martes, 5 de agosto de 2014

La absoluta calma de Acaponeta

Ayer, cerca de la medianoche, lloré un llanto vastísimo. Un llanto casi infantil, de tormento interior y desesperación y desgarramiento. Y la razón también fue, de algún modo, infantil. Bueno, no sé si infantil, pero sí sobrecogedora. Me di cuenta (o recordé, más bien) que me voy a morir. Que mi mamá, mi hermana, mi hermano, mis tías, mis tíos, mis primos, mis amigos, mi perro y mi esposo van a morir. Y no sólo los seres vivos. Mis queridos seres vivos. También mis queridas situaciones, circunstancias, condiciones, apariencia, salud. TODO quedará consumido eventualmente. Habrá enfermedades, tragedias, arrugas, desvelos, preocupaciones, carencias, prisas, deudas, enojos, decepciones, soledad, agobio. Es decir, la vida seguirá transcurriendo. Pero anoche me pareció abrumante pensar en las cantidades de dolor que mi corazón procesará a lo largo de lo que me resta en este mundo.

Desde hace varios días (¿meses, años?) he tenido la intención de escribir acerca de Acaponeta. Pero es un proyecto que me intimida, porque hay muchas cosas que decir, pero sobre todo muchas emociones y recuerdos que están ligados a la geografía de ese pueblo que para mí siempre será mágico, misterioso. Quisiera que fuera perfecto, mi texto sobre Acaponeta. Con las palabras exactas y el ritmo ideal. Este es un intento de ello.

Acaponeta es una pequeña ciudad al norte de Nayarit, casi en colindancia con Sinaloa. Mi mamá y todas sus hermanas nacieron allí. Mis abuelos vivieron ahí la mayor parte de su vida (excepto las desoladoras ocasiones en que mi abuelo tuvo que irse a vivir a Colima, a vivir pobre y perder la pancita que tanta ternura despertaba en mi mamá). El papá de mi mamá fue, incluso, presidente municipal. Un hombre querido y respetado en la localidad. Honesto, generoso, desinteresado. Bebedor y corajudo. Inmensamente amoroso con sus hijas, en oposición frecuente con su mujer. Pero de todo esto no quiero hablar. Tendría que ser mi madre o cualquiera de sus hermanas la encargada de escribir sobre esto, porque es su historia. Mi historia es otra.

Lo primero que me gustaría aclarar es que al decir Acaponeta, quiero decir "la casa de mis abuelos de Acaponeta". Para mí había poco más en ese pueblo. Aunque lo poco extra es muy significativo. La algarabía de los pájaros que se preparaban para dormir en el atardecer en los árboles de la plaza principal, que sólo entonces se apaciguaba con un viento fresco que compensaba el ardor de las horas más soleadas. La adrenalina y la excitación de la feria del pueblo, con sus juegos mecánicos y las canicas y el futbolito. Luces intensas y estimulantes que expulsaban la oscuridad. El mercado y su asqueroso olor a carne y pescado; las vendedoras de camarón, avejentadas, gordas y vulgares o jovencitas, insinuadoras y coquetas, también vulgares (mi papá era el que preguntaba el precio y regateaba y se encargaba de hacer una ensalada con ellos que se volvió legendaria en la familia); el tejuino, único en la exquisitez de su sabor, temperatura y textura; el menudo, del que mi papá y mi hermana eran aficionados y yo una íntima detractora.

La casa de mis abuelos de Acaponeta, por otro lado, conformó y conforma parte de mi universo privado. Sus cajones, sus rutinas, su ruido y su temperatura son materiales de los que está hecho una parte de mi espíritu. Esa casa es la representación tangible de una gran parte de mi arquitectura emocional. Yo soy, en cierta medida, esa casa en Acaponeta. Yo soy la casa de mis abuelos de Acaponeta. La casa de la familia de mi mamá. La casa donde creció mi mamá. La infancia de mi mamá. Mi mamá. Yo soy Sara Carolina de la Rosa Aguiar. Aguiar. Hija de la penúltima, sobrina de las otras cuatro, nieta de Elías y de Josefina, político y ama de casa, habitantes de una localidad extremadamente calurosa y bastante pequeña, casi rural, que parieron a su descendencia desde los años 40 hasta los 50. Pero aunque tentador, este texto tampoco pretende ser una disertación sobre nuestra ascendencia, educación y circunstancias. Este, es un texto de nostalgia y de muerte y de pérdida.

Después de las dos horas desde Tepic, y al tomar la desviación hacia la derecha que nos llevaría al lugar que vio crecer a mi mamá, se presentaba la disyuntiva entre dejar el aire acondicionado del coche lo máximo posible antes de poner un pie en el infierno, o bajar las ventanas algunas cuadras antes de la casa para comenzar a aclimatarnos (lo cual tendría que suceder inevitablemente). En la casa, en una sombra relativamente reconfortante, encontrábamos a mi abuela ocupada en algo pero inmediatamente desocupada para venir a abrazarnos y darnos la bienvenida (de mi abuelo no tengo recuerdos: murió cuando yo tenía dos años). Nos instalábamos todos en un mismo cuarto, de techos altísimos y dimensiones gigantescas. Cuatro camas había en ese cuarto, todas matrimoniales si bien recuerdo. El techo eran vigas y troncos de madera, cuya potencial caída me causaba un temor obsesionante. Los zancudos se alegraban con nuestra llegada e inmediatamente comenzaban su festín. Las arañas, antes de eliminarlas de camas, espejos y burós, recordaban su resentimiento acumulado contra nosotros por haber matado en nuestra visita anterior ya fuera a su ascendencia o a su descendencia.

El patio central era como una pequeña jungla civilizada a fuerzas y superficialmente (todo tipo de animales fueron descubiertos rondando la zona). La oficina de mi abuelo era una acumulación insensata de papeles inútiles y polvo. La sala era una galería de objetos arcaicos y bodas de las hijas. Las mecedoras que habitaban la sala eran como animales míticos, excepcionalmente maternales, que acogían en su vientre a quien fuera y lo mecían hasta entregarlo en los brazos de Morfeo. Recuerdo la pintura que había en el comedor, que mostraba camarones secos acostados al lado de un botecito con sal y unos limones. Una pintura muy ad hoc, sin duda. La cocina, un espacio inmenso un poco en penumbra, con una mesa cuadrada, un refrigerador un tanto destartalado (que en ocasiones albergaba heladitos de vainilla hechos para mí por mi abuelita), una estufa que melancólicamente se callaba sus historias (que eran muchas porque estaba vieja) y un lavabo incómodamente pequeño. Siempre que me comisionaban lavar los trastes terminaba salpicada de agua por todos lados, al punto del empape. Al lado de la cocina, un pequeño cuarto con baño que era, creo recordar, la habitación matrimonial (es decir, la de mis abuelos). Al fondo de la cocina, otra estancia gigante con un baño feísimo, tétrico, lleno de esas odiosas y resentidas arañas, una pila de dimensiones épicas, a la que me hubiera gustado meterme diario para aliviarme del calor y una puerta de madera gruesa, pesada, misteriosa, que escondía un sótano más o menos abandonado, con una hamaca y otros objetos que han quedado difusos en mi memoria. A un lado de la pila había una habitación más, el famoso "gallinero" (antes de mi existencia mi abuela había tenido gallinas y las había tenido allí), donde a la edad de cinco años encontré, jugando a la casita, un alacrán en una cortina que me hizo salir disparada y gritando hasta el otro extremo de la casa.

Las noches era el momento de más angustia para mí. Había sombras amorfas de movimientos accidentados, el temor de que las vigas se desplomaran, el ataque incesante de los moscos, sensaciones en la piel que bien podrían haber sido provocadas por arañas o alacranes, la sospecha de animales o monstruos bajo la cama, los ronquidos de mis papás, los sonidos indefinibles de las plantas en el patio, algunos pasos en la ventana que daba a la calle que llegaban en horas fantasmales... Las noches acaponetenses eran una prueba de valor. Pero lo verdaderamente más terrible era la necesidad de orinar que me llegaba a veces en minutos nocturnos, minutos dolorosos, eternos, en los que me gustaba pretender que me podía aguantar, pero en los que inevitablemente tenía que enfrentar la realidad: era necesario atravesar toda la casa, oscura y hostil, para llegar a un baño, aun más hostil, con peligro de perder la batalla ante un ser de la Naturaleza salvaje.

Por las mañanas me levantaba tarde (¿por dormilona? ¿por la extenuación del miedo de la noche anterior?) y tan pronto despertaba me iba a la cocina, desde donde salían en murmullos las voces adultas y los olores a café, pan, frijoles, queso. Casi siempre estaban de buen ánimo los ahí presentes (seguramente porque eran vacaciones) y al llegar me sentía recibida con amor. Después del desayuno normalmente se atendían los pendientes: hacer el aseo de la casa, ir al mercado, resolver alguna situación, hacer alguna visita. Las tardes quedaban vacías de ocupaciones y entonces llegaba cierto tedio. El calor, los moscos, la falta de amigos. Quedaban las opciones de leer, tomar siesta en la cama o entregarse al amor voluptuoso de las mecedoras. Lo que yo prefería era escuchar las pláticas de los adultos, conocer las historias y chismes, escuchar nombres y saber su relación con nuestra familia.

Por las noches nos sentábamos en mecedoras o sillas afuera de la casa, charlando, gozando el fresco, viendo la vida pasar. Una vida que llegaba y se iba en una calma de calidad infinita, sin sobresaltos. Las estrellas brillaban, los pocos carros pasaban lento o no pasaban, la gente caminaba con lentitud y saludaba al pasar, se podían oler los árboles. Cuando iban primos (casi siempre y exclusivamente los hijos de la hermana menor de mi mamá), era una maravilla tenerlos cerca. Aunque no habláramos. Bastaban abrazos, o su silenciosa compañía. Su compañía. En contraposición con su ausencia, que era la triste regularidad.

Y ahora siento todo eso perdido, para siempre. Tras el fallecimiento de mi abuelita, la casa entró en cierto estado de abandono (sobre todo por nosotros, que nos habíamos quedado sin la razón principal para ir) y eventualmente pasó a ser rentada por una arpía que ahora no se quiere salir, aunque nuestra voluntad ya no es tenerla allí. Se me parte el alma de pensar que no puedo entrar en esa casa que soy yo. Pensar que está habitada por una mujer que actúa mal y dolorosamente. Y también se me parte de saber que sin esa casa, sufro de cierta orfandad. Una orfandad que tiene que ver con un mundo, un México, donde había tiempo y espacio para simplemente existir. ¿Dónde están mis abuelos y mi papá? ¿Qué ha pasado con la gente que decía "buenas noches" al pasar? La casa de mis abuelos de Acaponeta es un símbolo para mí de calidad de vida y de amor. Y ahora siento todo eso perdido, para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

qué ameno relato! no puedo esperar para leer el de hoy.