domingo, 30 de octubre de 2011

Todas somos Miss Bala


Zoe del Carmen García Navarro desapareció en Tepic el primero de octubre. Fue sustraída de la realidad cotidiana cuando el sol estaba en el zenit, en la colonia más antigua y más concurrida de la ciudad: el centro. Zoe tiene (¿tenía?) una complexión física parecida a la mía, aunque ella es siete centímetros más alta que yo. Tiene también, como yo, el cabello rizado y oscuro. Se la ve risueña en las fotos. Tiene 26 años, pocos más que yo.

En mi ciudad, y sobre todo últimamente a causa de la narcoviolencia, hay muchos secuestros y la gente va y viene, y a veces, como ésta, sólo va. Su mamá declaró al noticiero de la televisión local que su hija le dijo que iría por sushi y a comprar un vestido. Es algo que yo también le he dicho a mi propia madre. 

Zoe, además, tiene una enfermedad psiquiátrica llamada Trastorno de inmadurez; quienes la padecen tienen una apariencia física normal pero su desarrollo intelectual puede alcanzar un nivel máximo de un niño de diez años. Hace tiempo escribí un cuento que se llama Rosa, que está antologado en un libro que en el marco de la FIL verá la luz, y que tiene como personaje principal a una muchacha con este padecimiento.

Todo lo anterior lo explicito para dejar claro hasta qué punto me sentí identificada con Zoe. Lo primero que pensé cuando vi en una heladería el cartel que anunciaba su desaparición fue que yo pude haber sido ella.

Algunas semanas después fui al cine a ver la película mexicana Miss Bala, seleccionada en el Festival Cannes. Miss Bala es una joven cualquiera que tiene el gusto caprichoso de convertirse en Nuestra Belleza Baja California, lo cual no tiene nada de condenable: aspiraciones las hay de todos los tipos. La desgracia de esta muchacha es haber nacido en Tijuana y llegar a su segunda década de vida en medio de un conflicto político y militar que se le ha salido de control a todo mundo.

El único error con el que podríamos juzgar al personaje de Miss Bala es el de haber confiado en un agente de tránsito, que a su vez la entregó en bandeja de plata a una banda delincuencial que sin contemplaciones ni necesidad de autorización hizo de ella un títere. La sometieron a golpes, interrogatorios, violaciones, atentados, amenazas, tráfico de drogas. Y ella estaba orillada a dos opciones: obedecer o morir. Finalmente, cuando ya no fue útil para quienes hicieron de ella un objeto sexual y comercial, se deshicieron de ella abandonándola en un lugar donde no resultara un peligro, dejándola indefensa, sola, vulnerable, desprotegida.

Quizás eso fue lo que le pasó a Zoe. Quizás confió en un agente vial, o en un policía, y ahora esté bailando en la pista de un bule de mala muerte, confundida porque su enfermedad psiquiátrica no le permite comprender lo que pasa. Quizás eso nos pase un día normal a cualquiera de nosotras, mexicanas, por el simple hecho de haber nacido bajo el estigma del sexo débil en este país donde sólo se finge la política, la democracia y el respeto por la vida. En México, todas somos Miss Bala. 

No quiero significar nada*

Un día de invierno
voy a desaparecer.

Lento, me internaré
en la espesura de cierto bosque
que convierta mis lágrimas en microcosmos.

Voy a buscar en el frío de mis huesos
el olvido de esta sensación inédita
de mutismo.

Me desharé, poco a poco,
de esta vida que no quiero,
que se me agolpa en la garganta,
que muere en mi lengua.

Te encontraré en los lagos
cuando asomada a la superficie me devuelvan mi reflejo
y sonreiré,
porque eso habrías hecho tú.

Voy a tomar de ti
lo que sé y lo que amo:
me lo voy a guardar en las venas
y en silencio deambularé entre los árboles,
protegiéndote del frío al que irreversiblemente me habré entregado,
pensando sólo pensamientos dulces, pensamiento caricias
que no habrán de lastimarte nunca.

*"no quiero significar nada" es una frase de un libro que desconozco y no he leído, pero que me compartió un amigo. Desde el mismo día en que me la dijo, me sentí identificada con ella, pues al fin pude encontrar palabras para esa sensación que no podría nombrar de otro modo. El deseo de sólo ser espectador pero no partícipe: ser invisible: ser inofensivo. Es decir, no ser.

martes, 25 de octubre de 2011

Morir pronto*


Hoy es uno de esos días en que sí deseo morir pronto. Acabar con la pena que me provoca habitar este cuerpo, esta familia, esta ciudad y este mundo donde no hay un designio, no hay control posible, no hay sentido: sólo el esfuerzo de sobrevivir. ¿Por qué apremia tanto esta necesidad, este gusto por la no muerte (no puedo decir gusto por la vida, porque ésta implica, necesariamente, la práctica del deporte, la ausencia de vicios, la sonrisa espontánea)? ¿Será heredado? ¿Nos viene de la animalidad? Quizá. Pero esas bestias que somos por dentro no han comprendido, entonces, que esa “civilización” en la que tratamos de encajar no nos facilita nada. Es un esfuerzo, continuo e irracional, por llegar a la noche, por llegar al viernes, al 31 de diciembre. “Es difícil recordar vivir antes de morir”, dice una canción de Modest Mouse que disfruto mucho. Aunque me aterra un poco. La iba escuchando hoy rumbo al trabajo, y el estómago se me hacía un nudo. Me gustan algunas cosas del trabajo, pero no me gusta la presión, los gritos, la falta de tiempo, las muecas hostiles. ¿Será que soy floja? ¿Que soy desidiosa, que estoy malacostumbrada a la buena vida? No encuentro la lógica detrás de trabajar todo el día, todos los días.

He pensado que lo único cierto a lo que puedo aferrarme hoy es que tener hijos no es una opción de amor. ¿Cómo forzarlos a este sinsentido, a este dolor, a los nudos en la garganta? ¿Cómo pagarles ropa, médicos, escuelas? No soy capaz de conservar un trabajo, un gusto laboral por algo. ¿Será que aún no encuentro lo mío? Como quiera que sea, no podría mantenerlos. ¿Cómo lidiar con la responsabilidad de otras vidas, además de la mía?

El médico me dice que tengo unas cantidades industriales de estrés. Reconozco, en lo hondo, que la mayor parte de ese estrés es emocional. Estoy muy enferma de mis intestinos y me han recetado tanto medicamento como para una persona próxima a la muerte (y de nuevo, ese intento de huir en sentido opuesto a la parca). Quisiera no tener ese mal en mi cuerpo, porque me resulta doloroso, molesto. Amo mi cuerpo porque es lo único que tengo, de verdad, en este mundo material. Cómo me gustaría que no le pasara nada malo nunca. Yo sólo quiero escribir, y estudiar posgrados y dar clases. Pero sobre todo quiero hablar con la gente, escuchar a los demás, aprender de ellos, observarlos, desarrollar por completo ese amor que quiero sentir por todos, porque es un modo de sentirlo por mí misma.

Quisiera tener la fuerza de superar esta mala racha rápido. Porque no me queda más que aprender y disfrutar, porque tengo la certeza de que voy a morir pronto. Quizá este tiempo es precisamente para eso, para aprender, y acercarme aún más al día en que ya no seré más que estas letras que dejo ahora, regadas como el tiempo deja al polvo por donde pasa. 

*"Morir pronto" es un proyecto de ensayos literarios de corte autobiográfico en el que estoy trabajando. Ésta es, pues, una muestra de él.

martes, 11 de octubre de 2011

Las pequeñas molestias cotidianas*

Uno puede despertarse en la mañana con la sensación de estar descansado, con la alegría de haber tenido una noche reparadora y unos sueños agradables. Es posible que te levantes, te mires dificultosamente en el espejo del baño a causa de tus párpados hinchados y no te encuentres demasiado feo. Te desnudas y te encuentras satisfecho con la masa que cubre tu esqueleto; te duchas y te relajas al mismo tiempo que te despabilas. Todo va bien, casi perfecto.

Estás en la cocina sirviendo el café en tu taza preferida, la que compraste en ese viaje que tanto disfrutaste, y de pronto pareciera que se abre la caja de pandora y todos sus seres apocalípticos y calamitosos se asoman al piso de tu casa representados en el más terrible y temible de ellos: una rata, un ratón, una cucaracha, una hormiga o una mariposa negra muerta con sus alas de mal agüero hechas polvo.

La vida se encarga de ponernos absolutamente todos los días pequeños obstáculos que nos impiden alcanzar la más sublime dicha, el gozo total, un estado de bienestar inconmensurable, la perfección completa. Podemos decir que se trata de un complot sobrenatural hacia los humanos para mantenernos sometidos en una vida repulsiva y despreciable, o podemos alegar, con mejor gana, que son pequeños retos para poner a prueba nuestro sentido del humor y nuestra capacidad de frustración.

Todo depende de la perspectiva y, por supuesto, de las circunstancias. Digo, no es lo mismo que se te rompa un tacón a las cinco de la mañana, después de que se terminó la fiesta y cuando estás a un metro de distancia de tu coche, a que se te rompa el tacón el día de tu boda en el extremo equivocado del pasillo.

Estas molestias, tal como parece, no son siempre tan pequeñas. Estos incidentes que podrían parecer insignificantes en realidad están todo el tiempo definiendo, en mayor o menor medida, el rumbo de nuestras vidas. Olvidar el celular en casa puede resultar en un necesario descanso o la pérdida de empleo; entender mal una palabra en una conversación puede quedarse en ocasionar una simple broma o ir hasta el rencor.

El secreto está, yo creo, en no obsesionarse con ellos. La gran mayoría de estos incidentes se escapan de nuestro control y nuestra voluntad, así que pocas veces podemos preverlos. Lo mejor es no preocuparse por ellos sino simplemente ocuparse, considerando que no podemos hacer nada por cambiar lo sucedido.

En la medida en que hagamos importantes estos acontecimientos será el grado de afectación que tendrán en nuestras vidas. Como casi siempre, todo está en la actitud: nuestra novia puede ponerse a llorar desconsoladamente a la entrada de la Iglesia, o mandar a volar ambas zapatillas y caminar en puntitas hasta el altar; podemos, mientras seguimos sirviendo nuestro café, decirle al bicho “buenos días, te mato más tarde” o pensar en él todo el día y resignarnos a traer mala vibra.

*Este ensayo fue escrito en octubre de 2008 para la revista universitaria Sin Embargo, que orgullosamente cofundé.