jueves, 7 de agosto de 2014

Disfraz de espía

De niño, tenía una afición recalcitrante por los espías. Todas las películas que había con el tema, todos los libros, cómics e historietas, los tenía, los quería o por lo menos los conocía. Mis papás me seguían el juego y escondían cosas por la casa, y para poder hallarlas me daban pistas que se fueron volviendo más difíciles conforme yo avanzaba en edad. Hasta que mi papá se enfermó y el mundo entero comenzó a girar alrededor de él.

 De adulto, he desarrollado un interés casi obsesivo por la salud. Quizás sea por lo de mi papá, quizás sea porque tengo una tendencia hacia la compulsión, quizás sea por la unión de ambas. O quizás por otra razón que ni siquiera sospecho (tengo un poco oxidadas mis habilidades detectivescas). El caso es que iba tres veces a la semana por las mañanas a clases de yoga, dos veces a pilates, todos los días corría al amanecer y por las tardes a veces agarraba mi bici o bailaba, para mantenerme activo (y sano y delgado).

Había dos maestras que se compartían las sesiones de yoga y de pilates. Una de ellas me fascinaba especialmente. Era silenciosa, como me gustan las mujeres. Un poco fría, distante, desinteresada. Tenía un cuerpo de sueño (aquellas piernas hechas como de acero, unos senos perfectos para mis manos y mi boca, una cintura que podría agarrar entre sudores y gemidos). Me representaba un reto. Me estimulaba, no sólo físicamente (lo cual es obvio) sino emocionalmente. Últimamente, incluso, me excitaba hasta el intelecto. Me pasaba horas pensando en qué actividades llevaría a cabo durante el resto de su día, tras terminar de darnos su lección matutina.

Había decidido seguirla. Conocía su coche porque me la había encontrado en el estacionamiento y sabía que a veces daba vuelta a la izquierda en el mismo semáforo en el que yo también tenía que doblar a la siniestra para ir hacia mi casa. Una vez la vi simplemente de pie, en una esquina cualquiera, como si hubiera perdido la lucidez o la memoria y sólo estuviera ahí, esperando a la muerte o a sí misma. Sabía que no sería muy difícil hacer averiguaciones sobre ella y me mantenía muy motivado la idea de conquistarla con base en la información que consiguiera sobre su vida.

La vi entrar, al día siguiente de la toma de mi decisión y una vez que dio por terminada la clase, a una tienda de lencería. Salió con una bolsa de plástico grande, que se veía llena. Por la forma que adquiría la bolsa debido a lo que en ella había, puedo deducir que no todo eran braguitas de encaje o sujetadores con moñitos. Esa bolsa contenía cosas duras, pesadas. Sospeché que había comprado disfraces o cajas con medias o corsés. Temí lo peor. De pronto descubrí en su rostro gestos y rasgos inéditos: cicatrices y enrojecimientos en su piel, arrugas o resequedades, una mirada desdeñosa. Por un momento aquella mujer me pareció vil, despreciable. Si no era la gatita que yo había querido para mí, no sería tampoco la puta a pedido que ahora me parecía.

Efectivamente, tal como lo pensé. Tras su compra en la tienda, subió a su coche para transportarse a su casa. Me estacioné a una distancia prudente y la vi salir, flaca y apurada. Esperé con una mezcla iracunda entre paciencia y desesperación. Por fin apareció, bañada, maquillada, con tacones y un vestido hermoso que era horrendamente ajeno a mí, a mis manos. Me abroché de un golpe el cinturón de seguridad y erguí más el respaldo de mi asiento. No era aquel un momento para relajarse.

Manejó durante más o menos veinte minutos, hasta que llegó a una zona de la ciudad en la que tanto su carro como el mío, que intentaba mantener a distancia, resaltaban por su precio y edad. Sólo había visto aquellas casas a lo lejos, altas e imperiales, como propias de otro mundo y no de este ciudad húmeda y polvorienta. Por fin se estacionó afuera de una de ellas. No salió nadie a recibirla. Simplemente entró, tras una chicharra que salió de la puerta, y desapareció de mi campo visual. Llevaba consigo una bolsa, aunque no tan grande ni tan fea ni de plástico como la de la tienda. Asumí que ahí dentro había metido su disfraz para la ocasión, del mismo modo en que, me imagino, cubría su anatomía de muñeca atlética por las mañanas, frente al espejo de cuerpo entero de su habitación, con un disfraz de deportista.

Esta vez tuve que esperar más. Tuve que sentarme en el carro con la espalda erguida y los pelos de punta, los nervios electrificados, la respiración como de fuego (tal como nos habían enseñado en yoga). Finalmente decidí entretenerme pensando en el disfraz que llevaría yo a la sesión siguiente, para darle una sorpresa a la profesora que sólo disimulaba frialdad, pero que en el fondo tenía una calidez reservada para unos cuantos. Con dinero bailaba la perra. Quizás ese tendría que ser mi atuendo: el de un hombre adinerado, merecedor de ella, con una casa en esa colonia en lo alto de la ciudad. Yo también iba a ponerme una máscara y la iba a engañar. Del mismo modo en que mis papás me dejaban pistas regadas por la casa, poco a poco le iba a acomodar yo pistas a ella. Y las seguiría. Y un día la tendría para mí. Ese calor y ese cuerpo serían para mí. Sus disfraces serían míos y los míos de ella.

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