miércoles, 15 de febrero de 2023

Para iluminar

A mis hijas, a las nuestras.


Querido Daniel:

Hola. No sé cómo estás, ni dónde, ni con quién, pero en la familia se sabe que estás con gente innombrable. Tú mismo me lo dijiste, la última vez que te vi, cuando coincidimos en una calle cualquiera de la colonia donde vivo, y te bajaste asustado o ansioso de un coche conducido por una mujer malencarada, y me contaste que haces trabajos para un señor importante, con poder e influencias, y que era mejor no saber ni el domicilio ni el número telefónico el uno del otro. Yo te pedí que no te acercaras a abrazarme porque mi hija tenía COVID. Era verdad, pero no era la verdad entera. Lo que yo tenía en la cabeza no era protegerte de nosotras sino lo contrario. En lo que leerás a continuación te quedará más claro por qué no quiero estar entre tus brazos. 
Te escribo para contarte algo que viene de las sombras. De un silencio tenebroso. Lo escribo para liberarme yo y lo escribo para liberarte a ti, que seguro vives bajo el peso de esa oscuridad. Los secretos nos pesan a todos. Las violencias nos torturan a todos. 

Lo que te voy a narrar aquí sucedió hace casi treinta años, en Tepic, Nayarit, en el año 1993 o 1994. Es hora de sacarlo al sol. Es hora de revelar las heridas, de verlas, de nombrarlas, para así sanarlas. 

No sé qué día de la semana sería, probablemente un domingo, había muchas personas reunidas en la casa de nuestra abuela Cuca y nuestro abuelo Chuy. Yo tenía cinco años y me parece que una falda amarilla. Tú debías tener 13 o 14. No sé cómo (¿me llevaste de la mano?, ¿me correteaste como si estuviéramos jugando?, ¿me invitaste y yo accedí?), pero lograste llevarme a una habitación donde no había nadie más. Cerraste la puerta (¿con seguro? ¿o ni siquiera hizo falta?). Tomaste un libro, no sé de dónde, te arrodillaste al pie de la cama, mientras yo estaba parada a tu lado, y al mismo tiempo que me empezaste a leer el libro, comenzaste a acariciarme la vulva. Los labios, el clítoris, la vagina de una niña de cinco años, manipulados por la mano de un primo hermano adolescente.  

Recuerdo que me hacías preguntas sobre el libro. Lo recuerdo porque aún puedo escuchar mi voz infantil nombrando colores y formas geométricas jadeante, nerviosa, inestable, alterada. Pero no sólo estaba confundida sino también agradecida de que estuvieras llenando el aire con tus preguntas estúpidas, porque de ese modo volvías más fácil ignorar al monstruo que había en la habitación. 

Hasta la fecha, bien entrada en mi vida sexual adulta, me cuesta trabajo jadear con autenticidad, sin pensar en aquel primer jadeo forzado, exprimido de mi inocencia. Jadear con un deseo y una sexualidad sanos, liberados, maduros. Gemir con pasión y tener, al mismo tiempo, un espacio para el dolor de aquel primer gemido. 

Cada vez que les leo un libro a mis hijas pienso en el libro que me leíste tú a mí. O con más precisión: pienso en la experiencia de aquella lectura. Y cuando mi hija cumplió cinco años, la edad que tenía yo cuando me usaste como un objeto para tu disfrute, sentí un miedo y un desasosiego que desconocía, un temor prehistórico hacia los depredadores. Veía a mi hija tan chiquita, tan llena de inocencia y de curiosidad, tan brillante y tan musical, y me ponía a pensar que de seguro yo era igual. Y me pregunto, ¿cómo te atreviste a devorarme con tu silencio y tu oscuridad?

He tenido grandes dificultades en mi vida sexual a lo largo de los años, te lo voy a admitir. He creído que yo no tengo derecho a mi propio placer, que mi deber es brindarles gozo a los demás. Que soy un instrumento. Que soy desechable. Que mi cuerpo y mis genitales son el modo seguro de conseguir la aprobación masculina, de la cual he estado famélica a ratos, porque todo el amor propio que no he sabido darme a mí misma, necesitaba mendigarlo del mundo exterior. 

Y quisiera culparte a ti, plena e inequívocamente, de todos los males de mi vida. Acusarte de arruinarla (aunque no es una ruina y nunca lo ha sido, pero a veces así la he sentido). Reclamarte ser la causa de una codependencia que me ha pesado, me ha entorpecido, me ha atormentado en todas y cada una de mis relaciones interpersonales. 

Pero me doy cuenta de dos cosas. En primer lugar, de que antes de sufrir tu violencia, viví una mucho peor por ser más sutil y por estar mezclada con amor: que mis padres mi pidieran anularme y al hacerlo, me premiaran con su afecto. La enormísima violencia de pedirles a tus hijos guardar silencio por comodidad. Claro, los hijos somos un fastidio en un mundo estresante de empleos con jefes y horarios, de achaques físicos, de rutina monótona, de cansancio permanente. Los niños y su verborrea constante, sus necesidades sin fin, sus demandas de todos los días, todo momento. Los hijos somos cansones. Pero no hay de otra. Nuestra descendencia no pidió venir al mundo y mucho menos es responsable de nuestra salud, nuestro bienestar, nuestra inteligencia emocional, nuestra comodidad. Así que para vivir mejor hay que decirles que no con más frecuencia al jefe, a la suegra, a los vecinos, pero no hay que pedirle a un niño que no incomode. Porque para crecer como seres humanos y para mejorar como personas necesitamos incomodarnos. Los niños vienen a revolucionarnos con amor. Nos ponen de cabeza y así debería ser, a ver si cambiamos de perspectiva y miramos la vida con más sabiduría. 

Pero mis padres no querían mi revolución, o al menos así lo viví yo. Me daban más amor si me quedaba callada o si iba con la corriente. Me daban menos si me oponía o me quejaba. Me regañaban constantemente por ser “imprudente” e “inoportuna”. Cuando mi mamá, que gritaba y regañaba con frecuencia, veía que yo me molestaba, me repetía que enojarse era de gente pendeja, y si me asustaba me decía que no pasaba nada, y si me ponía triste se angustiaba. Sólo me permitían una emoción básica: la alegría. Y siempre, siempre me señalaban que podía hacer (o ser) mejor las cosas. 

Y aprendí a ser complaciente, a ser pusilánime, a nunca sentirme suficiente, a rechazarme y juzgarme en automático, a buscar la aprobación y la validación en los demás, a crear un personaje cuya actitud perpetua fuera estar relajada, simpática, a todo dar. ¿Y sabes qué fue lo que hice después de la violencia a la que me sometiste? Durante doce años no se lo dije a nadie para no levantar olas, para no incomodar, para ahorrarme la lástima y el rechazo de los demás. 

La segunda cosa de la que me doy cuenta es que de algún lado venían tus actitudes rebeldes y hostiles, de cierto modo o en cierto momento estuviste expuesto al abuso que eventualmente ejerciste no sólo conmigo, sino con la mayoría de las primas (y por lo menos un primo) en nuestra familia. Me doy cuenta de que el victimario fue víctima. Y eso no te absuelve de tus errores y el daño que causaste. Pero sí agrega otra dimensión, otras capas a la compleja red de violencias en nuestra familia. ¿Qué sufriste tú? ¿Qué sufrieron tu madre y mi padre y el resto de sus hermanos? ¿Y sus cónyuges? ¿Cómo lidiaron con el abuso sexual de mis primas en los otros hogares familiares? Yo enmudecí, pero ¿qué pasó con quiénes sí hablaron? ¿O es que acaso el silencio es la cruz que subyuga a nuestra familia? Quizás la vergüenza y el miedo a la confrontación son el verdadero vínculo que nos une y no la sangre. 

Víctima.
Victimario.
Victima rio.
Víctima río.
Víctima río.
Río y río.
Agua y carcajadas.
Emociones y dicha.
Fluir y sentir.

Así es como poco a poco he podido ir sanando. De la violencia que sufrí a tus manos y a las de mis progenitores. Nombrar mis emociones. Nombrar mis necesidades. Validarlas. Verbalizarlas. Priorizarlas. Soltarlas. Seguir adelante. 

Cuento mi historia e invito a todas y a todos a contar la suya, hasta que no haya una herida por violencia sexual escondida, infectada, supurando en la oscuridad y el silencio. Narrar nuestras historias es sanar con la luz y la tibieza del lenguaje. Compartimos el ultraje desde hace siglos, compartamos ahora la palabra. Contar para iluminar.