Cerca de mi casa había una tienda linda, llamada Blanc, toda blanca, como su nombre sugería y con tres maniquíes, la de en medio más gruesa que las flacas de las orillas, modelando la ropa con una belleza estática. Me llamaba poderosísimamente la atención y cada vez que pasaba por enfrente, mis ojos se quedaban prendados del aparador. Una vez, en la noche, como gata callejera o como aprendiz de ladrona, me acerqué con cautela al vidrio del local. Ya de cerca vi que todas, o casi, las telas de lo que vendían eran sintéticas. Esa ropa no me gusta. No es agradable al tacto y a mí me gustan los abrazos y las acaricias. No son compatibles con los malos olores y yo soy muy apestosilla. Me alejé para nunca más volver. Me sabía atraída pero prioricé mis gustos y mis necesidades.
Hace dos días encontré a las maniquíes desnudas y de pie, como víctimas dignas. Como putas holandesas sin gracia ni mucho futuro. Me entristecí un poco al ver vacío el interior. Nada más que blanco. Ya no habrá faldas y blusas y vestidos que me llamen como canto de sirena. Pero no me arrepiento de haber dejado ir lo que allí había sin probar sus frutos.
Y me pregunto: ¿cuántas cosas en la vida debí de haber dejado ir igual? ¿Cuántas más se me presentarán así?
1 comentario:
Habría que rescatar a esas maniquíes, ¿no te parece?
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