viernes, 28 de noviembre de 2014

Sobre mi apego a la belleza y mi terror a ser fea y rechazada

Hace unos días, un amigo me contaba de los "pecados" según el budismo hindú. Según recuerdo, éstos son: miedo al dolor, apego a los placeres, creer que soy mi cuerpo, creer que soy mi mente y... Otro que ya no recuerdo. Por supuesto, sufro un poco de todos los anteriores, pero el que me tiene más resonancia hoy en día es el apego a los placeres.

El apego, han de saber, es el primer paso hacia la adicción. Esto, porque tras el apego hay una creencia de que no podemos vivir o no podemos ser felices sin cierta cosa, persona, lugar, sentimiento, animal, etcétera. Entonces lo queremos una y otra vez, lo queremos siempre.

Yo no me considero, en general, una persona muy aferrada a las cosas. He tenido épocas en mi vida, es cierto, que he jalado más fuerte, pero mi personalidad más bien tiende a dejar ir y adaptarse a las nuevas condiciones. A veces me cuesta mucho trabajo, lo admito. Cambiar de un paradigma a otro, de una estructura o de un hábito al siguiente. Pero regularmente suelto.

Sin embargo, hay un área de mi vida en la que me siento más o menos insegura, y es precisamente por eso que hay más presencia de ataduras. Esa área es la de la vanidad. La de mi imagen personal, o la evaluación que hago de mi belleza.

Mi mamá tiene un sentido bastante refinado del gusto. Se le nota en sus ropas, accesorios y decoración de la casa, principalmente. Las cosas son finas, armoniosas, bellas. Combinan o resaltan con gracia. Son especialmente curiosas, atractivas. Creo que esto es causa, en gran medida, de que tanto mi papá como mis hermanos y yo hayamos crecido y vivido rodeados de un entorno con cierta exquisitez. Me parece que ocasionó que todos fuéramos algo vanidosos y amantes de la calidad.

Hablo con cierta frecuencia y facilidad de mis años de adolescencia y primera juventud, pero no sé si a mis interlocutores o a mis lectores les queda claro el verdadero impacto, la dimensión que tuvo en mi vida la vivencia de esos años. Yo fui una adolescente masculina. Yo negué mi feminidad y, en gran medida, mi belleza (en todos los sentidos). Yo me negué a mí misma.

Mis papás son gente muy atractiva. Mi papá era muy masculino, alegre, seguro de sí mismo, vestía con buen gusto y tenía una gran presencia, una brillante sonrisa. Mi mamá, blanca y más o menos chaparrita (para su desgracia, ahora descubro), es de unos ojos grandes y verdes muy expresivos, de boquita linda y de curvas peligrosas. Mis hermanos, delgados ambos y más altos que yo, muy atractivos desde los 17, 18 años. Y la triste verdad es que yo crecí acomplejada.

No fue culpa de nadie. Creo que ni mía. No sé si se pueda culpar a los niños o a los adolescentes por ser víctimas de una falta de sabiduría, de madurez, de estabilidad emocional o de amor propio. Así pues, rodeada de cosas bellas y ordenadas y de gente guapa y atractiva, yo, bajita, regordeta, despeinada, con lentes gruesos, braquets, espinillas y vellos por todos lados, me sentía más bien repulsiva. Por eso me escondí bajo códigos de vestimenta y comportamiento que eran masculinos. Me parecía que yo no era digna de lo bonito. Creía que mi fealdad afearía todo lo bello. Mi simple anatomía arruinaría ropas, maquillajes, aretes, zapatos...

Quizás lo más duro de ese tiempo fueron mi frustración, mi desprecio hacia mi cuerpo (porque yo en realidad me sentía lista y simpática, con chispa) y sobre todo, el teatro que tuve que montar para engañar a los demás y procurar que no se dieran cuenta, que no pudieran ver que había una niña, rosa y cursi y triste, abajo de esa adolescente vestida de pantalones flojos, camisetas de varón e incluso bóxers por ropa interior. El teatro de la masculinidad. Porque lo cierto es que nunca fue genuino. Yo siempre quise usar falditas, perfumes y tacones, pero estaba muerta de miedo, muerta de autorechazo. Me hubiera encantado ser linda, ser delicada, ser gustada. Pero como me parecía inaudito, imposible, cerré toda posibilidad. Si ya era fea y repulsiva, lo sería al 100%.

Por eso, cuando crecí y llegaron tantos cambios (adelgacé, aprendí a entender y convivir con mi cabello, usé pupilentes, tuve dientes sin aparato, cara limpia y me hice depilaciones por muchos rincones de mi cuerpo), me adentré en un período de euforia conmigo misma. Y cuando digo "crecí", estoy hablando del 2011 para acá. Tres años. Por primera vez en mi vida me sentí hermosa a los 23 años, y aún no se acaba la racha de belleza ni la de alegría existencial. Y aquí es cuando llega el apego.

Quisiera tener, ya y de una vez por todas, todos los vestidos, las faldas, las blusas, la ropa interior, las sandalias, los zapatos, las botas y los lápices labiales que no había podido usar nunca antes. Quisiera ser linda y refinada todos los días. Por fin me siento integrada con la belleza de mi familia y de mi casa familiar, y lo quiero explotar al máximo. Soy tan guapa como mi hermana y mi mamá. Soy tan llamativa como mi hermano. Tengo tanta presencia como mi papá.

Desde pequeña, cuando salgo a comprar cualquier objeto que quiero o necesito, termino siempre atraída hacia los de mayor precio. Una constante que lamentaron mis papás y ahora mi marido. Y es que lo realmente triste es que, en efecto, son cosas buenas y bonitas, pero no baratas. Entonces se está ante una disyuntiva: o se gasta el dinero con cierta nostalgia de verlo partir en grandes cantidades, o se despide uno del objeto con cierta nostalgia de verlo partir. Siempre hay una despedida y una nostalgia, nada más tiene que optarse por cuál.

No obstante, esto que acabo de escribir es falso, y ése es el punto de este texto. Despedirse de las faldas, los zapatos, los labiales y las bolsas no tiene por qué representar un acto de nostalgia. La verdad es que en esta etapa en la que me encuentro, tengo que y quiero aprender a dejar de desear posesiones materiales con tanta vehemencia. Quiero sentirme chula con lo que ya tengo, y dejar de vivir como si hoy fuera el último día para mi vanidad. En realidad, lo que realmente me gustaría, es dejar de prestarle tanta atención a mi físico y, sabiéndome linda, poder concentrarme en vivir el mundo, espiritual y emocionalmente, como si fuera el último. No quiero que el fantasma de mi fealdad de otrora se vuelva la cruz que me convierta en consumista o en adicta a las compras. ¡Sólo quiero ser feliz!

jueves, 27 de noviembre de 2014

Ventana abierta de jueves

Ya lo he dicho varias veces antes: tengo una alergia psicológica que me produce estornudos, secreción nasal y, en casos complicados, comezón en la garganta y tos. Ésto, únicamente cuando una idea que me provoca miedo, estrés o nervios se apodera de mi cerebro, de mi horizonte.

Desde anoche estoy estornudando generosamente. En este momento, mientras escribo esto, estoy sorbiendo mis mocos (1. no quiero interrumpir la escritura para levantarme al baño por papel para sonarme y 2. me he sonado tanto en las últimas horas que ya me duele la nariz). Sin embargo, no se ha puesto tan mal como otras veces.

Me provoca frustración y desesperación no encontrar relativamente pronto la razón de mi alergia, el detonante. Desde anoche lo he estado pensando y no doy pie con bola. Lo que sí puedo decir es que he estado pensando una y otra vez, casi obsesivamente, en mi atuendo para la boda de una de mis mejores amigas.

Dicha boda fungirá como una especie de reencuentro para los que fuimos a la misma preparatoria. Una especie de posada, una fiesta de graduados. Somos tantos los invitados y tan queridos los novios, que los gustosos y afortunados que iremos nos toparemos con muchos otros. Además, la misa será en una iglesia de mucho abolengo y la fiesta, en un casino costoso y bonito; quizás el más exclusivo de la ciudad.

Para dicha ocasión, yo había ideado originalmente llevar un vestido largo, amarillo, elegante, con accesorios dorados. La realidad es que el vestido ya quedó en el plano de las fantasías incumplidas y mis posibilidades actuales sólo me permiten conseguir, comprado o prestado, un vestido económico y fácil de encontrar: no tengo tiempo ni dinero para invertir en él.

Ayer me probé muchos (demasiados) vestidos y pasaron a las semifinales dos negros, entallados, cortos. El que más me gusta, por supuesto, es de algodón, y aunque quizás es menos elegante, ciertamente es más cómodo, además de sencillo, lo que permite agregarle accesorios que lo vuelvan más versátil.

Probablemente esto que escribo, este dilema tan mundano e insignificante, poco les importa, pero este texto superficial y conflictuado es lo que puedo ofrecerles el día de hoy, un jueves cualquiera. La verdad es que estoy atorada ante la idea de vestirme con ropas que no son especialmente elegantes (a pesar de que el evento es tan importante y las personas que se casan también lo son para mi corazón, y ella es precisamente muy elegante y en mi boda estuvo lindísima), atorada ante la idea de que mis antiguos compañeros de escuela no podrán verme en mi máximo esplendor, atorada en minucias como qué accesorios, qué peinado, qué zapatos, qué bolsa, qué color de labios, qué color de uñas...

No les voy a mentir. Les prometí que nunca haría eso. Hoy sufro apego. Hoy sufro de la incapacidad de desapegarme, a pesar de reconocer mi atadura a esto tan vano. A quienes se asomen a esta ventana mía que abro el día de hoy, me verán un poco agria, con gesto como de llanto, encogidos los hombros, un poco derrotada la moral...

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Habitar

Habitar es una de esas palabras planas. Si fuera una muchacha, sería de esas que no tienen ni pechos ni nalgas. No hay mucho de dónde agarrarla ni gran entusiasmo al pensar en ella. Se va fácil. No deja mucho rastro tras de sí. Sería un vocablo gris si no fuera por su significado.

Según la Real Academia Española de la lengua, habitar es vivir, morar. Ciertamente, habitar un lugar es hacer la vida propia ahí. De algún modo, es entregar el alma y proveer de espíritu al sitio que nos acoge. Un lugar sólo se vuelve habitable cuando se puede vivir en él. De ahí que sus antónimos sean palabras como inhóspito, hostil.

Sólo se deja de habitar en una casa o una ciudad. cuando nos vamos de ahí. Por muerte, por destierro, por exilio, por huir, por cambiar. ¿Guardarán relación "habitar" y "hábito"? Los lugares que habitamos son testigos y contenedores de nuestros hábitos, ciertamente. Vamos dejando en ellos una huella sutil de nuestra existencia.

"Ha" llega como una simple "a", que se esfuma en un segundo, para dar paso a otra sílaba igual de efímera y de anodina: "bi". Juntos, los primeros dos tercios de la palabra forman una nube, casi etérea y diminuta, que se escapa de la boca sin ninguna dificultad y pronto queda en el pasado: "habi": ningún sobresalto o sorpresa, dificultad o traba. La parte con mayor personalidad viene al último, para rematar, para compensar, para resarcir el daño de los primeros dos invitados, unos aguafiestas. "Tar". La "T" es la que lo hace todo. Aunque la "r" al final también contribuye al aderezo. La "T" se atora en la boca: la lengua se encarga de acariciar al paladar, de seducirlo. Y la última letra, en una timidez coqueta, se retrae y busca un refugio discreto en la oscura y húmeda cavidad bucal.

Quizás, en conjunto, la palabra sea de un rosa pálido. Como una adolescente que aún no tiene mucha gracia pero sí un poco de potencial, una chispa apenas visible.

martes, 25 de noviembre de 2014

Venecia

Uno piensa en Venecia y se imagina las góndolas y a sus gondoleros, vestido con camisa a rayas negras y blancas. Uno ve el agua de los canales, a mujeres y hombres guapos, pasta, pizza, café, moda, fiestas, glamour y, cómo no, la Basílica de San Marcos.

Pero no vengo yo a hablarles de nada de esto. Estas letras están aquí porque les he pedido que cuenten cómo fue mi experiencia en Venecia. La vivencia real, no la postal de recuerdo.

Mis papás, mi hermano y yo fuimos a parar en Venecia en verano de 2004. Hicimos un viaje por varias ciudades de algunos países del occidente de Europa, y entre otras locaciones míticas de Italia, Venecia tuvo la suerte de contar con nuestra presencia.

Aunque no fuera tan común como ahora, el intrépido y siempre innovador de mi padre reservaba anticipadamente los hoteles y hostales a través de Internet. Así, cuando llegábamos al lugar en cuestión, ya teníamos una cama asegurada (a excepción de París, que no recuerdo exactamente qué pasó, pero no sólo nos perdimos buscando el hotel sino que cuando llegamos a él, nos negaron la entrada y tuvimos que buscar otro sitio ya entrada la noche).

En Venecia, lo que nos encontramos al seguir las direcciones para llegar a nuestro hospedaje que El Patriarca había impreso, fue nada menos que una gran sorpresa. La política imperante para escoger dónde sí y dónde no pernoctar era el precio. No estábamos en posibilidades de pagar grandes cantidades y con tal de conocer Europa, nos adecuábamos a lo que fuera. Sin embargo, lo que Venecia trajo consigo no era "lo que fuera".

Llegamos de noche y no nos quedaba muy claro dónde nos encontrábamos. Sin duda, aquello no era un hotel o un hostal. Habíamos arribado, ni más ni menos, que a un campamento. Un gran espacio de tierra lleno de casas de campaña y casas rodantes, pequeñas cabañas, un área de comida y hasta una especie de discoteque hippie.

Los vecinos eran en su mayoría jóvenes con rastas, poca ropa y sonrisotas en la cara. Algunos descalzos, otros sin bañarse. Yo, a mis casi dieciséis años, sentí una mezcla de rubor indescriptible y de emoción contenida. Había llegado al paraíso, pero con braquets, unos kilos de más, una melena rizada autónoma y unos papás sobreprotectores. Es decir, una ñoña con corazón cool acababa de sumarse a una pseudo comuna en compañía de sus papis. Chafa.

Mi hermano y yo, alguna de aquellas noches que estuvimos hospedados en aquel campamento, nos fuimos a la discoteca local a tomar cerveza (que yo a esa edad odiaba pero fingía que me gustaba) y a "bailar", "pasarla bien". En realidad, yo me sentía asombrada de estar en ese lugar con gente mayor que yo y más bien me la pasaba viendo a mi alrededor, observando ñoñamente el comportamiento de los demás. Mi hermano, buena onda, me tenía paciencia y él también, seguramente, zorreaba a las chicas europeas de moral relajada.

En la cafetería que allí había cenamos una noche pizza, los cuatro. Hay una foto, en algún disco duro o algún disco compacto, que me muestra a mí sonriente y cachetona. No sé quién la tomó, si mi papá o mi hermano. No la he vuelto a ver desde hace muchos años. Hay fotos, también, de nosotros cuatro posando frente a la Basílica. Mi mamá la conserva en un buró. Yo traigo una blusa negra, jeans y una actitud que intenta sobre compensar las inseguridades propias de mi edad de entonces.

Hay una pequeño fragmento en la película "Into the wild" que filmaron en un campamento como el que menciono. Ahí, el protagonista conoce a una chica que canta y toca la guitarra y que eventualmente se enamora de él. El lugar es muy parecido al de mi historia, pero la diferencia entre Kristen Stewart y quien esto escribe es más bien abismal.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Carta abierta a todos aquellos que hayan visto alguna película conmigo

Las películas son historias. No es sólo entretenimiento o una evasión de la realidad o un boleto caro para entrar al cine o una forma de matar el tiempo el domingo. Son vidas de otros que nos tocan ser vividas y experimentadas a nosotros también. Es un viaje a través del espacio y/o del tiempo. Es habitar la mente y el corazón de otros temporalmente.

He vivido miles de vidas. Desde la infancia, con la compañía de personas que no recuerdo exactamente (mis hermanos y padres, seguramente) hasta el día de hoy, con mi marido por lo regular, pero pasando por los años en España, en que fui al cine en cantidades industriales, acompañada únicamente por mis guantes, mi abrigo y mi bolsa de mano, en la que guardaba una botella de agua, un libro, un cuaderno para escribir reflexiones sobre lo que leía en el libro, la cartera, las llaves y un celular no inteligente que me duró cerca de seis años; o también por mis semestres universitarios, en que disfruté y conocí a decenas de directores, fotógrafos, músicos y largometrajes gracias a un novio apasionado del séptimo arte; o una vez graduada y semi desempleada, en que en compañía de otro novio me senté frente a la pantalla a sufrir, llorar y pensar.

No todas las historias han sido tan buenas, por supuesto. Algunas han sido de plano decepcionantes, otras simplemente malas y otras, raras o aburridas. Sin embargo, puedo decir que de la mayoría he salido como una Sara distinta. Cada película ha sido una muerte y una resurrección a pequeña escala, en que mi alma ha renacido, como creen los budistas, más madura, más completa, más consciente. Los personajes, las situaciones, los dolores y los amores me han abierto el pecho y la cabeza. Me han estirado, expandido. Me han hecho más quien soy.

Por lo tanto, la gente que se ha unido a mí a esa aventura de la fotografía en movimiento es de forma irremediable mi cómplice y mi testigo. Han vivido y muerto junto conmigo esas historias. Así, pues, han quedado en mi alma como un gran recuerdo; del mismo modo en que un compañero de viaje permanece en nuestra memoria.

Algunas de esas compañías han sido más o menos un fracaso. Recuerdo haber recibido burlas por llorar, o recibir reproches por guardar silencio una vez acabas las cintas. Pero también están vivas en mi mente algunas comuniones experimentadas en las salas de cine o en las salas de una casa o un departamento. Lágrimas derramadas a cuatro ojos por historias de migrantes, de judíos, de corazones desolados. Risas compartidas por bromas estúpidas o por un humor exquisito.

No se diga las pláticas que se suceden al finalizar los créditos. Han habido algunas largas, fecundas, riquísimas. Han habido también silencios que se intercambian a modo de conversación, cuando se sabe que el otro está sumido en una reflexión tan intensa como la de uno mismo. Algunas películas incluso se han prestado a la algarabía, cuando los asistentes somos un grupo de amigos que tenemos todo que comentar al respecto de lo que vimos.

Creo que lo que realmente quiero decir en esta misiva es Gracias. Gracias por haber experimentado conmigo, donde quiera que haya sido y donde quiera que se encuentren ahora, vidas que me han hecho quien soy. Gracias porque ustedes, acompañantes, son el ancla a este mundo que permite que la intensidad de mis recuerdos y mis reflexiones permanezca aterrizada. Como he dicho, ustedes son los testigos de que yo viví, sufrí, gocé y di por terminadas aquellas imágenes, sonidos, tramas, movimientos, colores, efectos especiales, gesticulaciones, montajes... Gracias por haberse unido a travesías en tren, en barco, en submarino, en avión y avioneta, en camionetas y en bici, en naves espaciales, a pie, en todos los continentes, en cualquier mar y en el cielo, en todos los siglos pasados y en los futuros. Gracias por haber sido co-protagonistas en mis vidas pasadas.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Crónica de un corazón roto

He guardado absoluto silencio respecto a la situación política actual de México, mi país. Nada he dicho sobre Ayotzinapa y sus estudiantes desaparecidos. Nada sobre la primera dama y su casa blanca. Ni un tweet. Ni una publicación en Facebook. No he compartido memes, vines o artículos. Sólo una propuesta sobre cómo construir comunidad en un país con una clase política en ruinas, y una broma sobre el pestañeo excesivo en el video de la llamada Gaviota. Pero sólo silencio ha salido de mi pecho.

Mucho se dice y mucho se oye sobre cómo la vida se va encargando de propinar decepciones, de romper ilusiones, de destrozar sueños. Es común que los adultos quieran prolongar su juventud lo más que puedan. Ya sea la belleza, la energía, la salud, las fiestas, los amigos, los hábitos, la actitud. Nadie se quiere despedir de aquella juventud rebelde, liviana, alegre.

Yo aún soy joven, es cierto. Es más, hasta agosto de este año todavía conservaba la edad que está incluida en algunos organismos internacionales como propia de la adolescencia. Pero a pesar de ello, mi corazón revolucionario e idealista está quebrado en pedazos. Hace algún tiempo abandoné el hábito de leer periódicos porque sólo conseguía deprimirme. Me disgusta hablar de política porque sólo son quejas y porque es poca la gente leída en Historia y Ciencias Políticas que tenga argumentos y opiniones de peso y de valor. Dudo de la efectividad de las manifestaciones pacíficas y de las marchas.

La desnuda verdad, la médula de este texto, es que he caído en una profunda y oscura desesperanza política. Ya no creo en el cambio. No creo en los líderes honestos. No creo en las estructuras sociales ni en el poder mismo. No creo en la organización eficaz y duradera de los hombres. Sólo creo en un mundo que está más o menos a la deriva y que ha perdido, en pos de la relatividad, el asidero de la verdad. Sólo creo en una anarquía amorosa, difícil de conseguir.

Quizá el modo en que consigo no caer en la depresión en mi vida cotidiana es que no me he quedado de brazos cruzados ante esa realidad, o ante mi percepción de la realidad. Lo que hago, continuamente, es intentar generar amor y compartirlo, contagiarlo. Pero no sólo eso. Tengo muy clara mi vocación social, y a través del arte y de la espiritualidad formo y continuaré formando mi trinchera de batalla. Quiero construir un grupo, un movimiento, un espacio donde el amor propio y la paz mental sean la principal iniciativa política.

Estoy en absoluto desacuerdo con las decisiones y prácticamente con la existencia misma de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de esta nación mexicana. Estoy dolida y anonadada por el asesinato y la desaparición de un ser humano, cualquiera, y cómo no, de 43 estudiantes. Estoy indignada e iracunda por la corrupción que yace tras la construcción y compra de la casa de Paseo de las Palmas 1325. Y estoy resentida, aún, por el trato a los indígenas del EZLN, por los profesores de la APPO, por Atenco, por la muerte de los bebés de la guardería ABC, por la matanza de Tlatelolco, por los fraudes electorales, por la muerte de Colosio, por los tránsitos que viven de las mordidas, por los salarios de los diputados, por las prestaciones de los ex presidentes, por los beneficios a las grandes empresas, por la falta de cumplimiento al derecho a la cultura...

Es un resentimiento de lustros, podrido, dirigido no sólo a la clase política sino a la sociedad entera, que en su ignorancia y su pereza optan por la comodidad y no sólo no cambian las cosas, sino que no se cambian a sí mismos. Aquí les dejo, pues, mi dolor amargo, mis palabras rabiosas, mis recuerdos de la indiferencia. Y la promesa de seguir en pie de batalla en lo que he decidido será mi campo: el amor y la espiritualidad. No me aferro a nada más.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Olor a éxito y cierre, despedida y tristeza

Hoy fui a mi alma mater, el ITESO, a imprimir los carteles que anuncian el evento que estoy organizando y que es el resultado y la cosecha del esfuerzo que he hecho durante dos años de maestría. Recibí apoyo de mi hermano-en-la-vida Ángel, felicitaciones de antiguos jefes y profesores, motivación de conocidos, sugerencias de expertos y una invitación para dar una charla en la clase de una mujer y maestra que conozco y estimo.

Ahí llegó el olor a triunfo, a título de maestría en la mano, a logro, a conquista. He podido sacar adelante las decenas de viajes que he hecho entre mi ciudad natal, mi ciudad de estudio y mi ciudad de residencia; la soledad, la angustia y la frustración propias del trabajo de investigación; la muerte de mi padre; la consolidación de mi nueva familia; las enfermedades y debilidades propias del estrés; el insomnio; los episodios de depresión más o menos leves; los tres cambios de tema de investigación; las fechas de entrega; la incertidumbre; la organización de entrevistas y el manejo de la información...

Significa mucho para mí ver por fin la luz al final del túnel. Saber que he podido y que podré, no sólo terminar la tesis, el proyecto ejecutivo, el examen profesional y la maestría misma, sino lo que se me vaya presentando en el camino. Y entonces llegó la fragancia del cierre. Saber que ya no veré a los compañeros que han estado a mi lado o en mi cercanía por 24 meses. Pensar que ya no tendré razón o excusa para viajar a Guadalajara y ver películas de arte, salir con mis amigos, platicar con mi tía y con mi prima y con mi sobrina. Darme cuenta que la tentación de comprar ropa bonita en tiendas bonitas desaparecerá junto con ellas.

Y ahí hizo acto de presencia el aroma de la despedida. Quizás no adiós, pero tampoco hasta pronto. Un hasta luego (en ocasiones, un hasta quién sabe cuándo) a gente que atesoro en el corazón (Ángel, Emicel, Dora, Bernardo, Gabriel, Irazú, Alan, Julia, Paty, Lizzy, Antonieta, Ana Claudia, Daniela, Iñaki, Zelik...). Hasta luego, ciudad de grandes avenidas y grandes árboles, grandes cielos, grandes museos, grandes cansancios y angustias pero sobre todo, grandes recuerdos. Hasta luego, Tren Ligero. Hasta luego, Macrobús. Hasta luego, PreTren. Hasta luego, taxistas coquetos e inoportunos. Hasta luego, acoso sexual en las calles. Hasta luego, ITESO. Hasta luego, UDG.

Por último, llegó la esencia a tristeza. Una nostalgia súbita se apoderó de mí al plantearme una distancia e incluso una lejanía respecto de mi gente, mis lugares, mis memorias, mis espacios y mis hábitos en la perla tapatía. Me dan, qué sorpresa, unas ganas inmediatas de llorar. Unas lágrimas que sean lazos y promesas. Quiero seguir presente. Quiero que me acompañen siempre. Quiero visitar, alimentar, refrescar y renovar mis relaciones y mis recuerdos con esta ciudad y la gente y los sitios que en ella se quedan.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Mi acervo fílmico

Es innegable: de pequeña vi películas que no estaban destinadas para un público de mi edad o de mi criterio. ¿Cómo lo sé? Porque constantemente (no tan frecuente como para sentirme traumatizada o acosada, pero sí lo suficiente como para mantenerlas frescas) me llegan imágenes de largometrajes que se cruzaron en mi infante vida y que me parecen muy impactantes.

Algunas de esas películas están ahora borrosas, o no me acuerdo mucho de ellas, y otras están claras e incluso puedo decir que fueron fundamentales para construir mi sensibilidad y mi estar en el mundo.

Como ejemplos de algunas escenas difusas en mi cabeza puedo mencionar a un sacerdote pedófilo que ponía a un niño y a una niña frente a él, que estaba sentado en un trono, en posiciones sexuales (colores oscuros, en inglés); y a una película europea que hablaba de una familia de cinco: tres niños y los padres, que atravesaban una situación económica dificilísima; un día, el padre y la madre salen a buscar trabajo y lo encuentran, pero en su ausencia, el niño mayor ha decidido hacerles un "favor" a sus papás: cuelga a sus hermanos menores y se suicida junto con ellos, en la recámara; también recuerdo vagamente a una adolescente en el sur polvoriento de Estados Unidos que es secuestrada y violada al lado de una carretera.

Otras que tengo más claras son las de Bailando en la oscuridad, protagonizada por Bjork y dirigida por Lars Von Trier, que es un musical oscuro y deprimente que habla sobre la ceguera de una madre soltera; y Claroscuro, la historia de vida de un pianista talentosísimo que va perdiendo la cordura. La primera la vi a los 12 años; la segunda a los ocho.

Mi marido hace bromas al respecto, y se pregunta sobre la decisión de mis padres de exponerme a ciertos temas. Yo, desde sus bromas, efectivamente me he planteado cómo fue que vi toda esa cinematografía. La única película que recuerdo que me hayan prohibido ver fue la de "Y tu mamá también", de Alfonso Cuarón. De todos modos la vi, eventualmente. (Magnífica, por cierto, sobre todo en su sentido antropológico.) Sería que aquello de los tríos les habrá impactado más que la pederastia, las violaciones y los suicidios infantiles. Sería que yo fui muy obstinada en mis elecciones, o muy madura en mis reacciones.

No me arrepiento ni reprocho ni recomiendo absolutamente nada. Mi cabeza es un lugar muy fértil y a veces es intenso y angustiante. Tengo un corazón propenso a la generosidad, la compasión y la paciencia. Mi literatura no está poblada de personajes malévolos o de tragedias insalvables (creo). Lo que sí puedo decir es que no me asusto ni me sorprendo fácilmente, y que aún hoy en día, lloro fácilmente en las salas de cine y en el sillón frente a la televisión de mi casa. Si acaso, tengo una gran empatía en el dolor y una gran sensibilidad hacia los problemas sociales. No sé si yo le permitiría a mis hijos ver películas de drama como las que yo vi. Quizás ellos me lo harán saber. Quizás yo se lo hice saber a mis papás.

martes, 18 de noviembre de 2014

Esperanza suicida

El fraccionamiento en el que se encuentra mi casa está apenas en desarrollo. Aún persisten, por todos lados, lotes baldíos. La calle en la que vivo está desierta. Sólo hay construcciones en venta, en renta y terrenos poblados por maleza. El vecino de al lado acaba de abandonarnos por irse a perseguir un empleo en otro punto de la geografía planetaria. Los únicos dos seres humanos que pueblan nuestra cuadra son un enfermo de cáncer y su esposa. Figuras fantasmales, casi.

Sin embargo, mi corazón albergaba una insegura esperanza hasta hace poco. En la casa en la que desemboca nuestra calle habita un perro pequeño y blanco, despeinado y sucio, como Brigitte, la french poodle que me acompañó de los cinco a los 19 años. Pero la razón por la que mi esperanza era trémula es que el animal en cuestión tiene tendencias suicidas. Se le podía ver indeciso, asomado a uno de los balcones de su hogar, con el cuerpo de fuera prácticamente por completo. Así fue como llegó a mi vida.

No sería la primera vez que me encariño con un espíritu atormentado y de dudosa vitalidad. Y a pesar del sufrimiento que implica no poder sanar sus corazones en tinieblas con la luz de mi amor, decidí darle una oportunidad al can en cuestión. Creí que en su pequeña y enmarañada anatomía residía la clave del éxito. Pensé, pues, que su presencia era sinónimo de compañía en esta manzana desolada que habitamos mi familia y yo. Tan lejos fue mi alegría y mi afecto que llegué al punto de dedicarle una canción en la lengua universalmente comprendida, para que todos conocieran y tararearan el rap del Suicidal Dog.

Sin embargo, la oscuridad ha poblado mi vida desde hace algunas horas, en que la sospecha de que la mascota ha tomado su última decisión se ha ido fortaleciendo. Temo creer que por fin ha saltado al vacío. Ya son dos o tres semanas en que no lo veo en el balcón de sus horas desasosegadas. Y mi imaginación me lleva a plantearme lo peor. Ha muerto. O tal vez ha huido, en busca de su felicidad. O, quizás, se ha reconciliado con la vida.

¡¿Pero cómo?!, digo yo, ¡¿cómo?! En el silencio y la quietud de lo que pareciera un exilio, me pregunto obstinadamente sobre el destino canino de aquel ser en quien deposité mis ilusiones. ¿Será que estamos decididamente solos, abandonados a nuestra suerte, los habitantes de esta casa? Ampáranos, perro suicida, ya sea desde la profundidad infernal de tu pecado o desde la altura divina de tu inocencia.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Ritual de amor materno

Hay algo de antediluviano en los recuerdos que guardo de mi mamá peinándome por las noches, antes de dormir. Anoche, inesperadamente, llegaron a mí. Me senté a la orilla de la cama porque mi esposo me iba a hacer un masaje con un aparatejo que compramos recientemente. Y de pronto, para mi sorpresa, volví a tener seis o siete años y a estar sentada en el borde de la cama de mis papás, con mi cabello larguísimo y las manos suaves y gorditas de mi mamá arreglándolo, como una gata que lame a sus críos.

He mencionado anteriormente que de niña no me gustaba bañarme. Y cuando efectivamente sucedía la ducha, solía ser en esas horas de luz ambigua entre que la tarde muere y la noche se instala. Y poco después llegaba la hora de dormir, así que mi madre resolvió secarme el pelo con una secadora y cepillarlo cien veces antes de acostarme en mi recámara.

No podía haberme dejado el cabello mojado o húmedo siquiera, porque mi mamá creía que se me podía maltratar mi melena o, peor, que yo me podía resfriar. Ciertamente, nunca me he acostumbrado a dormir con el pelo húmedo. Sobre todo porque desde la universidad me acostumbré a bañarme por las mañanas, justo después de despertar, para marcar una diferencia entre la hora nocturna y la diurna, para oxigenarme el cerebro y limpiarme de la pereza. Y si añadimos a esto que el tamaño de mis rizos era de menos de diez centímetros, se comprenderá que prácticamente desconozco la experiencia de dormir con la cabeza empapada.

Pero este no es un texto sobre mis hábitos o sobre la mejor forma de encontrar la comodidad en las noches. Estos son apenas unos apuntes someros que tratan de expresar entre líneas el amor inmenso que recibí en mi infancia por parte de mi mamá, y el amor inmenso que despertó en mí hacia ella y hacia el mundo entero, creo.

Regularmente estaba muy cansada ya a esas horas, y me parece recordar que a esa edad los regaderazos me cansaban más de lo que en ahora, en mi vida adulta, me vigorizan. Así que como un fantasma dócil, arropada en mi pijama me subía a la cama de mis papás, del lado en que dormía mi papá, el que está más cerca del baño, y me entregaba a las decisiones y modos de quien me trajo al mundo. A menudo me quedaba dormida en ese quehacer.

Me arrullaban la oscuridad del cielo, el zumbido de la secadora esforzándose por desterrar el agua de la selva capilar de mi cabeza y el recorrido uniforme del cepillo desplazándose a través de los caminos sinuosos que son las mechas de mi pelo. Aunque también es cierto que frecuentemente me despertaban e incluso me hacían llorar los nudos que, protestando en abierta anarquía, impedían el paso del civilizador cepillo y éste, como cualquier misionero que busca traer el progreso, se empeñaba en abrirse paso y domar a los rebeldes. "¡Ya, mami!", gritaba la niña Sarita, víctima de la herencia de tirabuzones que padres y abuelos se habían encargado de dejarle. Y de los sutiles ruiditos nocturnos emergía un sonido dulce y lleno de misericordia y vida, como una miel ambarina de calidad extraordinaria. La voz de mamá cargada de consuelo.

Por otro lado, el afán por conseguir para mí una melena hermosa con el ritual de un centenar de cepillazos me llena, a mis 26 años, de ternura y gratitud. Hoy en día difícilmente me cepillo el cabello. Cuatro, cinco veces después de bañarme y deshacerme los nudos con mis manos convertidas en garras recubiertas de acondicionador. No he vuelto a conseguir esa textura suave y ondulada, amaestrada. Ahora es inequívocamente una cabellera china, suave, pero desorientada en su energía.

Creo que finalmente se reduce a la amabilísima sensación de estar en un contexto no sólo inofensivo, sino rodeado de cariño, de bienestar. Soltar el cuerpo y el alma en una piscina rellena de amor incondicional. Ahora que me adentro en ese recuerdo es como si la habitación principal de la casa en la que crecí fuera un rincón de magia y seguridad. Y tras abandonar ese rincón, me iba peinada, bonita, seca, a entregarme a otros brazos amorosos: los de Morfeo.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Bloqueo mundano

Mi sentido del gusto está atrofiado. No sé cómo pasó, ni desde cuándo es así, o si acaso es algo hereditario. Pero desde que tengo uso de la razón y de la memoria todo me gusta. Bueno, es una exageración, pero es muy cierto que casi toda la comida que se cuela entre mis labios me parece rica, y que pocas veces detecto si algo está echado a perder, por ejemplo.

Una gran ventaja de esto es que soy una comensal muy agradable y halagüeña. La mayoría de los platillos que se me sirven me parecen muy disfrutables, y algunos de plano entran en la categoría de excitantes. Y aunque me esfuerzo por detectar y apreciar texturas, colores y sabores, pocas veces puedo acertar con los ingredientes que contiene mi comida. Bueno, también contribuye a esto que soy poco analítica con las cosas que me procuran placer. Me doy la satisfacción de simplemente gozarlas. Y como no soy chef ni una gran conocedora de la cocina (razón también por la que ignoro muchas especias y técnicas), tampoco tengo mucho interés en desentrañar los secretos de una buena mesa.

Por el otro lado, la cara negativa de este aspecto de mi cuerpo es que me pierdo de algunos sutiles pero fascinantes detalles en mi paladar. "¿Detectas la vainilla?", me pregunta mi acompañante. "¿Les gustó más la hamburguesa al carbón?", inquiere el señor. Dependiendo del contexto, contesto un llano y desvergonzado "no" o un "mmm... sí" políticamente correcto.

No me molesta tanto esta situación porque a mi papá le pasaba lo mismo y ahora en mi vida prácticamente todo lo que me recuerde a él me gusta. Además, es muy agradable ser poco exigente en la vida. Vamos, con algunas cosas, por lo menos. Soy muy exigente conmigo misma, con el cumplimiento de mis sueños, con la realización de mis obligaciones, pero con otras cosas que califico de mundanas o poco significativas, me relajo y simplemente las gozo. También se suma a esto que trato de ver el mundo desde una perspectiva amable, lo cual se traduce en mayores niveles de felicidad y buena actitud.

Así que bueno, me gustaría invitar a todo aquel que lea este texto a:
1) Invitarme a comer y comprobar lo anterior
2) Pretender que les pasa lo mismo y disfrutar ampliamente sus sagrados alimentos
3) Comentarme algo al respecto de este texto, porque su silencio ya me está entristeciendo

jueves, 13 de noviembre de 2014

El misterio de los baños

Los baños son como un pedazo de otro mundo anexo a nuestro espacio doméstico. No se parecen a ninguna otra área de la casa. Son una discontinuidad disfrazada de unidad. Pretenden estar integradas al conjunto de la residencia, pero en realidad son territorios extranjeros, inhóspitos.

La socialización y la convivencia están censuradas en dicho lugar. Está mal visto compartir esos metros cuadrados con otra criatura, ya sea humana o no. Sólo las plantas, quizás por quietas y discretas, tienen el privilegio de poder permanecer junto con una persona en ese sitio alienígena.

El clima dentro de un baño es distinto al resto de la casa. Ir hacia allá es como un viaje hacia la montaña cercana a la ciudad. Es una aventura. No es un paseo cualquiera: es una muestra de coraje, una expresión de decisión y valentía. Estar ahí adentro es entregarse a un frío ambiguo o a un calor de selva y playa virgen. Se suda, por cualquiera de las dos razones y, también, por supuesto, por los retos propios de la actividad.

Los pisos y las paredes están compuestos de un material extraordinario. No es como el resto de la construcción. Es un espacio excepcional. No se sabe a ciencia cierta por qué, pero se requiere, se sabe que los baños tendrán una piel distinta, una textura inaprehensible, incomprensible.

Los espejos de los baños nos miran con recelo. Saben de nuestros secretos recientes, de nuestros olores, nuestros gemidos, nuestros colores y texturas. Nos conocen a profundidad, con intimidad, y nos miran, por lo tanto, con cuidado y con reproche.

Los baños son como un pedazo de otro mundo anexo a nuestro espacio doméstico. No se parecen a ninguna otra área de la casa. Son una discontinuidad disfrazada de unidad. Pretenden estar integradas al conjunto de la residencia, pero en realidad son territorios extranjeros, inhóspitos.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Algunos apuntes sobre la curiosidad

La curiosidad parece ser el punto donde se conectan lo mejor de nuestro intelecto y de nuestro espíritu (algunas religiones orientales creen que estos componentes, separados por la filosofía griega, son en realidad uno solo, y así lo expresa su lenguaje, en el que una sola palabra engloba ambos conceptos).

Ella permite a la mente indagar más sobre algo, pero la condición que requiere es que haya interés, apasionamiento. O sea, cuando al alma hay algo que le llama, acude entregada también con su componente intelectual. Una gran inteligencia desapasionada sólo puede convertirse en neurosis o en aburrimiento. Raras veces podemos comprometernos intelectualmente con un tema y su experimentación cuando el corazón no se siente compelido, atraído, llamado. Debe haber algo que nos seduzca irremediablemente.

La curiosidad es fuente de experiencia y por lo tanto de conocimiento; de ciencia; de arte; de relaciones interpersonales. Es fecunda. Vuelve fértil la unión entre un gran corazón y una gran mente, puesto que le asigna al primero la responsabilidad de encontrar amor, alegría, entusiasmo, dicha y exaltación en algo, y al segundo la obligación de creer, crear y crecer en el terreno de lo que escogió el primero, el líder.

Hace tiempo, creo que en el libro titulado Non Olet, leí "dime qué te llama la atención y te diré quién eres". De por sí, cada vez que leo frases compuestas de esta clásica fórmula me detengo un momento para preguntarme qué de cierto hay en ellas. En este caso, además, venía del prestigioso pensador Rafael Sánchez Ferlosio, por lo cual mi reflexión fue aún más concienzuda.

Efectivamente, coincido con el autor cuando dice que los temas que nos atraen lo hacen sin un filtro racional. Es decir, estamos prendados a ellos como a un imán. De este modo, sin barreras u obstáculos de la cabeza, la loca de la casa, podemos seguir el curso de lo que naturalmente nos atrajo y encontrar qué de nosotros hay en ello.

Por otro lado, está la expresión "la curiosidad mató al gato" (que en un principio era "la preocupación", y el tiempo se encargó de transformarlo en curiosidad). Es cierto que en ocasiones nos sentimos empujados hacia la experimentación y el descubrimiento de vivencias o temas o áreas que pueden resultar destructivas, tóxicas. ¿Hasta qué punto se debe a a nuestro "lado oscuro", a la existencia de Tánatos dentro de nosotros?

Resulta interesantísima la definición que da la Real Academia Española de la Lengua sobre la curiosidad. Dice, primero, que es el "deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne", y en segundo lugar, "vicio que lleva a alguien a inquirir lo que no debiera importarle". De estos dos significados se desprende una censura hacia el curioso, porque está interesado en algo dictaminado como incorrecto, y porque es un vicioso.

Me pregunto de dónde viene esta castración intelectual en la RAE, que tantos tintes inquisitivos tiene. Se entiende que una iglesia o un Estado quiera vedar la curiosidad por lo que hay en ella de progresista y de subversiva, ¿pero una academia? Yo propongo ser curiosos en el trabajo, al volante, en el sexo, en la cocina... Curiosos y escépticos.

martes, 11 de noviembre de 2014

La funesta ficción de Francisco y su difunto farol

A Carolina Aranda, en cariñosa gratitud.

Francisco fungió como náufrago desde que Alfonsina fue fusilada en la frontera entre el Golfo y los brazos de Adolfo. Funesto final, el de aquella infidelidad. Fuera como fuese, Alfonsina, a pesar de su fogosidad y de sus fáciles ofrendas, era de fina faz y de afanosos sacrificios. Lo que uno calificaría como un fraude de buena fe. Fiel reflejo de esto era el infinito fervor de los favores que Francisco le ofrecía, sin tener informes sobre las fechorías que a su espalda su amada fabricaba.

Adolfo, fatalmente para la faena de esta fábula, era el fiestero más falaz: fascinaba a las féminas en las francachelas y, satisfecho, una fecha más tarde las fenecía con su falta de afecto. A Alfonsina le había faltado el olfato para identificar en la desfachatada facha de Adolfo la feroz figura de un adefesio disfrazado de afable. Indefensa, se refugió en el fulgor de un fuego falso, desinformada de los planes y artificios que Fernanda, una de las fallecidas de amor víctima de Adolfo, edificaba en su contra.

Así pues, una tarde febril y flemática, el afiebrado corazón de Fernanda La Formidable finalizó de urdir la infame planificación de la venganza de su aflicción: fusilar a Alfonsina, fatigada receptora de los besos del fecundo Adolfo. Una flecha bastó para transfigurar la flor de vida en materia fecal. Inerte la figura, firme la mirada en el firmamento. Fuerte y fácilmente triunfó la muerte.  

El alfabeto no disfrutaba de suficientes letras para significar o manifestar el conflicto que defendía dentro de sí el pecho de Francisco ante la defunción de su más firme motor: su flaca farol. El marino se había confundido en el tifón de su frenética existencia y, anclado a su firme amor, se extravió en el fuerte oleaje de su fanática fijación. El fango de la indiferencia perforaría al fantasma de Francisco.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Amargor añejo

Yo fui alumna del mismo colegio desde el primer año de primaria hasta el último de bachillerato. Éramos muchos los que nos conocíamos desde que teníamos cinco o seis años de edad. Sabíamos cómo eran nuestras personalidades, qué nos gustaba, con quién juntarnos y de quién huir. Pero claro, inevitablemente llegaban nuevos de vez en vez. Extraños que poco a poco dejaban de serlo. Algunos que siempre permanecieron como un misterio. Otros que irremediablemente echaban sombra sobre los ya existentes. 

En secundaria, en medio de la despreciable crisis que atravesaba mi cuerpo, que se desplazaba monstruosa y lentamente de la infancia a la edad adulta, llegó una nueva. Una de esas que eclipsaron a las que poblábamos los pasillos jorobadas porque nuestros pechos nos avergonzaba. Ella, en cambio, se meneaba con exageración, como una vulgar Lolita que a los 12 años ya va derramando deseo por donde pasa. Sacaba el pecho, para llamar la atención sobre aquello que en realidad nunca le maduró. 

Con chichis o sin ellas, la nueva llegó para quedarse y, sobre todo, para romper corazones. Las otras tontas que por ahí andábamos suspirábamos por atraer la atención de algunos de los chicos. Jurábamos que nosotras los trataríamos bien, que con nosotras serían felices. Aquella no juraba nada, y precisamente por eso los tenía haciendo fila afuera de su casa, con el anhelo de verla, de pasar un ratito con ella. 

Debo admitir que la chica era bastante cool. Vivía en una colonia cool, en la que tenía como vecinos a decenas de alumnos de aquel colegio arrogante y mamón en el que terminé inscrita. Sus papás eran cool y la dejaban ir a fiestas y a viajes y hasta le prestaban el carro. Yo definitivamente no era cool. De hecho, era de lo más equis. (Una vez le pregunté al chico del que estaba enamorada: ¿soy bonita? Y me contestó: eres normal.)

Pero también tengo que admitir que la odiaba. A pesar de que fuera una emoción irracional, a pesar de que ella no tenía la culpa de que yo fuera fea o gorda o tonta, a pesar de que envidia fuera lo único que alimentaba ese sentimiento, seguía odiándola. Es más, creo que la sigo odiando, y eso que no la he visto en veinte años y ahora lo menos que siento hacia ella es envidia. 

Me llegó la invitación hace unos días. Un par de compañeros entusiastas decidieron que sería una idea buenísima volver a vernos las caras después de veinte años de haber salido de la prepa. Están muy claras la fecha, la ciudad, la locación y la hora del encuentro. A mí, efectivamente, la idea se me hace buenísima. Una forma efectivísima de alimentar el morbo. La intensa estimulación del Facebook llevada a la vida real. Perfecto. 

No fue inmediatamente que pensé en ella. Fue hasta hace poco. Ayer o antier, quizás. Hace tiempo me llegó el rumor de que se implantó pechos, nalgas y botox, y que por el contrario se retiró costillas, arrugas y un poco de nariz. Cuando la vea me voy a reír y, directo a la cara, le voy a decir: ¡ay, Carmen, qué operada te has puesto con los años! 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

De aniversarios y fiesta

La fiesta no tiene que ser un grupo de gente, un cartón de cervezas y música en alto volumen. Hay fiestas de uno solo y fiestas, también, de dos. 

Hoy celebro una de esas fiestas en las que sólo hay un par de invitados: mi compañero y yo. Hoy, hace dos años, en el malecón de Puerto Vallarta, sudada, despeinada y con ropa deportiva, le dije que estaba bien, que sería su novia. 

Después de ello empezó una loca vida juntos. Y aún ahora continúa un poco la locura, pero ya tenemos más raíces y también, más alas juntos. A veces me parece un milagro todo lo que hemos conseguido, y seguir cuerdos y enamorados. 

Así pues, brindo esta noche porque mi vida de pareja se prolongue hasta la muerte. Llena de locura, de aniversarios, de retos, de aventuras, de satisfacciones y de amor, tanto amor.

martes, 4 de noviembre de 2014

El Espíritu del Bosque

Durante un tiempo, no recuerdo si fue un semestre o si fueron dos, di clases de filosofía en un seminario diocesano a jóvenes que se preparaban para el sacerdocio.

Una de las materias que me fueron asignadas fue Problemas de la realidad moderna, o algo muy parecido. Recuerdo que en una de las sesiones, los jóvenes hicieron una lista de lo que ellos creían que estaba mal en el mundo de hoy. 

Por supuesto, algunos elementos enlistados eran más bien moralinos, aunque otros eran más críticos y certeros. Mientras engrandaban la lista, uno de los estudiantes agregó algo que me llamó mucho la atención. Dijo que la sociedad se estaba alejando de Dios. 

Lo primero que sentí fue mucha resonancia con sus palabras, aunque algo había en ellas que también me hacía sentir rechazo. Sería mi prejuicio por el hecho de que quien lo decía era un joven seminarista. 

Hoy vi con mi familia la película "Princesa Mononoke", de Miyazaki. Es sumamente compleja, y por lo tanto real. En ella una líder compasiva y amorosa busca destruir al Espíritu del Bosque para poder obtener los recursos de la naturaleza que su pueblo necesita para subsistir. Un joven sensible y sabio intenta al mismo tiempo detenerla y ayudarla. 

La película es tan certera, profunda e inteligente, que me hizo comprender en un instante, años más tarde, lo que aquel alumno intentaba expresar. Alejarnos de Dios solamente puede llevarnos a la autodestrucción. Y esto es porque Dios ES amor, y en la medida en que nos distanciamos de él nos volvemos ajenos a nosotros mismos y a la vida misma. 

Dos recomendaciones tengo para los lectores de este texto: ver la película y amar.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Sueños persecutores

Llevo varios días sin poder dormir tranquilamente. Mi creencia es que no hay tal cosa como "dormir bien". Me parece un pleonasmo. O se duerme, y con ello se consigue descansar, relajar, olvidar, o bien, no se duerme en absoluto, y sufre uno de insomnio, de ansiedad, de pesadillas, de viajes al baño, etc. Dormir mal es dizque dormir. Hacer como que duermes. Pretender. Es una ilusión, una fantasía. Una especie de mentira.

El domingo por la mañana salí de ducharme a una hora en que la luz se desparramaba a borbotones por todo el baño. Después de vestirme y de peinarme, me acerqué al espejo para maquillarme. Iba a empezar con los ojos y, a punto de aplicarme el rímel, el espejo me devolvió una verdad oscura, terrible: no sólo la parte inferior de mis globos oculares, sino también los párpados estaban teñidos de un morado muerto. El cansancio, silenciosamente, ha conseguido mancharme a modo de venganza.

Desde el último año de preparatoria hasta el día en que escribo esto, tuve cuatro novios. Todos, inmediatamente después de haber terminado con el anterior (el mayor tiempo transcurrido entre uno y otro fue de menos de dos meses). En ese contexto, puedo decirles que fue en tiempos de uno de esos cuatro hombres en que el no-dormir se presentó en mi vida, casi por primera vez. De día estaba contenta con mi compañero de entonces y de noche estaba contenta con mi compañero de antes. Todas las noches, durante semanas, soñé con el que había quedado atrás, y eran sueños tan reales y vívidos que era como volver a estar con él. Concluí que fue una etapa de mi vida donde fui novia de dos tipos, aunque ninguno de los dos se enteró de ello.

El año pasado, más o menos por estas fechas, comencé a tener unas pesadillas extrañas. Eran como un thriller psicológico. No había nada clásicamente aterrador en ellas: perros a punto de morder, abismos, persecuciones, asesinatos, violaciones... Nada de eso. Todo lo tenebroso en ellas era racional: el miedo enloquecido por las noches; el miedo domado en el día. Es decir: mi cerebro estaba siendo incapaz de separarse de mi estrés diurno, y todos los temores producidos por mi raciocinio (es decir: todo mi estrés) eran traducidos al mundo onírico. Y ni siquiera eran sueños surreales, locos, alucinados. Eran réplicas de mi tensión diaria.

Asustada, al borde del pánico y de la extenuación, me despertaba en medio de la noche y trataba de tranquilizarme, me hablaba dulcemente a mí misma y me aconsejaba calmarme, me procuraba amor, ternura. (Por esas mismas fechas empecé a sentir una presencia masculina malvada en mi habitación, que se limitaba a pararse en una esquina y mirarme fijamente, intimidatoriamente.)

Llevo varios días sin poder dormir tranquilamente. Han vuelto, de nuevo, esos sueños persecutores en los que no me puedo librar de mi cabeza, de mi ritmo lógico y analítico. Son sueños perfectamente fabricados y montados, como una película con un guión estricto. Y, desasosegada, a duermevela, puedo identificar cómo soy yo la que está trazando la historia, manipulando todos los elementos, controlando la entrada y la salida de diálogos y personajes. Es agotador. Cada vez que voy al baño me siento presa de una frustración gris y derrotada. Me siento víctima de mí misma. Despierto cansada y desorientada.

Anoche mi cuerpo fue el contenedor de una energía perdida, no canalizada, angustiada, anhelante, agónica, iracunda. La ansiedad me llenaba los músculos y lo único que me daba sentido de la realidad y de la calma era sentir el brazo de mi marido en la espalda, y su voz dulce y adormilada que me consolaba. La noche antes de la de ayer, en medio de uno de uno de esos trances funestos, intenté hallar la paz en medio de la tormenta y me decidí a meditar, ahí y entonces, para lograr el descanso. Al intentar concentrarme en mi respiración, mi nariz apareció en mi imaginación como un trazo cubista triangular y desproporcionado, con el aro que adorna mi fosa derecha de un tamaño gigante y un peso aplastante.

A veces siento que me estoy desfragmentando sin esperanzas de llegar a un punto pacífico dentro de mi mente. No sólo siento una nariz cubista sino un cuerpo entero sin armonía, coherencia o belleza. Siento que mis trozos han cambiado de lugar y estoy gobernada por la anarquía. Siento miedo de ir a dormir.

domingo, 2 de noviembre de 2014

A mi papá

Antes de comenzar a escribir estas líneas estaba leyendo al grandísimo Antonio Muñoz Molina, pero de pronto mi perro fijó la vista en un punto cualquiera de la habitación, y empezó a hacer gestos con su carita. Quise creer, arbitrariamente, que era mi papá visitándome. 

Cerré los ojos y dije en un susurro: papá, ven aquí, e inmediatamente escuché su voz masculina y dulce decirme "hola, hijita". Ahora estoy llorando y el perro se ha sentado a mi lado porque sabe que algo se ha salido de la normalidad. 

Veo sus ojos tiernos y suaves mirándome y siento que me ahogo en la triste impotencia de no tenerlo físicamente. Quisiera haberle escrito esto hace unos días, en su cumpleaños, pero en cambio lo hago ahora, el día de los muertos. Y qué pena tan grande me embarga. 

Mi papá estuvo siempre conmigo. En lo más importante, por lo menos. Me llevó a Europa, me inscribió en la universidad (y hasta me enseñó la ruta de camión que me llevaría de mi casa al campus), me llevó a que me pusieran y a que me quitaran los braquets, a que me pusieran lentes por primera, segunda, cuarta, séptima y decimoquinta vez, y luego a que me operaran con láser la miopía. 

Me trajo al mundo y luego se fue solo. Y nos dejó un hueco perpetuo, una ausencia incurable. Condenados a una orfandad de casa sin techo. 

Te quiero con la mejor parte de mi corazón, papá. Vivo con los valores que me heredaste y trato de continuar tu herencia en este mundo. Pero también reniego de que te hayas ido. Estoy inconforme, frustrada, tristísima. 

Hoy me puse esa camiseta de calavera que tanto me chulean. Me la puse como un modo de que sepas que me acuerdo de ti, que te llevo vivo y cerca. Pero no funcionó. No hizo ni madres. Esta ropa no cambió nada. Y te sigo extrañando con una desolación de mar en tormenta.