martes, 12 de agosto de 2014

Auto compadecerse.

Muchas cosas en mi vida han estado definidas por una excesiva autoexigencia. Por observarme bajo una lupa y descubrirme eternamente imperfecta. Y recriminármelo.

En mi infancia estuve enamorada de un niño que a su vez tenía interés en dos niñas: mi mejor amiga y yo. Cuando llegó el momento de decidir a quién iba a besar o quién iba a ser su novia o algo así completamente trascendental para mi principiante vida, él escogió a la niña que en ese momento dejó de ser mi mejor amiga para convertirse en el blanco de mi resentimiento de niña. Justificó su elección diciendo que yo estaba más bonita pero era "bien enojona".  Me castigué por ese adjetivo calificativo que me adjudicaron y que me creí hasta el grado de impedirme este sentimiento.

En la adolescencia... Bueno, qué no me reprochaba en la adolescencia. Estar gorda, despeinada, tener espinillas, no tener ropa bonita, ser masculina, tener una cara que ni fú ni fá, no saber caminar con gracia estando entaconada, usar brackets, usar lentes, tener bigote... ¡Uf! Aunque es cierto que en esta época empecé a confiar más en mis capacidades sociales y cómicas, además de intelectuales. Lo malo estuve en que un día me dije a mí misma: "Como no eres guapa, tienes que ser inteligente y buena onda". Así que, sin darme cuenta, me volví esclava de esta exigencia: no seas tonta, no cometas errores, no te enojes, no reclames, no digas que no, trabaja hasta tarde...

A partir de que cumplí 22 años la cuestión física ha ido en franca mejoría. Me deshice de los lentes, de los brackets, de varios kilos de más, del bigote y de la jungla que era mi cabello (para quedarme con una cómoda melena que ahora dan por llamar, con mucha mamonería, pixie). Las espinillas continuaron obstinadas (aunque reprimidas, al estilo 1984) y los tacones, aislados en un rincón.

Cuando tenía 24, empezó a cambiar el paradigma de mi persona. Me empecé a dar autorizaciones para enojarme, indignarme, aflojerarme, equivocarme, ser indiferente, descansar. Me empecé a dar permiso de ser humana. Ya no necesitaba (tanto) la aprobación de los demás, ni confirmarme constantemente que soy capaz. Me asumí inteligente, me asumí buena de corazón, me asumí simpática. Y junto con ello, me asumí susceptible de cagarla, de ser envidiosa o rencorosa y de ser arrogante o enfadosa.

Ahora tengo 26. Y aunque normalmente me siento bien conmigo misma, hay días excepcionales que confirman la regla de que soy una mandarina más madura y sabrosa que antes. Días de excepción como hoy, en los que me siento enferma, harta de un cabello que nunca había estado tan largo ni tan pesado ni tan enmarañado, enfurecida ante una espinilla en el centro de mi mejilla que después de una semana sigue sin largarse, desesperada por unos ojos que paulatinamente ven menos y menos, hasta la mismísima madre de haber ganado unos kilos que no me sirven para nada más que para acentuar viejas inseguridades.

Ciertamente, no soy perfecta. Nunca lo seré. Y aunque me exaspero de la pancita que se me forma abajo del ombligo y de un pelo que amenaza con un golpe de Estado, ahora tengo la dignidad para decirle al niño de mis recuerdos que me rechazó a los 7, 8 años: ¡chíngate, tú te lo perdiste!

No hay comentarios: