miércoles, 30 de noviembre de 2011

Apología grullense


Cuando lo escucho contar historias sobre los personajes locales, que van desde borrachos hasta artistas incomprendidos; cuando dice que se va de Guadalajara rumbo a su ciudad me doy cuenta, en su mirada y en el tono de voz, que realmente le hace ilusión el viaje; cuando me presenta a un montón de gente que viene de allá y en todos hay un cierto orgullo, un motivo de identificación; cuando continuamente crea cosas relacionadas a su lugar de origen, es cuando pienso que El Grullo debe tener algo especial, al menos para Cheshvan Santana.

Cheshvan Santana es mi amigo desde hace ya casi cuatro años. Lo conocí del modo más extraño. Una noche, en la universidad, después de una muestra de cortometrajes, un grupo de gente de algunos semestres más avanzados que yo pero que sabía que eran también de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación se arremolinaba alrededor de un sujeto que tenía a todos asombrados. Me acerqué.

En medio del grupo estaba un güey alto, gordillo, haciendo la actuación de un tipo que de repente se empieza a convulsionar, se tira al suelo, comienza a gritar y se agita por el piso. El espectáculo era realmente espantoso. ¿Quién carajos era ese sujeto y por qué razón incomprensible hacía ese show? Tenía que ser mi amigo, ese güey.

Y así fue. Se hizo tarde, yo en ésa época no tenía coche, y como mi alma mater está ubicada lejos de la metrópolis tapatía, tuve que pedir aventón hacia un lugar más cerca de mi casa. Precisamente me hizo el favor uno de los que antes se arremolinaban alrededor del estrambótico actor, quien por cierto, también iba en el carro. Me llamo Cheshvan, dijo. ¿Cómo? Nadie, jamás, entiende su nombre a la primera.

El asunto es que eso fue hace cerca de seis años, y a la fecha es uno de los amigos que más cómodamente se han instalado en mi corazón. Hace videos (aunque no sólo eso). Algunos con su incomprensible sentido del humor, pero otros, los verdaderamente impresionantes, son en su mayoría sobre su tierra natal: El Grullo.

El Grullo es un pueblo que está al suroeste del estado de Jalisco, cerca de Autlán, el lugar de nacimiento del famoso guitarrista Santana (aunque ahí al parecer nadie lo quiere) y también cerca de otro pueblo llamado El Limón, que próximamente será famoso por un documental que se grabó con algunos personajes de esa localidad, y que será inmensamente reconocido, en gran medida porque Cheshvan lo editó parcialmente.

He ido al Grullo más de una vez, y todas las ocasiones me alegra llegar y me pesa irme. Se come sabroso, se duerme sabroso (aunque sea en el piso de la casa de los padres de Cheshvan, gente con anécdotas absolutamente inverosímiles pero ciertas. Ejemplo de esto: una vez, en El Grullo, tembló. La madre de Cheshvan dijo: ¡está temblando! Y su padre contestó: ¿Dónde? Todo esto, lector, es verídico), pero sobre todo, se bebe sabroso.

Los lugareños son gente exótica. Del mismo modo en que pensamos que la gente en Turquía o en Lituania es extraña, así también son los grullenses. Tienen algo… particular. En la mirada, en el modo en que se tiran en las esquinas ahogados de cerveza, en el modo en que comen tortas ahogadas… en algo que no puedo precisar.

Las charreadas (historias que son absolutamente improbables pero tan disfrutables que deseamos que sean ciertas), por ejemplo, son parte esencial de ellos. Pero de las charreadas sólo Cheshvan puede decir más.

Este texto, que no creo que pueda llamarse ensayo y tampoco carta, lo hice porque, para no morir de depresión, me he propuesto escribir todos los días. Y el día de hoy quise escribir sobre mi amigo Cheshvan Santana, porque lo amo, y sobre El Grullo, porque me intriga hondamente su misterio, que me atrae como imán. Yo quiero ser grullense, y quiero serlo gracias al extraño apego que mi compa, el raro de Cheshvan, tiene hacia su pueblo.

Cheshvan, ¿qué nos puedes decir al respecto?

Busquen la respuesta de mi amigo Cheshvan en su blog: http://cheshvan.blogspot.com/

martes, 29 de noviembre de 2011

Globos de feria*


Ese día había desayunado frijoles, es cierto, pero esa no podía ser la causa de aquella monstruosidad que experimentaba. En el salón de clases me costaba mucho trabajo disimularlo. Me inclinaba ligeramente hacia los lados, simulando que me acercaba a platicar, y entonces los soltaba, esperando, temerosa, que fueran silenciosos, inodoros. Trémula y sudorosa, pensaba en lo que sería de mi reputación si alguien se enteraba de mi circunstancia.

Aquella mañana terminó con éxito, pero vinieron más horas de angustia en el camino a casa, durante la comida, en mi habitación, en el baño, en la ducha, en la piscina con las amigas, en el mar con los primos, en la montaña, en el coche, en la cena romántica, en la entrevista de trabajo, en el súper, en el banco. Miraba alrededor, disimulada o exasperadamente, tratando de adivinar en el rostro de los demás si mi secreto había sido develado. Mi paz mental era para entonces sólo un recuerdo.

La única forma de no ver mi vida eclipsada por ese imperio anárquico en que se había convertido el extremo final de mi tubo digestivo, fue dedicarme a inflar globos en las ferias de pueblo, trasladándome de un sitio a otro, sin residencia fija, siempre detrás de una cortina donde nadie pudiera ver el origen de esos globos de quermés cuya maestría y procedencia intrigaban a tantos por esa robusta mezcla de aire y materia humana que tan agradable resulta al tacto. 

*Este texto lo escribí en septiembre de 2010 y fue el cuento que leí en la FIL 2011.