", "debería estar trabajando", "estoy perdiendo el sentido de la realidad", "estoy como atrapada en una burbuja". Prácticamente salí huyendo del lugar. Sentía desesperadamente la necesidad de reconectar con el mundo exterior. De volver a la realidad. De sentirme de carne y hueso y no ideal. Quería ver el sueño que es la vida y cuya protagonista no soy yo. Qué efímero y vano ejercicio el de ir a "embellecerse" y dejar pasar irrecuperables horas en algo tan insustancial y superficial.

Por la noche fuimos mi esposo y yo a ver la película llamada "El año más violento"o "A most violent year", en su idioma original. En medio de la película, en una escena en la que aparece un personaje de raza negra, grita una voz masculina desde la última fila de la sala "¡Pinche negro, tienes mierda en la cabeza!". Nosotros estábamos sentados en la penúltima hilera de asientos, así que con facilidad pude girarme y darme cuenta de que era un muchacho que estaba sentado solo en la esquina, en el asiento más remoto desde la puerta de entrada. Inmediatamente sentí miedo. El enojo de tener a alguien gritando en el medio de una proyección cinematográfica cedió al terror de que ese alguien estuviera solo y además su mensaje era de contenido violento. Continuó una y otra vez. Mi compañero y yo decidimos movernos a unos asiento varios metros más adelante, y mientras tanto el tipo seguía en lo suyo. Decidí que sería prudente ir a avisar de aquel comportamiento tan extraño, y al poco tiempo de que regresé y me senté en mi nuevo asiento, ingresó a la sala el guardia de seguridad, con una seguridad que me convenció de que era bueno en su trabajo, subió todas las escaleras y llegó hasta el chico, lo obligó a bajar con él hasta la puerta y entonces escuché que el joven le pedía permiso para terminar de ver la película. No pude escuchar más de la conversación, pero de pronto veo que regresa, con ese caminar suyo que pude ver cuando iba bajando y que era como de un matón flaco que va por la vida tambaleándose, se me queda mirando fijamente mientras remonta hasta su lugar y finalmente se vuelve a sentar donde el guardia de seguridad lo encontró. Entonces me empezó a latir el corazón como si quisiera abrir un hoyo en mi pecho y largarse del cine. Decidí que debíamos irnos y además quejarnos de la situación (por segunda vez, aunque ahora en realidad la queja era del error del guardia de seguridad en el tratamiento del problema). Nos dieron entradas para regresar cualquier día a cualquier hora a cualquier película, pero la noche ya había sido trastornada.

Y como si fuera poco, llegué a casa a terminar de leer un libro que empecé hace un par de días y que fue un obsequio que un amigo me hizo hace varios años: Estrella distante, de Roberto Bolaño. Desde que lo "empecé" a leer tuve la sensación de que ya conocía la historia, pero lo adjudiqué a que, efectivamente, hace un par de años comencé a leer las primeras páginas y después lo abandoné. Pero esa sensación de déjà vu no me soltaba. Y anoche, en la parte más tensa y más desoladora de la historia, de pronto caí en plena cuenta de que aquella vez que leí las primeras páginas hace un par de años, en realidad no lo había abandonado. Lo leí completo. Y me sentí pasmada de que lo había olvidado lo suficiente para no recordar que ya conocía la historia sino hasta el final, y de que había olvidado el hecho mismo de ya haber recorrido los recovecos de esa narración. Así que en las últimas hojas, igual que el narrador, me sentí inmersa en un sinsentido inenarrable. Igual que el personaje de Bolaño deambulaba por las calles de Cataluña, así también me sentí yo, como divagando por las avenidas de mi mente, sin saber bien dónde estaba o de dónde venía, en todo caso. Sentí mucho miedo y sentí mucha tristeza. Aunque eran un miedo y una tristeza muy distintos de los que sentí en el cine, que eran inquietos y alarmados. Los que sentí frente al papel impreso eran más bien resignados, recogidos. Y así, me dormí pensando en las cosas que no son posibles.

martes, 11 de agosto de 2015

Sobrevivir al (puto) calor

El calor en Puerto Vallarta es causa de erupciones iracundas. Es fuente de mentadas de madre. Es origen de presión sanguínea baja. Es germen y consecuencia de la estupidez humana (o por lo menos de lentitud mental) (consecuencia porque antes no era tan caliente: el ser humano ha incrementado la temperatura). Es el principio de gotas de sudor en la cara; de ríos de transpiración que bajan por los costados, empezando en las axilas; ríos de transpiración que bajan por las piernas, empezando en las nalgas o el sexo; ríos de transpiración que bajan por entre los pechos, empezando quién sabe dónde. Es razón para pereza y justificación para el encierro. Neta: chinga tu madre, calor.

He visto gente que carga con una pequeña toallita y se limpian, una y otra vez, el sudor de la cara. Yo, que he batallado con acné, uso el dorso de los dedos índice y corazón para limpiar la parte superior e inferior de mis labios, y cuando me siento más desesperada o valiente, de plano uso la palma de ambas manos para recorrer mi frente y mi nariz y dejar de sentir que estoy corriendo un maratón sentada sobre la silla. Voy a considerar conseguirme una de esas toallitas, la ventaja es que como no uso maquillaje, no hay problema de despintarme. La única bronca es que se me cae la crema humectante. ¿Pero quién necesita más humectación con tanta pinche humedad?

lunes, 10 de agosto de 2015

Pies

Los pies son un tema raro, ¿no? En conversaciones, en textos, en películas... De algún modo los pies están marginados. Mientras que hay algunas personas que consideran a los pies femeninos como un talismán sexual, mucha gente los piensa feos. Como deformes.


Una vez hace muchos años (siete, para ser exactos), en un pueblo perdido de Jalisco, estaba sentada al borde de un río con mi acompañante, un hombre que me atraía y a quien yo atraía. Desnudé el extremo inferior de mi anatomía para poder introducir un pedazo de mi cuerpo en el agua, limpia y fresca, y sentir menos aquel calor de mayo. Estábamos en un silencio bucólico, como de película intimista europea, cuando de pronto él dice: "tus pies". Acto seguido, yo los miro con atención, los sumerjo en el continuo flujo del río, muevo los dedos, los dejo quietos, y respondo: "están bonitos, ¿no?". Y él rompió todo el encanto de la escena con un "pues...". Luego me explicó con detalle que los pies, en general, todos ellos, le parecían feos. A un paso de ser asquerosos. Un trozo monstruoso del cuerpo humano. Creo que ese fue el momento en que empezó la decadencia de aquella breve aventurilla entre nosotros dos. Me incomodó en proporciones industriales estar mostrando (y tener inexorablemente adjunta al resto de mi cuerpo) una porción de mi físico que resultara tan abiertamente desagradable.

De niña tenía muchos problemas con mis pies (bueno, la verdad no sé si eran muchos, pero eran significativos). Recuerdo que de muy pequeña, digamos a los cinco años, tenía un algo en la planta de los pies que hacía que se resecasen. Me acuerdo que probamos muchos remedios, pero sólo uno dio resultado, al cabo de varios años (¿serían años, o meses?) de buscar alivio. Mi mamá inmediatamente catalogó de milagroso al médico que dio con la cura (exagero). Y no sé si ese sería el origen de un complejo que me acompañó muchos años, sobre todo en la primaria, la secundaria y la prepa. Puede ser que incluso durante la universidad. O sea: casi siempre. Me rehusaba a mostrar mis pies. No usaba sandalias por nada del mundo. Me avergonzaban muchísimo. Siempre traía calcetas y tenis. En parte por mi complejo de niña masculina y en parte, probablemente, por aquel problema en la temprana infancia.



Esta es una foto de aquella época y de hecho es la segunda vez que hace aparición en este blog.

Ahora, sin embargo, me encuentro de lo más cómoda con mis extremidades inferiores. Es más, me parecen bellos. Pues es que en realidad ya me parecían bonitos desde aquella anécdota que les cuento en el río, sólo que en aquel entonces me dejé convencer de lo contrario, y ahora soy muy descarada en mi amor por mis pies. Incluso, mi amor tiene que ir en contra de comentarios de podólogos, familiares y marido. ¿Por qué? Porque me hacen burla de que la uña del dedo meñique de ambos pies está "muy grande". Yo encuentro ese juicio absurdo. Me parece que tiene el tamaño perfecto, que está en perfecta armonía con el resto de uñas y el resto de dedos y que en realidad el fenómeno aberrante es el de tener la uña meñique inauditamente pequeña o desfigurada o prácticamente inexistente. A continuación, una foto de mi pie izquierdo, tomada hace más o menos tres o cuatro años, con las uñas recién pintadas y los dedos manchados de la pintura, como si fuera una artista experimental que pinta con los pies. Les pondría una del día de hoy, pero el rosa que traigo en las uñas está comenzando a descarapelarse y se ve feo. Además, no hay ninguna diferencia. No han cambiado. 


miércoles, 5 de agosto de 2015

El paso del tiempo II

Creo que detrás del asombro que me causa el paso del tiempo o de mi obstinación en no comprenderlo, está el terror de que en realidad lo comprendo muy bien. Me causa pavor darme cuenta de cuánto he cambiado con el transcurrir de los meses y de los años. Me atemora bastante verme convertida en alguien diferente, y no reconocer a las Saras que me antecedieron, o, si me posiciono desde la óptica de una Sara del pasado, desconocer a la que soy ahora. A veces quisiera reprocharle a la Sara de hace cinco años que haya permitido que eso pasara. Y a veces la Sara de hace diez años me interroga, juzgándome, respecto a mi vida y mis decisiones. ¿Cómo ha pasado esto?

Quizás lo que subyace es el deseo de control. No puedo controlar todos los cambios que se suceden en mí, física o mentalmente. También me causa cierta irritación que al recordar algunos episodios en particular, o ciertos rasgos que me caracterizaban en el pasado, siento vergüenza. Me desagrada bastante toparme con un recuerdo en el que me siento inferior, derrotada, incapaz, aislada. Llevo varias horas recordando un suceso en mi historia personal, y en él estoy atemorizada, insegura, complaciente y frustrada. Y el día de hoy, a la distancia, observo el recuerdo como si fuera un árbol en particular en medio de la selva que es mi memoria. No sé por qué, hoy me he detenido en contemplar a éste en especial (bueno, sí sé por qué, pero no es importante). Y pareciera que lo que siento es vértigo entre el espacio que hay entre ese árbolrecuerdo y mi realidad actual.

Ya no soy esa Sara. ¿Cuán inaudita es esa declaración? ¡Y lo tremendo de esto es que la gente que conoció a aquella persona puede dar testimonio de que ha desaparecido, de que se ha transfigurado en este nuevo sujeto! "Estás irreconocible", dice alguna gente cuando uno se cambia el look o los gestos y los modos. Pero me pregunto: ¿es un reconocimiento, lo que opera? ¿O es un re-conocimiento? No se puede reconocer porque ya es otro, y requiere ser conocido de nueva cuenta, como si fuera la primera vez.

Aunque quizás no sea enteramente así. Quizás haya rasgos que se mantengan y que permitan traer a los conocidos en un viaje en el tiempo entre aquella persona del pasado y ésta del presente. Como si fueran un puente: me conociste hace quince años, y el ruido de mi risa o los movimientos de mis manos te permitirán recorrer esos tres lustros hasta el día de hoy, en que ya no soy la misma.

A veces también me causa estupor la idea de que el ser humano es un ente que está en constante cambio. En todos los sentidos. El pelo, la piel, los órganos, los gustos, los conocimientos, las reacciones. Somos de plastilina. ¿Qué es lo que nos moldea? ¿Y cómo es que nuestra alma, nuestro espíritu, es también de plastilina? A fin de cuentas la primera definición que ofrece la Real Academia Española de la Lengua para "reconocer" es: "examinar con cuidado algo o a alguien para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias". Supongo que eso es lo que me ha pasado hoy. Debido a que yo estoy conmigo todo el tiempo, estoy enterada de y acostumbrada a las transformaciones que he vivido. Pero hoy me topé, en una calle en mi cabeza, a una vieja conocida que no se había enterado de todas las modificaciones y se sorprendió al reconocerme. Y del mismo modo, el día de hoy, la Sara que soy en la actualidad, siente aprehensión porque sabe que no sabe quién seré; sabe que tendrá que reconocerme en unos años; sabe que morirá.