domingo, 25 de noviembre de 2012

Historia de ciudad

Ramira se incorpora de la cama con pesadez. Aun esta oscuro y su cuerpo se rehusa a creer que ya es hora de trajinar. Sus párpados le exigen descanso. Pero ya esta su madre ahí afuera, ordenandole a gritos que se levante, que ella ya se comprometió. Agita los platos en la cocina, camina con trabajo entre las decenas de baratijas chinas que empolvadas adornan la casa. Por que tendría que comprometerse ella, si la que iba a cuidar al Carlos no iba a ser sino la propia Ramira?

Camina hacia el tren ligero. Siente ira hacia si misma. Su cuerpo pareciera ser ajeno, el pesadísimo bulto de alguien mas que esta obligada a cargar. Pero cae en la cuenta de que es su propio volumen el que esta obligada a llevar y entonces se irrita con su cuerpo, con el mundo, con el Carlos. Otra vez por su culpa la obligan a estos trotes. Pero no esta tan enojada con el Carlos. Lo quiere. Y si no fuera el, otra razón habría para chingarla.

Se deja caer sobre un asiento del tren. El de la esquina, el mas lejano de todos. Se lleva la mano izquierda a la cara y crea sombra sobre sus ojos, un escudo contra la inclemente luz blanca, industrial, que emite el techo del vagón. El movimiento la mece y el silencio de los pasajeros la envuelve. El pantalón que rescato del ropero de su hermano le queda corto. No lleva calcetas. El frío le trepa por las piernas.

Llega a la estación Héroes de la Patria y desciende. Cuando entra en la calle donde viven Luisa y el Carlos, la gente empieza a propinarle saludos y sonrisas hipócritas. La envidian porque saben que vive con su mama, que no trabaja, que esta soltera. "Lleva la vida perfecta, esta cabrona", oyó una vez que una vecina le decía a otras cuando ella pasaba con el Carlos abrazado, lleno de vomito.

Luisa la recibe con la noticia de que el Carlos esta desmayado en el zanjón. Que los vecinos dicen que tiene una jeringa atorada en las venas del brazo. Que tenga cuidado.

Ramira se encamina. Lo encuentra. Lo abraza. Su primo, inconsciente, la deja hacer. No sabe que le esta regalando el obsequio mas grande, el único, de la vida de Ramira: arrebatarla de su vacío.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Ahora caigo en cuenta

Esta semana, que empezó el domingo 7, caí apenas en la cuenta de que la razón por la que todas mis relaciones amorosas (3) han fracasado, es porque he sido la mama de mis novios.

Esto no se limita a cuidarlos, mimarlos y tenerles paciencia. Incluye también extrañezas como considerarlos, a cada uno en su momento, los hombres mas guapos del mundo. O pensar que la vida no les hace justicia a sus talentos, su sensibilidad e inteligencia. Entonces yo les daba lo que creía que merecían, que siempre fue, evidentemente, demasiado. Y digo evidentemente porque, pues bueno, todas han fracasado.

El ultimo rasgo de esta maternidad insensata es el de perdonarles todo: sus egoísmos, irresponsabilidades y patanadas, todas, eran un cero a la izquierda comparadas con la luz que mis ojos percibían en ellos.

Ay, Dios.

Lo único que puedo decir es que afortunadamente caí en la cuenta de esto a los 24 anios y todavía me resta mucho por vivir. Aunque, confieso, esa mama que vive en lo hondo de mi corazón, todavía quiere a cada uno de esos tres de un modo especialísimo. Ex novios: que la vida les sonría y les vaya fantástico en todo. Se despide de ustedes quien nunca volverá a ser su falsa progenitora. O peor: una mala sustitución de ella.

martes, 25 de septiembre de 2012

Carta abierta al hombre que amo

Sin prolegómenos (esta palabra la aprendí a tu lado, qué curioso), te voy a decir que no sé si algún día voy a volver a verte, o a oír tu voz o a oler esa fragancia tan tuya, irrepetible, que se mezcla del modo más perfecto y armonioso con tu agradable calorcito corporal. Pero si no es así, lo lamentaré siempre. Habrás dejado entre cada inhalación una terrible sensación de ausencia, una orfandad indecible en el palpitar de mi pecho.

Nunca, y apenas ahora caigo en cuenta, había sido con nadie más tan realmente yo como contigo. Y bendigo los instantes, que ahora parecen excesivamente pocos, en que fui ligera y espontánea y genuina contigo, y a pesar de mis deformidades y mis rarezas, tú estabas ahí a un ladito, queriéndome.

Qué arrogantes nos volvemos cuando tenemos todos. Qué insensatez, eso de tomar por sentado las cosas. No nos damos cuenta que nuestro reinado en las tierras de bonanza es efímero. Me disculpo, contigo, conmigo y con la humanidad entera, por haberme permitido el lujo de que a mí también me pasara eso. Cómo deseo que hubiera sido con cualquier otro, pero no contigo.

Agradezco tus ojos de almendra, tu frente amplia y de topografía informe, tu sonrisa amplísima. Tus pies velludos. Tus manos pequeñas.

Agradezco las conversaciones sobre la familia, el dolor en el mundo, la fenomenología, películas, libros, Bukowski, los viajes juntos. Ser chuchos en la mutua compañía.

Me voy a quedar sin ti, parece ser. Y no tengo otro remedio que escribir, porque así es como el mundo me ha preparado para enfrentar sus tormentos. Te escribo esta carta a ti, para que sepas que tuve fuerzas, en los peores momentos de la tristeza y la soledad, para agradecerte la existencia en este mundo que es increíblemente menos divertido y motivante sin ti.

Que conste, pues, mientras exista este blog, que mi corazón lleva tus gestos como rostro propio.

jueves, 24 de mayo de 2012

La opresión de los viajes verticales


Para ANZ: ¡por fin!

De algún modo se cree que el silencio es un modo de respetar la pulsación interna del otro. Callamos como manifestación de nuestra prudencia, del obsequio de espacio personal que le damos a conocidos pero sobre todo a extraños: no sabe uno exactamente qué decirle a alguien con quien nunca ha cruzado una palabra –o un silencio, con variaciones también entre sí, como las palabras.

De ahí la terrible opresión que se vive en los elevadores. El terror de estar encerrado en un espacio minúsculo, sin nada que oír o hacer, ningún paisaje que funja como pretexto de distracción, ningún sonido lo suficientemente poderoso o atractivo como para sembrar de estímulos el momento. Nada más que la confrontación desértica entre dos o más individuos mientras se elevan o descienden por los aires, emparedados entre los muros de algún edificio.

La situación se vuelve tan insoportable que en repetidas ocasiones se encuentran las víctimas de dicho desencuentro mirando simple y llanamente hacia los zapatos, el techo metálico o la monótona repetición de números en el tablero. Hay quienes también miran la pantalla electrónica por donde desfilan los pisos que se van alcanzando y un instante después, se dejan atrás. O más bien abajo. O arriba, según sea el caso.

A veces despierta uno a la realidad y se vuelve consciente de lo absurdo de la situación. Entonces se plantea la evidente, la aparentemente natural opción de entablar diálogo con el prójimo. Es entonces cuando se dejan venir de aluvión las razones –o pretextos- para no hacerlo. 1. No sé cuántos pisos podré compartir la charla con el desconocido, así que no sé qué tema proponer para romper el hielo. 2. No tengo la menor idea de quién sea este individuo, qué le interese, en qué humor esté, qué pensamientos o preocupaciones rondan su cabeza, o simplemente cómo se tome mi casi violenta interrupción en su vida. 3. Mis papás me enseñaron a no hablar con desconocidos. 4. Qué incómodo sería incomodar a esta persona y volver la situación aún más incómoda de lo que era ya en un principio: callados de nuevo pero ahora molestos y no indiferentes, como otrora.

Es tanta nuestra incomodidad en los ascensores que enmudecemos incluso cuando vamos acompañados de amistades o familia: sabemos que todo lo que sea dicho será absorbido por los extraños que nos rodean, como si fueran esponjas de conversaciones ajenas. Esas personas de pie a unos cuantos centímetros de nuestro cuerpo conocerán nuestro tono y timbre de voz, el tipo de palabras que preferimos usar, los temas que nos atañen, posiblemente la relación que tenemos con nuestro acompañante y quizá hasta nuestro nombre. ¡Horror! Sostener una conversación cotidiana en un elevador es casi como desnudarse en la fila del banco. Impensable.

Los trayectos verticales, pues, suelen ser infértiles y provocar en los viajantes la imperiosa necesidad de llegar cuanto antes posible al destino. Son la palpable prueba de aquella frase de Sartre que dice que “el infierno es el otro” en tanto que nos obliga a adoptar una actitud falsa y forzada, distinta a la que tenemos en la cómoda soledad: la hermética mirada de los demás nos atrapa y nos compromete.

En los viajes horizontales, por llamar así a los viajes convencionales, los que se contraponen a los que ocupan la atención de estos párrafos, el individuo también guarda silencio muchas de las veces, pero la libertad del espacio que lo rodea le permite pensar, imaginar, recordar, contemplar, incluso dormir, soñar. El viajero menea el cuerpo sobre el vaivén de las olas; observa el azul más nítido y puro que existe por encima de las nubes; ve pasar las montañas y las ciudades a través de las ventanas.

Quien sólo se mueve de arriba abajo, o de abajo a arriba, está condenado a fugarse en los pensamientos propios, que suelen ser tan asfixiantes como el diminuto entorno, o bien a ser consciente del silencio que se echa encima, aplastante, y darse de bruces contra la realidad que recuerda lo ridículos que somos. Insulares y temerosos, encerrados en nosotros mismos.

Sin embargo, hay un caso en que es apreciable el silencio de los ascensores: cuando se está solo. Ingresar en ese pequeño cuarto que se mueve es como abrir un paréntesis del ruido y la agitación propia del mundo del que salimos y al que eventualmente volveremos a ser escupidos. Una fugaz oportunidad para escapar de la convulsión de la vida diaria. Pero claro, en cada piso existe la posibilidad de que alguien más se introduzca a esa burbuja en la que estamos y el drama comience de nuevo.

domingo, 29 de abril de 2012

Delirio de futuro herido

Me he abocado
A construir una fortaleza
De silencios y palabras
Con arenas movedizas,
Puentes rotos,
Pasadizos,
Laberintos.

Cuando termine,
Habrá pasado el tiempo suficiente
Para que vea yo la verdad.
Me mirare el cuerpo,
Tendido ahí, en un rincon,
envejecido y atemorizado.

Entonces de algún lado,
Como truco de magia,
Vendrán mas fuerzas
A mis brazos y mis piernas
Y pintare en la fachada de mi fuerte
Palabras bellas y poemas y sonrisas y caricias y susurros
Que hablen por mi voz muda,
Que vayan hacia ti por mis pies lisiados.

El miedo intentara paralizarme
Pero el deseo de ti
Se negara a la quietud del exilio.

jueves, 26 de abril de 2012

Sobre el bullying

La secundaria fue para mi la peor época. Estaba gorda, fea. Y despeinada, aunque eso lo conservo hasta la fecha, de un modo que casi ha escapado de mi control. Tenía pocos amigos y mucho miedo. Era una chica muy insegura de si misma, lo recuerdo perfectamente.

En el primer anio yo vivía en una especie de limbo. Tenía una sola amiga, Ana Karen, que en aquel entonces tenía el cabello hasta la cintura, por lo cual se ganaba el desprecio de todas las "niñas bien" que bien habían sido enseñadas por sus misericordiosas madres que "pelo hasta la cintura, gata segura". (Ana Karen, no creo que nunca llegues a leer esto, pero si por azares del destino te topas con esto un día, solo recuerda lo fashion que después se volvió tener la melena larguísima.)

Ella, pues, era mi única amiga. A veces iba a dormir a su casa o a comer o a hacer tarea. Su mama era muy bonita, tenía ojos de color. Juntas descubrimos los latin-chats y todas esas bobadas tan de moda en el 2000. Recuerdo que una vez tuvimos una conversación muy erótica con un desconocido que declaro imaginarse lamiendo el "monte de Venus" de la chica que le hicimos creer que éramos (me acuerdo que pensé: que diablos es el monte de Venus?!)

En segundo de secundaria comprendí que si no me adaptaba, perecería. Socialmente, por lo menos. Así que, aunque no recuerdo muy bien como, un día era de las mas sociables y amigueras. Me acuerdo de que se reían de mis chistes, ellos, y ellas me buscaban para que les diera consejos o las escuchara (esta característica me acompaña desde la primaria, wtf). Recuerdo con absoluta claridad recomendarme a mi misma: se buena onda, porque si no te comen viva. A lo mejor en el fondo de mi ser soy una patana amargada y a fuerza de necesidad me hice simpaticona. Que cosas.

En tercero fue otro cuento. Me caía mal la mayoría de mis compañeros pero ellos me soportaban, así que ahí no había tanto problema. El asunto fue que siempre me gusto mucho (cada vez menos) hablar, así que en clase no hacia ABSOLUTAMENTE NADA mas que charlar animadamente con el pelado que tuviera mas cerca. Y me sacaban de clase, y reprobaba y me ganaba la enemistad de los profesores. Nota al margen: que pedo con los maestros que se toman personal tu desinterés y valemadrismo?! Que no saben que es mas o menos normal?!

En fin. Había un profe que particularmente me detestaba y aprovechaba cualquier oportunidad que hubiese (y si no la había la creaba) para humillar e insinuar las peores cosas de mi. Que estaba yo bien tonta. Que todo hacia mal. Y así hasta el fin del mundo.

Una vez estaba yo en el recreo llorando en las escaleras y llego y me pregunto que me pasaba y le dije que odiaba la escuela y que en ese lugar no se respetaba la dignidad humana. Eso conteste. Y lo único que pudo decirme fue otra culerada: decir dignidad humana es pleonasmo porque ninguna otra especie tiene dignidad. Solo logro hacerme sentir peor. Humillada por un lado por mi supuesto error e indignada por el otro porque a mi me parece que los animales también tienen dignidad.

Hace algunos anios salió a la luz publica, en medio de un ruidoso escándalo, que ese profesor, Raúl G.A., había violado a un niño en un retiro espiritual. Así que ahora te pregunto, aunque no me leas ni me oigas, donde quedo la dignidad, humana o animal o lo que sea, de ese niño, pero sobre todo, donde quedo la tuya? Y como es posible que me hayas tratado tan mal en una edad tan vulnerable cuando eras tu el que llevaba dentro una bestia rastrera en vez de alma? Quizás era eso: querías hacerme sentir tan mierda como tu. Quizás a ti te fue peor en tu escuela y así se explica todo.

martes, 10 de abril de 2012

Títulos y cuadernos

Hoy es uno de esos días desesperados (pobres días, ellos también sufren) en que me viene la necesidad imperiosa de escribir pero no se exactamente ni que ni como.

Así que les contare que yo tengo por costumbre llevar a todos lados en mi bolsa de mano una libretita donde apunto de todo: recomendaciones musicales, horarios del cine, frases chistosas escuchadas y recogidas de por ahí, ideas monumentales que mi desidia no permite convertir en libros o textos valiosos... En fin, las libretas son como una síntesis caleidoscopica de mi persona.

Como es natural, llega un día en que las libretas están llenas de garabatos, dibujos, insultos, listas... Y las guardo y estreno una nueva.

La que acaba de ser completada inicia con una idea que tuve sentada en el asiento del copiloto de un jeep aventurero, mientras esperaba a que el dueño del coche volviese de no recuerdo donde: "la ineficacia como manifestación política de inconformidad". Eso dice.

La que inaugure ayer comienza con la dirección y los teléfonos de un trabajo que he conseguido en Guadalajara, Jalisco. Fui hoy a la entrevista y resulta que es una de esas hermosas y viejas casas de la zona llamada Laffayette. Hice casi todo el camino a pie, con unos zapatos que casi nunca uso y con solo cuatro horas de sueno. Me he lastimado un poco los pies y a causa de la insolación y el desvelo pase casi toda la tarde dormida.

Conseguí el puesto y escribo esto minutos antes de quedarme dormida, en espera de mi primer día de trabajo en lo que será mi cuarto o quinto empleo desde que salí de la universidad hace poco mas de un anio.

Quizás mañana haga una entrada en mi nueva libreta y después la comparta con ustedes.

Ah, que diablos! Ahora recuerdo que lo que originalmente quería compartirles era que en la mentada nueva libretita vienen impresos los títulos de algunos libros, y uno de ellos se llama "Morirse de memoria". Bárbaro, no? A poco no se han sentido ustedes mismos alguna vez así? Yo puedo decir que mas de una... Los recuerdos suelen amontonarse en un barco que casi siempre naufraga.

domingo, 12 de febrero de 2012

En ese restaurante de comida oriental


Estamos él y yo en ese restaurante de comida oriental al que tanto nos gusta ir. Nos hemos sentado en una mesa con sillones y no con sillas. Los preferimos, porque son más suaves, aunque en realidad, para comer, resulten incómodos, pues las masas de nuestros cuerpos se hunden en las de los muebles. Probablemente es incluso nocivo para la salud, pero somos negligentes. Sólo le procuramos placer al paladar.

En la mesa de al lado hay una mujer gorda, con una hija adolescente, gorda también. Comen solas, en silencio, sin mirarse. De vez en cuando la madre dice algo a lo que la hija no responde. Nos llaman la atención, y como nosotros mismos estamos solos, en silencio y apenas mirándonos, nos evadimos en la imagen y el misterio de nuestras vecinas.

¿Cuál crees que sea su historia?, le pregunto,  para romper el silencio. No sé, me contesta. Me da la respuesta que yo ya esperaba. Nunca sabe nada. Tiene la imaginación atada al culo. Así que yo empiezo a hablar, más por complacerme a mí misma inventando una historia que por el gusto de saber que me escucha. Probablemente no me escuche, o piense que son estupideces lo que digo. Es cierto que muchas veces digo estupideces. Quizás siempre.

De joven, la mujer era bella y esbelta, delicada, casi fina. La más bonita de la cuadra, tal vez incluso de la escuela. Y él era no el más guapo, pero sí el más audaz. El único que no le tenía miedo a la muerte porque su padre le propinaba golpizas todos los días, siempre que podía. Conocía perfectamente al dolor y le había perdido el respeto. Podía saltar cualquier barda, jugar cualquier deporte, hablar con cualquier chica, porque si le salía mal, poco importaba.

Así que habló con ella. Y ella, que era una hija de familia, una niña de casa, una jovencita adiestrada en los menesteres de la casa y de la belleza, quedó impresionada con la seguridad de aquel compañero escolar. Y como imantada por la fuerza extraña, misteriosa, de ese chico, aceptó a salir con él.

Pasaron los meses, y como era de esperarse, ella quedó embarazada del joven intrépido que se le había acercado más para saberse por encima de otro reto que por genuino interés hacia la persona de aquella señorita. Contrajeron nupcias. Nació la niña, su niña.

El osado fue convirtiéndose en hombre, y como no perdía el arrojo se volvió la cabeza de proyectos, de grupos de amigos, de empresas, de viajes. Se volvió ajeno a su casa y una piedra en la cama matrimonial. Su mujer, la misma desde hacía tantas noches, lo aburría. ¿Qué interés podrían suscitar el mismo cabello, la misma piel, el mismo olor en un mundo inabarcable?

¿Qué valor tienen mi cabello, mi piel, mis fragancias, mis esfuerzos si no tengo a nadie que los note, que los quiera? Pensaba la mujer, sin padres, sin marido, sin amigos, sin otra ocupación o entretenimiento que una hija que a simple vista, más que amarla parecía simplemente necesitarla.

Está gorda porque como nunca se la cogen, su cuerpo dejó de importarle. Y están solas porque el marido finalmente se aburrió del aburrimiento y se fue a otro viaje del que nunca volvió. Y la hija también está gorda porque debe ser muy deprimente que tu mamá no te quiera de verdad. Así fue como concluí mi historia.

Cuando separé la mirada de las mujeres a nuestro costado y la clavé en sus ojos, me di cuenta que me miraba fijamente, con indiferencia, esforzándose por volver su parpadeo un movimiento controlado, una agresividad pasiva. Le regresé la mirada, aunque no sabía cuál era mi gesto. Nuestra mirada era un puente que ambos tendíamos para no cruzarlo, para tener bien claro cuál era el territorio de cada uno.

Llegó el mesero con nuestros platos y él bajó la mirada hacia el suyo. Sentí una mirada a mi lado y giré la cabeza instintivamente. Era la mujer gorda viéndome fijamente. Improvisé una sonrisa, pero ella, seria, volvió su rostro hacia el frente.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Redención


He recorrido
En silencio algunas veces
Y entre alaridos otras
El sendero de los días.

He vuelto cenizas en mi garganta
Brasas que en mis entrañas ardían.

He llevado en mi vientre
Un complejo mundo de personas
Que nunca me pertenecieron
Y a las que no logré entregarme.

He vuelto mis planes de futuro
Papel transparente
A través del cual ver
Los proyectos de otros
Y diluir mis miedos y mis fuerzas
En el éxito de estos que no fui yo y
Cuya gratitud jamás será suficiente
Para compensar mis horas irrecuperables.

He vuelto la llama de mi existencia
Un agradable soplo de viento
Que pasa manso
Sin dejar magulladuras.

He vuelto a pensar
He vuelto a sentir
Y he vuelto a renegar.

Bajo este techo
De inclemencias e incertidumbres
Rescato de un pasado que me sobrepasa
La insumisión lava
Y la potencia terremoto
Para despedirme de la cómoda miseria en que me había instalado
Para reinventarme con sangre de luz
Y con latidos de ardor.

He sido una mujer
A quien le exijo que se largue
Para que sutil e irrevocablemente
Dé paso
A esta anatomía de intensidad
Que responde al mismo nombre.

domingo, 22 de enero de 2012

Tu mirada


Tu mirada de ojos marrones
se va volviendo azul
azul como los cerros
de los paisajes que aparecen en los viajes
que no comparto contigo
azul como los océanos
en los que me sumerjo
y que nunca son el mar de tu pueblo.