jueves, 28 de agosto de 2014

Excitación de biblioteca

Desde que soy una adolescente tengo la impresión de que las ideas dentro de mi cabeza son como pájaros que vuelan libres, a veces en bella armonía y a veces en un tormentoso caos. Son muchos, son complejos, y su movimiento es fértil. Soy y he sido muy consciente de mi capacidad intelectual, y durante mucho tiempo esta certeza ha sido uno de mis asideros emocionales. Las veces en que dudo de mi inteligencia, sufro. Por eso procuro no hacerlo.

La mayor estimulación y felicidad que reciben los pájaros en mi cabeza son tres: las buenas lecturas, la conversación con gente efervescente y el cine reflexivo. Me siento enamorada de la vida cuando me encuentro en una de las anteriores situaciones y tengo la impresión de que una estampida de flores y mariposas va a salir escupida de mi boca, resultado de la agitación inquieta y eufórica de las aves que llevo dentro. Me entran unas ganas de escribir el mundo entero, como si en vez de comérmelo quisiera más bien expulsarlo de dentro, como si ya lo llevara conmigo.

Pues hoy estuve en dos de esas situaciones. Para el ensayo que tenía que escribir para entregar hoy, me fui desde temprano a la biblioteca de mi alma mater, que es como una nación entera de libros acomodados a la perfección, formando pasillos y paredes, una casalaberinto entera, de conocimiento, historia, historias, información, ciencia, comunicación... Lo encuentro francamente excitante. Encontré allí dos libros que hablaban de cómo la cultura y el poder, los cambios políticos en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial y una cantidad de información avasallante han contribuido a formar un mundo deshumanizado, inhabitable. Zygmunt Bauman, Pablo González Casanova y otros más... La cabeza me empezó a girar como un rehilete. 

Después, me topé con un compadre que era muy amigo de quienes eran muy mis amigos en la universidad, y que estudió filosofía y es un tipo interesante y las ojeras y bolsas que se le están formando abajo de los ojos prematuramente hablan de sus desvelos y de su vida que sospecho apasionada y caótica (me lo imagino entregado a los placeres nocturnos de los libros y las mujeres, sin respetar horarios ni las necesidades de su cuerpo). Él trabaja en la biblioteca universitaria, y se entregó junto conmigo a una conversación elocuente, convulsa, necesaria, sobre los cambios en la gente de nuestra generación, los cambios en el mundo, el abanderamiento de causas nimias, las estupideces que abarrotan el Facebook, la ridiculez de lo políticamente correcto y de las diferencias culturales entre la cultura estadounidense y la mexicana. 

Por último, una de las grandes delicias del día fue toparme con un libro de filosofía de la moda, vista ésta desde la semiótica y la identidad. Fa-sci-nan-te. 

Fue un día de exquisita exaltación para las criaturas aladas que en mí habitan. 

(Papá, no te vayas a creer que no sentí tu presencia en la biblioteca. Estabas en todos lados pero fue de plano obvio cuando te intuí y de pronto, al mirar arriba, me encuentro con un libro intitulado "Turismo y patrimonio cultural".)

miércoles, 27 de agosto de 2014

Uno se acostumbra a la buena salud y luego...

Hoy fue el primer día de clases del último semestre de la maestría. Cuando la profesora anunció que para mañana a las 4pm hay que entregar un ensayo de 10 páginas, mi cerebro, quizás aún inflamado, le mandó una señal a mi cuerpo: estrés. Inmediatamente sentí la presión baja y deseos de cerrar mi sistema operativo. 

Pero no es así como funciona la madurez. Así que tengo que enfrentar mis responsabilidades, mi estrés y mi ensayo de 10 páginas. 

Es cierto que la salud está primero, pero también es cierto que ya quiero terminar este proyecto y este proceso. Así que nada, buenas (y tensas) noches. No aseguro nada sobre la calidad de mi texto mañana.

martes, 26 de agosto de 2014

El último estirón

Mañana comienza el último semestre de la maestría. 
4 meses
16 semanas
32 viajes en autobús con duración de 5 horas.
2 capítulos por terminar.
Algunas correcciones por hacer. 
Estrés. 
Redacción.
Agudeza mental.

Esta es mi última noche de idílica paz. Buenas noches.

lunes, 25 de agosto de 2014

A la vida, que me ha...

La famosísima canción "Gracias a la vida", autoría de Violeta Parra, empieza con la siguiente estrofa:

Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me dio dos luceros que cuando los abro 

Perfecto distingo lo negro del blanco 
Y en el alto cielo su fondo estrellado 
Y en las multitudes el hombre que yo amo. 

Para mí ha sido siempre un misterio, y un gran pesar, pensar en las razones por las que se suicidó una artista hacedora de versos y melodía tan hermosos como los que componen esta gran canción. Porque es cierto. Detrás de la hermosura de esta pieza yace para mí, inevitablemente, la sombra de su suicidio (sombra doble, dado que nunca me he dado a la tarea de investigar al respecto). La oscuridad que acosó y devoró a una fuente de tanta luz como lo es esta obra artística. 

A mí la vida me ha dado también dos luceros. Durante muchos años me atrajeron burlas respecto a su forma y tamaño (pasaba de parecer caricatura japonesa a rana o sapo). Luego, a partir de la universidad, me atrajeron cumplidos, por las mismas razones. (Caprichos y azares de la vida.) Llegaron incluso a halagarme diciendo que tenían ojos de vaca. Halago extraño pero hermoso.

No tengo muchos recuerdos de ellos funcionando bien. Desde los 7 años de edad uso gafas. A punto de cumplir los 24 me operé con láser. 24 meses de milagro se sucedieron: despertar por las mañanas y ver la habitación nítida; ir a hacer ejercicio sin necesidad de intuir con la memoria y los sonidos mi ubicación; salir a la lluvia sin incomodidad de gotas estacionadas en mi campo visual; ir a lugares con humo sin que se me irriten los pupilentes; pasar de un lugar frío a uno caliente sin que se empañen los cristales. Poder distinguir el cielo estrellado y al hombre que amo en una multitud. Pero poco a poco algo fue cambiando. A punto de cumplir los 26 me dijo un especialista que, efectivamente, mi vista se estaba deteriorando. No se puede saber si se va a estancar en un número o seguir su camino de devastación; tampoco se puede saber si estoy libre del riesgo del Queratocono. No se puede asegurar, por lo tanto, que mi genética no me vaya a conducir a la ceguera. No hay remedio para ello que no esté usando ya: una operación láser (que bendigo por el regalo que trajo a mi vida y que maldigo porque me dejó más vulnerable frente al Queratocono) y dos veces al día, todos los días, unas gotas que disminuyan la presión en mis luceros. 

Hoy fui a comprar unos armazones que no tendrían que haber llegado ya nunca a mis manos. Unos lentes que tenían que haber sido un objeto del pasado o miembros de una sección olvidada en las tiendas departamentales. 

Hoy comienza una nueva historia para mis dos luceros, cuyo final es incierto, a lo más, y desalentador, a lo menos. Aunque a decir verdad esta historia ya estaba escrita desde mi nacimiento o desde mi concepción, pero yo soy una actriz improvisada que desconoce el guión. Y siento tristeza, cierto desánimo, una ilusión quebrada. Y alcanzo a vislumbrar la claridad dentro del misterio trágico del final de Violeta Parra. La vida nos da y la vida nos quita. Y a veces las despedidas son tremendas. Algunas insoportables, según intuyo.

Cuando la vida nos da, le decimos gracias. ¿Qué le decimos cuando nos quita?

domingo, 24 de agosto de 2014

Los brazos de Morfeo

Los brazos de Morfeo me asfixian hacia un sueño sin aire, agotado, de muerte. 

Pero antes de irme con él, les voy a contar, para no incumplir mi promesa de escribir diario, que llegaron a mi vida unas preguntas, unas sugerencias y unas ideas para trabajar en sanar el chacra del plexo solar, el que siempre ha sido mi debilidad. 

Brilla luz en el camino.

sábado, 23 de agosto de 2014

Rebelión cotidiana

Siempre me he sentido la fémina más peluda que jamás haya poblado la Tierra. En secundaria me tenía que rasurar prácticamente diario porque mis vellos en las piernas no sentían temor hacia la navaja del rastrillo, sino audacia. Vellos temerarios, altivos, irreverentes. 

Después, me fui a vivir casi dos años a Europa y pasó lo que tenía que pasar: me dejé embriagar por aquel furor de muslos y axilas naturalmente abrigados contra los fríos de aquellas latitudes. Y briaga, volví a México.

En el último año de prepa, que hice en mi natal Tepic, me declaré en contra de depilarme las piernas, a pesar de llevarlas desnudas por exigencia del uniforme escolar (falda a cuadros y calcetitas blancas) y a pesar de recibir las miradas y juicios de mis compañeritos. (Algunos de ellos, compañeritos insignificantes, como aquel que me preguntó si no me daba vergüenza o remordimiento estudiar una carrera de humanidades, puesto que su lógica lo llevaba a entender que sería una muerta de hambre, y por lo tanto una ingrata con mis padres, que tanto dinero habían invertido -gastado, diría yo- en mi educación privada.) 

Estuve sin depilarme varios, muchos meses, hasta que me sentí incómoda en mi condición de oso. 

En la universidad, recibí una crítica ácida de parte del novio en turno, porque sus amigos y yo habíamos ido a un río, y yo decidí, con las piernas despeinadas, ponerme un shortcito. 

Y así, tengo varias anécdotas acumuladas. 

Pues, ¿saben qué? Mientras esto escribo, froto los vellos de mis piernas contra las sábanas. Y las froto con descaro, con comodidad, con rebeldía. Porque llevo en mis extremidades inferiores una protesta silenciosa pero constante contra un mundo lleno de ideas imbéciles y de gente que las cree.

viernes, 22 de agosto de 2014

Hoy fue un día

Un día de sentir.
De comer.
De dormir.
De reír.
De amar.
Y de nada más.
Fue un día mucho más completo que muchos.

jueves, 21 de agosto de 2014

Temor a destruir

La fábula que inaugura las páginas del libro "La oveja negra y demás fábulas", de Augusto Monterroso, se titula El conejo y el león. 

En ella explica el comportamiento de ambos animales desde una perspectiva que sorprende por inesperada, y podría decirse que por ser exactamente opuesta a la tradicional. El león, por su parte, es calificado como "infantil y cobarde", y muestra de ello son sus garras y rugidos, que exhibe como armadura protectora contra lo que interpreta como amenaza. El conejo, por otro lado, "conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia", comprende el miedo del león y compasivo, lo deja en paz. 

Lo primero que me vino a la mente cuando leí este relato fue una cita que me topé hace algunos años y cuyo autor no recuerdo, que decía algo así como "en el amor, el fuerte es el que acaricia y el débil es el que golpea". Nunca he olvidado esa reflexión y desde que me introduje en el budismo, más bien la he confirmado como cierta. 

Podemos decir aquí que todas las relaciones humanas son relaciones amorosas, o simplemente acotar que la anterior premisa es válida no sólo para el amor, sino para toda relación humana. Y que la fuerza o la debilidad pueden sustituirse, respectivamente, con sinónimos como sabiduría o necedad, amor o miedo. 

Cierto, podría pensarse que lo más útil o impresionante sería una exhibición de fuerza como la del felino, pero la verdad es que esto sólo aplica para contagiar de miedo a los demás y propagar así una actitud en la que el respeto se gana con violencia. 

Hay una película que admiro profundamente, por su hechura también pero sobre todo por su contenido, por su historia. El film es "Ip Man" y es una parte de la biografía de quien fue el maestro de artes marciales del famoso Bruce Lee. Uno de los rasgos que más me conmovió del personaje principal es la gentileza y el cuidado con que trata a sus prójimos. Su primera actitud es de respeto y su elección para atacar siempre es la inteligencia y la sutileza. Sabe que él tiene poder. Se sabe poderoso. Y, como el conejo, se cuida de no destruir(se). 

Hace algún tiempo, un año aproximadamente, hacía largas reflexiones en mi diario sobre la femineidad y la relación que yo tengo con ella. Descubrí, entre otras cosas, que es infinitamente más eficaz y valiosa la discreción y la sutileza femenina que la frontalidad y la agresión de la fuerza masculina. 

Siempre he estado inclinada a ser receptiva y empática, y por lo tanto, a identificarme con el conejo. Me llama tanto la atención, siendo que en el horóscopo me corresponde el león, y yo soy poco propensa a las uñas y los dientes (aunque la melena sí encaja). Primero en mi vida, me creía sin fuerzas, sin valor, y eso me dejaba en un estado de pusilánime. Ahora, me conozco mejor y me admiro, me quiero y me respeto más. Pero la verdad es que todavía siento temor de mi capacidad destructiva (¿será que de la creativa también?) y cuando llega el momento de defender la manada o el territorio o la comida o la vida, ni intimido con rugidos ni destruyo como el conejo. 

Las características del conejo me parecen mucho más admirables y dignas de ejemplo, pero mientras que al león le hace falta serenidad y auto conocimiento, al conejo le falta, por fin, entrar en acción. Dice Monterroso sobre este último animal, en relación con el rey de la selva: "al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada". 

¿Y qué pasa cuando el león sí le haga algo?

miércoles, 20 de agosto de 2014

Las cosas de la vida

Las cosas pasan en la vida. Algunos creen que tienen un significado. Otros, como yo, creemos que simplemente pasan. A mí me pasó un bote encima. 

Hacía algunos días le confesaba a mi marido que tenía la fantasía de pasar días enteros en la cama, sin salir, vaciando de mi cuerpo y de mi espíritu todo rastro de cansancio. Una ideal recuperación total de cualquier tipo de desgaste. 

Pues bien, por fin. La vida me lo concedió. La vida me mandó una panga a que me atropellara para cumplir mi sueño. Y ahora que lo tengo, ahora que se cumplen tres días de ver a la luz del sol llegar e irse, ahora empecé a sentir ansiedad. Ansiedad de ver que las horas no significan nada. De ver que sólo transcurren, mecánicamente. De ver que las estoy dejando ir vacías. 

Estoy en recuperación, es cierto. Ahí se están yendo mis energías y ello constituye la materia de mis segundos. Pero ya tuve suficiente de la ilusión de un descanso absoluto. Estoy lista para la acción. Estoy agradecida con la vida, porque no sé si el accidente significa algo en sí mismo, pero me permitió llevar a la realidad un deseo más bien irreal. Y ya tuve suficiente. 

Recuperación: llega ya. Quiero dejar de descansar. Quiero leer, trabajar, escribir, cocinar, manejar, hacer ejercicio, viajar, bañarme, subir y bajar escaleras, salir de casa, recibir clases, viajar, ver gente, llenarme del mundo. 

Vida: gracias por darme una muestra de lo que te estaba pidiendo. Gracias por darme lo que te estaba pidiendo. No llegó como hubiera pensado, pero llegó a fin de cuentas. 

Mañana retomo "Travesías", de Antonio Muñoz Molina, y comienzo los ensayos sobre las fábulas de Monterroso. 

Les contaría...

Les contaría que ayer revisé una exposición fotográfica sobre diversidad de belleza en los cuerpos femeninos, y que aunque me parece una buena idea y algunas fotos me ayudan con mi autoestima corporal, me quedé con la impresión de que era una apología al sobrepeso y la obesidad.

Les contaría que ya terminé de leer El Aleph.

Les contaría que quiero escribir un ensayo sobre cada fábula contenida en el libro de Monterroso que estoy leyendo.

Les contaría que hoy revisité a Lana del Rey, a Cat Power y a Neko Case. 

Pero me siento cansada y mareada. Y eso me molesta y me asusta. Y me sustrae las ganas de escribir. Por eso no lo hice ayer, por eso los dejo con esto hoy. 

lunes, 18 de agosto de 2014

Día 1 de convalecencia: No hay mal que por bien no venga

Hoy fue un día de mágico ostracismo. Vino mi mamá a visitarme y chiquearme y acompañarme y las tres resultaron en éxito. Mi marido cocinó especialmente sabroso. Todas las comidas se hicieron en la cama, en fiel complicidad conmigo (lo cual me llevó a revivir la niñez). No hice nada que no fuera dormir, comer y ser amada. No conocí el día fuera de mi habitación. Sólo vi a la luz del día llegar e irse. Mis dos acompañantes y enfermeros me daban masajitos con árnica en las heridas. Empiezan a mejorar. Me sigue doliendo todo, pero menos. Tengo sueño. Zen duerme a mi lado, como sabiendo lo que pasa y siendo leal a la paciente que esto escribe. 

Vida, estamos en paz.

domingo, 17 de agosto de 2014

Notas desde la cama de mi casa (no del hospital)

Hoy me atropelló una panga. El hecho de que esté escribiendo esto significa que no deben preocuparse. Pero la verdad es que hoy me atropelló una panga. A decir verdad, no sólo a mí. En el kayak estaban conmigo mi esposo y su hijo, pero ellos saltaron al agua antes del choque. Yo me quedé aplastada por el terror al inminente impacto. El golpe lo recibieron mi cráneo, mi espalda y mi muslo derecho. Las consecuencias fueron un chipote tremendo, un morete en la espalda que de tan grande y feo me da asco y un raspón innombrable cerca del sexo. 

Pude haber quedado con la cara desfigurada, descalabrada, tetrapléjica, en silla de ruedas, estéril. Pude haber muerto. Pero absolutamente nada de lo anterior sucedió. Y por ello ya di gracias a Diosa Madre Naturaleza. Agradezco también la infinita bondad de quienes me acompañaron en el hospital.

Agradezco a María, enfermera que me sacó una risita cuando me preguntó, para llenar un formulario, que si vivía con mi esposo, a lo que respondí que sí, y un par de preguntas después me preguntó por mi estado civil.

Agradezco a Félix, que me contó que era de Magdalena y que hay muchos casos de embarazos en adolescentes en El Pitillal, además de atenderme con diligencia y paciencia. 

Agradezco a Luis, el camillero que evadía mi mirada cada vez que me transportaba de mi cuarto al salón de rayos x y al de resonancia magnética, con esmerado cuidado. 

Agradezco al radiólogo que me hizo los estudios para saber si tenía cosas invisibles y terribles escondidas bajo mi piel, por cuyo nombre no pregunté porque sus miradas lascivas no me cayeron en gracia (quizás me vio las nalgas entre la bata y se le antojaron).

Agradezco al traumatólogo Martínez que me preguntaba cosas e interrumpía mis respuestas, pero que terminó burlándose de sí mismo en sus shorts de domingo y del hecho de que quiere operarse de los ojos para ponerse unos Ray-Ban chingones para manejar (me preguntó, en corto, cuándo había sido operada de la vista y qué tal me fue; cuando le iba a responder me interrumpió también, por lo que asumo que sólo quería vacilar). Me explicó con claridad qué tenía (sangre por fuera del cráneo, un golpazo en los músculos lumbares y un raspón en el muslo), cómo me tenía que tomar la medicina y por qué me presionaba algunas zonas de mi cuerpo. 

Agradezco, por último, a Jairo, que me sacó del hospital casi cuatro horas después de llegar, agotada y en silla de ruedas. 

Gracias, principalmente, a mi esposo, a su hijo y a su mamá, por acompañarme y esperar con paciencia en el hospital. 

Aquí sigo. Cambio y fuera. 

sábado, 16 de agosto de 2014

Mi perro de oro

De los cinco a los diecinueve años tuve en mi casa paterna una perrita french poodle, blanca, fiel y gruñona, que alguna compañera de la prepa le regaló a mi hermana. Mi hermano y yo tenemos una foto adorable, donde estamos junto con ella, los dos en una época de nuestras vidas en que estábamos deformes (yo, gorda y greñuda; él, orejón y narizón). Pero adorable, la foto, a fin de cuentas. 

Pero esta historia no es acerca de Brigitte (todos los animales cuasi domésticos que tuvimos tenían nombres así: Napoleón, Dalí... Fue un momento muy triste cuando nos enteramos que la Bardot fue seguidora nazi), aunque prometo escribir una sobre ella y, por ejemplo, la vez que salió a defender a su hermano pastor alemán que estaba a punto de ser atacado por una manada. 

Esta historia es sobre Zen. 

Yo no le puse ese nombre. Ni decidí que estuviera en mi vida. Ni lo vi nacer. Ni nada de nada. Llegó a mi vida cuando yo tenía 24 años y cuando él tenía 4 meses. Un golden retriever que efectivamente es dorado pero que no trae nada consigo para devolver a sus dueños. Digamos que sólo es un golden. 

Es la criatura más maravillosa. De verdad. Cuando está bañado huele equis y cuando apesta a sucio adoro su olor. Le doy besitos en la frente y olfateo sus pelos. Le agarro la nariz negra y permanentemente húmeda. A veces, cuando hace popó, se le queda pegada en unos pelos que tiene cerca del ano que forman una especie de barba en la cola. Y lo tenemos que limpiar con la manguera y a él le molesta muchísimo. 

Una vez me enfermé de la panza y, tras vomitar, derrotada por el dolor y acostada sobre el suelo del baño, vino y me dio un abrazo, mientras mi marido manejaba a la farmacia por medicinas. En otra ocasión, empecé a llorar de tristeza y se me acercó con una mirada que me preguntaba si todo estaba bien. 

Es una de las criaturas más amorosas que he conocido en la vida (junto con Janis -sí, por la Joplin- y Petunio, ambos gatos, y mi sobrina). Es también una de las más desobedientes y vale madristas. Y, por último pero no por ello menos importante, es un excelente dormidor y un viajero por naturaleza. 

Esta noche dormirá en nuestro cuarto. La habitación se apestará a él. Y a mí, eso me hace muy feliz. 

viernes, 15 de agosto de 2014

Las vacuas tentaciones

Cerca de mi casa había una tienda linda, llamada Blanc, toda blanca, como su nombre sugería y con tres maniquíes, la de en medio más gruesa que las flacas de las orillas, modelando la ropa con una belleza estática. Me llamaba poderosísimamente la atención y cada vez que pasaba por enfrente, mis ojos se quedaban prendados del aparador. Una vez, en la noche, como gata callejera o como aprendiz de ladrona, me acerqué con cautela al vidrio del local. Ya de cerca vi que todas, o casi, las telas de lo que vendían eran sintéticas. Esa ropa no me gusta. No es agradable al tacto y a mí me gustan los abrazos y las acaricias. No son compatibles con los malos olores y yo soy muy apestosilla. Me alejé para nunca más volver. Me sabía atraída pero prioricé mis gustos y mis necesidades.

Hace dos días encontré a las maniquíes desnudas y de pie, como víctimas dignas. Como putas holandesas sin gracia ni mucho futuro. Me entristecí un poco al ver vacío el interior. Nada más que blanco. Ya no habrá faldas y blusas y vestidos que me llamen como canto de sirena. Pero no me arrepiento de haber dejado ir lo que allí había sin probar sus frutos.

Y me pregunto: ¿cuántas cosas en la vida debí de haber dejado ir igual? ¿Cuántas más se me presentarán así? 

jueves, 14 de agosto de 2014

Sepan todos

Que estoy leyendo a Augusto Monterroso... Y no encuentro dónde esconderme de sus mordidas. Sigan atentos para más noticias.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Sólo cuento II

En diciembre del 2010 me gradué de la universidad. Como un obsequio por tan dichosa ocasión, mi papá decidió pagarme, en el stand de la UNAM en la FIL de Guadalajara, varios cientos (¿miles?) de pesos en libros. Me dejó claro que el esfuerzo financiero que ese gasto representaba sólo estaba dispuesto a hacerlo porque era mi premio de titulada. Yo me tomé profundamente en serio esas palabras, y en gran parte por ello atesoro tanto esos libros.

Dos de ellos son los tomos de cuento que la UNAM comenzó a publicar en 2009 y que hasta la fecha no han parado, titulados simplemente Sólo cuento. Es decir, yo tengo Sólo cuento I y Sólo cuento II. El primer tomo lo leí poco tiempo después de adquiridos esos volúmenes y me causó una gran y grata impresión. Desde entonces quise leer no sólo el segundo, que ya poseía, sino todos, que pienso adquirir más antes que después.

Hace poco, finalmente, me di la oportunidad de leer el segundo tomo. Por cuarta vez leí los primeros dos, porque eran ya cuatro las ocasiones en que había intentado comenzar el ejemplar de 474 páginas, consiguiendo únicamente terminar los inaugurales, pertenecientes a la sección de Límites. Y es que estos libros están divididos por secciones o temáticas: Límites, Aprendizajes, Revelaciones, Criaturas, (Des) Encuentros, Perversiones y Sangre, sudor y lágrimas.

La primera de las historias me hizo recordar mis tiempos de maestra de Literatura en un Seminario Diocesano, donde les mostraba a futuros sacerdotes autores y corrientes. La segunda historia, igual que las tres ocasiones anteriores, me caló hondo. Y a diferencia de las otras tres, ahora sí la entendí. Entendí, de Héctor Manjarrez en "Fin del mundo", los profundos abismos del corazón y cómo un amor nos hace aguantar todo y despreciar todo, a la vez. Cualquier pretexto es bueno para permanecer juntos e innumerables detalles son razón para separarse, pero la verdad es que uno prefiere quedarse con el otro, porque solo se está igual de jodido, sólo que más, por la soledad.

De la sección Aprendizajes, los primeros tres me atropellaron su magistral factura y tema. Eloy Tizón, a quien confeso que no conocía, en "Velocidad de los jardines", me dejó tirada en la cama, boquiabierta por el viaje que acababa de hacer y llena de nostalgia por un tiempo ya ido que no habrá de volver. Javier Sáez de Ibarra, por su cuenta, en "Un hombre que pone un cuadro" me dejó con lágrimas en los ojos ante el pulcro silencio que habita la vida de un hombre que se ha quedado sin su único hijo. "Tomate", de Sabina Berman, es brutal por su contenido y desconcertante por su forma, en el sentido de que una niña descubre el placer sexual con el novio de su madre y en el de que repentinamente la autora junta tres tiempos distintos en un solo punto temporal.

En Revelaciones, José María Merino, como siempre, me dejó aturdida de tristeza y de genialidad, con "Los días torcidos". Una historia perfectamente delineada, conducida, tensa. Una mentira perfecta. Una realidad tristísima en que a uno de los personajes, injusta y repentinamente como casi todo lo malo en el mundo, se le muere su hijita. "La mujer de Lot", por otro lado, de Verónica Murguía y perteneciente a la sección de Criaturas, me dejó terriblemente pensativa sobre la naturaleza del placer, sobre la importancia que tienen en nuestro mundo, a pesar de lo efímero que son, la belleza y el deseo.

Con una tónica muy distinta llega, algunos relatos después, en el apartado (Des) Encuentros, Hernán Rosino con "Pie sucio", una historia de patetismo y mediocridad emocional lenta, íntima, pegajosa, reflejo de un impulso hasta cierto punto natural en el ser humano, que guarda cierto parecido con la historia de Manjarrez, acerca de una pareja que quiere permanecer junta y al mismo tiempo no. Justo a continuación aparecen "Las notas falsas" de Karla Suárez: una historia hermosa acerca de los marginales, la belleza que hay en ellosnosotros, y la necesidad que tenemos todos, de esos seres que viven a la orilla, que son sombra, que son mudos.

En Perversiones, "Una y otra", de Patricia Esteban Erlés, nos trae una metáfora acerca de la autofagia. Es decir, cómo nos devoramos a nosotros mismos en el intento de eliminar al otro, que tanto parecido guarda con nosotros, razón precisamente por la que lo odiamos tanto. Todo esto, combinado con grandes dosis de sensualidad y una escritura pulcra.

Por último, como una joya, quiero comentar el impacto que tuvo en mí la historia que contiene "Cementerio de carros", de Rafael Menjívar Ochoa, que forma parte de la sección Sangre, sudor y lágrimas. Un hombre está a punto de perder una mano y eso es el pretexto para abrir una pequeña ventana en su mundo, donde se albergan putrefacciones, soledades, miedo a vivir y sobre todo, miedo a morir. Conciso, fulminante, perfecto.

Está de más decir que se los recomiendo. No sólo el tomo II, sino toda la colección, porque confío ciegamente en que los últimos tres son igual de buenos, aunque no los haya adquirido ni leído.

martes, 12 de agosto de 2014

Auto compadecerse.

Muchas cosas en mi vida han estado definidas por una excesiva autoexigencia. Por observarme bajo una lupa y descubrirme eternamente imperfecta. Y recriminármelo.

En mi infancia estuve enamorada de un niño que a su vez tenía interés en dos niñas: mi mejor amiga y yo. Cuando llegó el momento de decidir a quién iba a besar o quién iba a ser su novia o algo así completamente trascendental para mi principiante vida, él escogió a la niña que en ese momento dejó de ser mi mejor amiga para convertirse en el blanco de mi resentimiento de niña. Justificó su elección diciendo que yo estaba más bonita pero era "bien enojona".  Me castigué por ese adjetivo calificativo que me adjudicaron y que me creí hasta el grado de impedirme este sentimiento.

En la adolescencia... Bueno, qué no me reprochaba en la adolescencia. Estar gorda, despeinada, tener espinillas, no tener ropa bonita, ser masculina, tener una cara que ni fú ni fá, no saber caminar con gracia estando entaconada, usar brackets, usar lentes, tener bigote... ¡Uf! Aunque es cierto que en esta época empecé a confiar más en mis capacidades sociales y cómicas, además de intelectuales. Lo malo estuve en que un día me dije a mí misma: "Como no eres guapa, tienes que ser inteligente y buena onda". Así que, sin darme cuenta, me volví esclava de esta exigencia: no seas tonta, no cometas errores, no te enojes, no reclames, no digas que no, trabaja hasta tarde...

A partir de que cumplí 22 años la cuestión física ha ido en franca mejoría. Me deshice de los lentes, de los brackets, de varios kilos de más, del bigote y de la jungla que era mi cabello (para quedarme con una cómoda melena que ahora dan por llamar, con mucha mamonería, pixie). Las espinillas continuaron obstinadas (aunque reprimidas, al estilo 1984) y los tacones, aislados en un rincón.

Cuando tenía 24, empezó a cambiar el paradigma de mi persona. Me empecé a dar autorizaciones para enojarme, indignarme, aflojerarme, equivocarme, ser indiferente, descansar. Me empecé a dar permiso de ser humana. Ya no necesitaba (tanto) la aprobación de los demás, ni confirmarme constantemente que soy capaz. Me asumí inteligente, me asumí buena de corazón, me asumí simpática. Y junto con ello, me asumí susceptible de cagarla, de ser envidiosa o rencorosa y de ser arrogante o enfadosa.

Ahora tengo 26. Y aunque normalmente me siento bien conmigo misma, hay días excepcionales que confirman la regla de que soy una mandarina más madura y sabrosa que antes. Días de excepción como hoy, en los que me siento enferma, harta de un cabello que nunca había estado tan largo ni tan pesado ni tan enmarañado, enfurecida ante una espinilla en el centro de mi mejilla que después de una semana sigue sin largarse, desesperada por unos ojos que paulatinamente ven menos y menos, hasta la mismísima madre de haber ganado unos kilos que no me sirven para nada más que para acentuar viejas inseguridades.

Ciertamente, no soy perfecta. Nunca lo seré. Y aunque me exaspero de la pancita que se me forma abajo del ombligo y de un pelo que amenaza con un golpe de Estado, ahora tengo la dignidad para decirle al niño de mis recuerdos que me rechazó a los 7, 8 años: ¡chíngate, tú te lo perdiste!

lunes, 11 de agosto de 2014

Una ducha.

Cierra los ojos. Respira hondo. Aguanta el aire dentro de los pulmones llenos un rato y exhala con fuerza por la nariz. Es un suspiro. Su mano derecha pasa de colgar al lado de su pierna a la llave del agua fría. Gira hacia la derecha. Las gotas, que forman chorros, comienzan a salir del rociador. Aterrizan sobre sus cabellos oscuros, secos, despeinados. En ese mismo segundo se estremecen los nervios de la espalda y un escalofrío que comienza en el oído derecho comienza una ruta que termina en sus senos pequeños, donde se erectan los pezones. Aprieta los ojos. Se arruga su frente y el agua forma una diminuta cascada en esa parte de su cuerpo. Se siente inmediatamente despierta, lúcida, energetizada. Su sangre, imperceptiblemente, recorre a grandes velocidades su interior, despertando todos los músculos y órganos a su paso. El oxígeno ha llegado a su cerebro y lo ha refrescado de golpe.  Agacha un poco la cabeza. Abre los ojos por fin. Sus pechos forman montañas desde las que se avientan en caída libre ríos pequeñísimos, obstinados. Su ombligo más abajo. Su pubis en el centro. Sus pies, inundados, al fondo.

El resto son tareas mecánicas que en absoluto interesan.

domingo, 10 de agosto de 2014

Domingo

Dios trabajó duro y creó el mundo en seis días. Descansó el último. Yo descansé hoy. Vi la serie Suits obsesivamente. Tuve una gloriosa visita al mar. Tuve una noticia estrepitosamente triste antes de dormir.
Mañana trabajaré duro y crearé mi mundo. No quiero más noticias como ésta.

sábado, 9 de agosto de 2014

Lluvia

La terraza de mi casa es uno de mis lugares preferidos. Los atardeceres se ven fantásticos y hoy comprobé que la lluvia también. En las montañas, en una izquierda lejana, se ven las murallas de agua dominando el paisaje, uniendo al cielo con la tierra. El aire aproxima esas gotas hacia nosotros. 

Nunca olvidaré aquella vez que íbamos aterrizando en Amsterdam y el cielo estaba limpio y brillante y hermoso. Tan pronto empezó el descenso, atravesamos una gruesa capa de nubes negras, para llegar por fin a una ciudad nostálgica y gris. 

A la derecha de mi cabeza el cielo está de un azul para presumir y las nubes se regodean en su blanca pulcritud. También la lluvia es impermanente. Y la sequía.

(Detesto la idea de que cierta melancolía que siento ahora encuentre su causa en mi periodo hormonal. Estoy melancólica.)

viernes, 8 de agosto de 2014

Viernes

Subo las escaleras de la casa y me interno en el baño de la habitación.
Me detengo de pie frente al espejo, me reconcilio con mi aspecto.
Tomo dos cuadritos de papel de baño y me limpio la cara, el sudor y la grasa del día.
Juzgo de caótica a mi melena, le pongo gel y le doy un acomodo de desorden lindo: un caos que se vea atractivo.
Me pinto los labios con un color que se llama Raisin Berry y le sonrío a mi reflejo.  
Decido no ponerme rímel en las pestañas ni rubor en los cachetes.
Me miro mis gigantes ojos color marrón. Redondos. 
Me subo el vestido y me bajo la ropa interior.
Orino.
Me doy cuenta que el vestido me tiene harta, me acalora, me gusta pero me quiero deshacer de él tan pronto como pueda.
Salgo al cuarto. Me siento en la cama para ponerme unas sandalias que mi mamá me regaló de cumpleaños. Tenían el 80% de descuento y pertenecían a la sección infantil.
Me da calor, priorizo encender el aire acondicionado.
Me levanto y lo hago.
Regreso y ahora sí me calzo las sandalias.
Estoy lista para salir.
Es viernes.
 

jueves, 7 de agosto de 2014

Disfraz de espía

De niño, tenía una afición recalcitrante por los espías. Todas las películas que había con el tema, todos los libros, cómics e historietas, los tenía, los quería o por lo menos los conocía. Mis papás me seguían el juego y escondían cosas por la casa, y para poder hallarlas me daban pistas que se fueron volviendo más difíciles conforme yo avanzaba en edad. Hasta que mi papá se enfermó y el mundo entero comenzó a girar alrededor de él.

 De adulto, he desarrollado un interés casi obsesivo por la salud. Quizás sea por lo de mi papá, quizás sea porque tengo una tendencia hacia la compulsión, quizás sea por la unión de ambas. O quizás por otra razón que ni siquiera sospecho (tengo un poco oxidadas mis habilidades detectivescas). El caso es que iba tres veces a la semana por las mañanas a clases de yoga, dos veces a pilates, todos los días corría al amanecer y por las tardes a veces agarraba mi bici o bailaba, para mantenerme activo (y sano y delgado).

Había dos maestras que se compartían las sesiones de yoga y de pilates. Una de ellas me fascinaba especialmente. Era silenciosa, como me gustan las mujeres. Un poco fría, distante, desinteresada. Tenía un cuerpo de sueño (aquellas piernas hechas como de acero, unos senos perfectos para mis manos y mi boca, una cintura que podría agarrar entre sudores y gemidos). Me representaba un reto. Me estimulaba, no sólo físicamente (lo cual es obvio) sino emocionalmente. Últimamente, incluso, me excitaba hasta el intelecto. Me pasaba horas pensando en qué actividades llevaría a cabo durante el resto de su día, tras terminar de darnos su lección matutina.

Había decidido seguirla. Conocía su coche porque me la había encontrado en el estacionamiento y sabía que a veces daba vuelta a la izquierda en el mismo semáforo en el que yo también tenía que doblar a la siniestra para ir hacia mi casa. Una vez la vi simplemente de pie, en una esquina cualquiera, como si hubiera perdido la lucidez o la memoria y sólo estuviera ahí, esperando a la muerte o a sí misma. Sabía que no sería muy difícil hacer averiguaciones sobre ella y me mantenía muy motivado la idea de conquistarla con base en la información que consiguiera sobre su vida.

La vi entrar, al día siguiente de la toma de mi decisión y una vez que dio por terminada la clase, a una tienda de lencería. Salió con una bolsa de plástico grande, que se veía llena. Por la forma que adquiría la bolsa debido a lo que en ella había, puedo deducir que no todo eran braguitas de encaje o sujetadores con moñitos. Esa bolsa contenía cosas duras, pesadas. Sospeché que había comprado disfraces o cajas con medias o corsés. Temí lo peor. De pronto descubrí en su rostro gestos y rasgos inéditos: cicatrices y enrojecimientos en su piel, arrugas o resequedades, una mirada desdeñosa. Por un momento aquella mujer me pareció vil, despreciable. Si no era la gatita que yo había querido para mí, no sería tampoco la puta a pedido que ahora me parecía.

Efectivamente, tal como lo pensé. Tras su compra en la tienda, subió a su coche para transportarse a su casa. Me estacioné a una distancia prudente y la vi salir, flaca y apurada. Esperé con una mezcla iracunda entre paciencia y desesperación. Por fin apareció, bañada, maquillada, con tacones y un vestido hermoso que era horrendamente ajeno a mí, a mis manos. Me abroché de un golpe el cinturón de seguridad y erguí más el respaldo de mi asiento. No era aquel un momento para relajarse.

Manejó durante más o menos veinte minutos, hasta que llegó a una zona de la ciudad en la que tanto su carro como el mío, que intentaba mantener a distancia, resaltaban por su precio y edad. Sólo había visto aquellas casas a lo lejos, altas e imperiales, como propias de otro mundo y no de este ciudad húmeda y polvorienta. Por fin se estacionó afuera de una de ellas. No salió nadie a recibirla. Simplemente entró, tras una chicharra que salió de la puerta, y desapareció de mi campo visual. Llevaba consigo una bolsa, aunque no tan grande ni tan fea ni de plástico como la de la tienda. Asumí que ahí dentro había metido su disfraz para la ocasión, del mismo modo en que, me imagino, cubría su anatomía de muñeca atlética por las mañanas, frente al espejo de cuerpo entero de su habitación, con un disfraz de deportista.

Esta vez tuve que esperar más. Tuve que sentarme en el carro con la espalda erguida y los pelos de punta, los nervios electrificados, la respiración como de fuego (tal como nos habían enseñado en yoga). Finalmente decidí entretenerme pensando en el disfraz que llevaría yo a la sesión siguiente, para darle una sorpresa a la profesora que sólo disimulaba frialdad, pero que en el fondo tenía una calidez reservada para unos cuantos. Con dinero bailaba la perra. Quizás ese tendría que ser mi atuendo: el de un hombre adinerado, merecedor de ella, con una casa en esa colonia en lo alto de la ciudad. Yo también iba a ponerme una máscara y la iba a engañar. Del mismo modo en que mis papás me dejaban pistas regadas por la casa, poco a poco le iba a acomodar yo pistas a ella. Y las seguiría. Y un día la tendría para mí. Ese calor y ese cuerpo serían para mí. Sus disfraces serían míos y los míos de ella.

miércoles, 6 de agosto de 2014

El vértigo de la desnudez

Me casé en julio del año pasado, en medio de un cambio en mi existencia en general de proporciones épicas. Estaba estudiando la maestría en una ciudad, superando el luto de mi padre, visitando a mi familia en una segunda ciudad y construyendo una casa y una relación de afecto con el hijo de mi entonces novio en una tercera ciudad. Una locura, como verán. Y entre la ciudad A, B y C los recorridos los hacía en autobús.

Cuando llegó el momento de decidir qué queríamos hacer para la luna de miel y dónde queríamos hacerlo, surgió la idea de hacer un road trip (es decir, un viaje por carretera) a través de los bosques de California. Al principio la idea me pareció estupenda, y cada vez que mi prometido me mostraba fotos de Yellowstone y los bosques de secoya, mis adentros se llenaban de mariposas en primaveras: inquietas y juguetonas. Sin embargo, conforme aumentaban las veces que tenía que hacer fila para depositar las maletas en la parte inferior de los autobuses, sonreírle a la señorita que me indicaría que asiento me correspondía, ver pasar montañas, llanos y jungla a través de las ventanas, oler el perfume artificial de los aires acondicionados, levantarme y atravesar el bus para llegar a los baños (donde finalmente orinaría medio sentada dando brinquitos y cuidando que mis líquidos no me fueran a mojar), mis deseos de gozar mis vacaciones de verano y mi luna de miel viajando iban en caída libre.

Finalmente, un día me armé de valor para comunicarle a mi futuro marido mi falta de ganas de hacer semejante barbaridad. Y así, sencillamente, le dije "no quiero viajar más por carretera". Y no pasó. Lo que sí pasó fue que encontramos, también en California, un retiro espiritual de cinco días, con terapias físicas y espirituales, además de una dieta vegana en un contexto de bosque. Y nos decidimos por eso. Por que, pensamos, ¿qué mejor que empezar un matrimonio trabajando en nosotros mismos? Y eso pasó.

Una de las actividades que estaban programadas para todos los que estábamos "internados" (esta palabra me parece tan estridente y grotesca, que la uso para propósitos humorísticos) era ir a unas piscinas termales nudistas. A conectarnos con la Diosa Madre Naturaleza. Encuerados. En medio de un montón de desconocidos. En un sitio que era históricamente popular entre los hippies y que hacía poco se había vuelto una referencia para quienes buscan una cogida sin compromisos. Ahí nos agendó una sesión de desnudez nuestro líder-gurú (mi marido y yo le llamamos así de modo burlón, para quitarle un poco de solemnidad al de por sí denso proceso de autoconocimiento y autoamor).

Pues bien, no fuimos. Me parece recordar que ese día le vi la cara a Dios. Me explico. Tuve una sesión de Watsu (una terapia acuática que guarda similitud con la experiencia de un feto en el vientre materno) que me conectó al mismísimo centro de energía de la Vida. O así lo sentí yo. Sentí la respiración de los árboles, vi todas las generaciones de humanos llegar e irse, me sentí amada, protegida y cuidada, me descubrí como el principal obstáculo para recibir el amor del Mundo. Y todo esto se lo compartí a Michael, que muy lindo se solidarizó conmigo y juntos nos quedamos viendo, creo, la película Big Fish.

Sin embargo, el día antes o el día mismo de nuestra partida, decidimos ir solos a ese lugar de gente sin ropa y sin vergüenza (afortunados ellos). A mí, ya sea por inseguridades o por cultura o por educación o por falsa moral o por acomplejamientos físicos o por vaya a saberse qué, me dio una incomodidad tremenda la idea de quedar totalmente expuesta frente a aquella masa de extraños, algunos peludos, otros depilados, otros con penes diminutos y otros gigantes, pechos casi invisibles o rebosantes, redondos, puntiagudos, altivos o agachados. Y yo ahí parada, con un bikini que me habían regalado por mi cumpleaños 24 mis papás, con mis pechos que tantos años había desdeñado, con mi sexo que me provoca un ciego instinto protector, con mi vientre un tanto redondito.

Decidimos quedarnos con nuestros trajes de baño. Sí. Así es. Nos opusimos a despojarnos de nuestras diminutas barreras, nuestros simbólicos escudos. Yo me quedé con mi bikini colorido y mi compañero guardó sus nalgas y sus genitales dentro de su short rojo. La gente nos miraba mal. Éramos la representación del enemigo, el elemento en disonancia, el recordatorio del inhibido mundo exterior, la comprobación del desacuerdo. Y a nosotros no nos importó. Todas las albercas, excepto una, estaban demasiado calientes y no pudimos ni meternos en ellas, y en la que finalmente pudimos quedarnos y descansar un momento, terminó siendo abruptamente secuestrada por una pareja, espontánea y recientemente creada, que decidió tener su fortuito encuentro sexual bajo el agua, a nuestro lado.

Pero a lo que voy con todo esto es que, de modo contrario a mi luna de miel, en este blog he decidido sí desnudarme. He decidido comprometerme a escribir diario por lo menos durante un año. He decidido ser sincera y aunque no todo lo que esté aquí será autobiográfico, seguirá siendo yo. Y del mismo modo que en California, aquí también me da cierta vergüenza, cierto vértigo. Y del mismo modo que en California, aquí también la gente podrá mirarme mal. Pero aquí sí me despojo de mis barreras y de mis escudos. Y quiero agradecerte, lector(a), por estar aquí. Hoy, por primera vez en los seis años de vida que tiene esta bitácora electrónica, me metí a ver las estadísticas de mi blog, y me sorprendí inmensamente cuando me enteré de que me visita gente de México, Estados Unidos, Canadá, Ecuador, España, Argentina, Bolivia, Alemania, China, Rusia y Polonia. Este mensaje es para ustedes. Mi desnudez es para ustedes.

¡Gracias! 

martes, 5 de agosto de 2014

La absoluta calma de Acaponeta

Ayer, cerca de la medianoche, lloré un llanto vastísimo. Un llanto casi infantil, de tormento interior y desesperación y desgarramiento. Y la razón también fue, de algún modo, infantil. Bueno, no sé si infantil, pero sí sobrecogedora. Me di cuenta (o recordé, más bien) que me voy a morir. Que mi mamá, mi hermana, mi hermano, mis tías, mis tíos, mis primos, mis amigos, mi perro y mi esposo van a morir. Y no sólo los seres vivos. Mis queridos seres vivos. También mis queridas situaciones, circunstancias, condiciones, apariencia, salud. TODO quedará consumido eventualmente. Habrá enfermedades, tragedias, arrugas, desvelos, preocupaciones, carencias, prisas, deudas, enojos, decepciones, soledad, agobio. Es decir, la vida seguirá transcurriendo. Pero anoche me pareció abrumante pensar en las cantidades de dolor que mi corazón procesará a lo largo de lo que me resta en este mundo.

Desde hace varios días (¿meses, años?) he tenido la intención de escribir acerca de Acaponeta. Pero es un proyecto que me intimida, porque hay muchas cosas que decir, pero sobre todo muchas emociones y recuerdos que están ligados a la geografía de ese pueblo que para mí siempre será mágico, misterioso. Quisiera que fuera perfecto, mi texto sobre Acaponeta. Con las palabras exactas y el ritmo ideal. Este es un intento de ello.

Acaponeta es una pequeña ciudad al norte de Nayarit, casi en colindancia con Sinaloa. Mi mamá y todas sus hermanas nacieron allí. Mis abuelos vivieron ahí la mayor parte de su vida (excepto las desoladoras ocasiones en que mi abuelo tuvo que irse a vivir a Colima, a vivir pobre y perder la pancita que tanta ternura despertaba en mi mamá). El papá de mi mamá fue, incluso, presidente municipal. Un hombre querido y respetado en la localidad. Honesto, generoso, desinteresado. Bebedor y corajudo. Inmensamente amoroso con sus hijas, en oposición frecuente con su mujer. Pero de todo esto no quiero hablar. Tendría que ser mi madre o cualquiera de sus hermanas la encargada de escribir sobre esto, porque es su historia. Mi historia es otra.

Lo primero que me gustaría aclarar es que al decir Acaponeta, quiero decir "la casa de mis abuelos de Acaponeta". Para mí había poco más en ese pueblo. Aunque lo poco extra es muy significativo. La algarabía de los pájaros que se preparaban para dormir en el atardecer en los árboles de la plaza principal, que sólo entonces se apaciguaba con un viento fresco que compensaba el ardor de las horas más soleadas. La adrenalina y la excitación de la feria del pueblo, con sus juegos mecánicos y las canicas y el futbolito. Luces intensas y estimulantes que expulsaban la oscuridad. El mercado y su asqueroso olor a carne y pescado; las vendedoras de camarón, avejentadas, gordas y vulgares o jovencitas, insinuadoras y coquetas, también vulgares (mi papá era el que preguntaba el precio y regateaba y se encargaba de hacer una ensalada con ellos que se volvió legendaria en la familia); el tejuino, único en la exquisitez de su sabor, temperatura y textura; el menudo, del que mi papá y mi hermana eran aficionados y yo una íntima detractora.

La casa de mis abuelos de Acaponeta, por otro lado, conformó y conforma parte de mi universo privado. Sus cajones, sus rutinas, su ruido y su temperatura son materiales de los que está hecho una parte de mi espíritu. Esa casa es la representación tangible de una gran parte de mi arquitectura emocional. Yo soy, en cierta medida, esa casa en Acaponeta. Yo soy la casa de mis abuelos de Acaponeta. La casa de la familia de mi mamá. La casa donde creció mi mamá. La infancia de mi mamá. Mi mamá. Yo soy Sara Carolina de la Rosa Aguiar. Aguiar. Hija de la penúltima, sobrina de las otras cuatro, nieta de Elías y de Josefina, político y ama de casa, habitantes de una localidad extremadamente calurosa y bastante pequeña, casi rural, que parieron a su descendencia desde los años 40 hasta los 50. Pero aunque tentador, este texto tampoco pretende ser una disertación sobre nuestra ascendencia, educación y circunstancias. Este, es un texto de nostalgia y de muerte y de pérdida.

Después de las dos horas desde Tepic, y al tomar la desviación hacia la derecha que nos llevaría al lugar que vio crecer a mi mamá, se presentaba la disyuntiva entre dejar el aire acondicionado del coche lo máximo posible antes de poner un pie en el infierno, o bajar las ventanas algunas cuadras antes de la casa para comenzar a aclimatarnos (lo cual tendría que suceder inevitablemente). En la casa, en una sombra relativamente reconfortante, encontrábamos a mi abuela ocupada en algo pero inmediatamente desocupada para venir a abrazarnos y darnos la bienvenida (de mi abuelo no tengo recuerdos: murió cuando yo tenía dos años). Nos instalábamos todos en un mismo cuarto, de techos altísimos y dimensiones gigantescas. Cuatro camas había en ese cuarto, todas matrimoniales si bien recuerdo. El techo eran vigas y troncos de madera, cuya potencial caída me causaba un temor obsesionante. Los zancudos se alegraban con nuestra llegada e inmediatamente comenzaban su festín. Las arañas, antes de eliminarlas de camas, espejos y burós, recordaban su resentimiento acumulado contra nosotros por haber matado en nuestra visita anterior ya fuera a su ascendencia o a su descendencia.

El patio central era como una pequeña jungla civilizada a fuerzas y superficialmente (todo tipo de animales fueron descubiertos rondando la zona). La oficina de mi abuelo era una acumulación insensata de papeles inútiles y polvo. La sala era una galería de objetos arcaicos y bodas de las hijas. Las mecedoras que habitaban la sala eran como animales míticos, excepcionalmente maternales, que acogían en su vientre a quien fuera y lo mecían hasta entregarlo en los brazos de Morfeo. Recuerdo la pintura que había en el comedor, que mostraba camarones secos acostados al lado de un botecito con sal y unos limones. Una pintura muy ad hoc, sin duda. La cocina, un espacio inmenso un poco en penumbra, con una mesa cuadrada, un refrigerador un tanto destartalado (que en ocasiones albergaba heladitos de vainilla hechos para mí por mi abuelita), una estufa que melancólicamente se callaba sus historias (que eran muchas porque estaba vieja) y un lavabo incómodamente pequeño. Siempre que me comisionaban lavar los trastes terminaba salpicada de agua por todos lados, al punto del empape. Al lado de la cocina, un pequeño cuarto con baño que era, creo recordar, la habitación matrimonial (es decir, la de mis abuelos). Al fondo de la cocina, otra estancia gigante con un baño feísimo, tétrico, lleno de esas odiosas y resentidas arañas, una pila de dimensiones épicas, a la que me hubiera gustado meterme diario para aliviarme del calor y una puerta de madera gruesa, pesada, misteriosa, que escondía un sótano más o menos abandonado, con una hamaca y otros objetos que han quedado difusos en mi memoria. A un lado de la pila había una habitación más, el famoso "gallinero" (antes de mi existencia mi abuela había tenido gallinas y las había tenido allí), donde a la edad de cinco años encontré, jugando a la casita, un alacrán en una cortina que me hizo salir disparada y gritando hasta el otro extremo de la casa.

Las noches era el momento de más angustia para mí. Había sombras amorfas de movimientos accidentados, el temor de que las vigas se desplomaran, el ataque incesante de los moscos, sensaciones en la piel que bien podrían haber sido provocadas por arañas o alacranes, la sospecha de animales o monstruos bajo la cama, los ronquidos de mis papás, los sonidos indefinibles de las plantas en el patio, algunos pasos en la ventana que daba a la calle que llegaban en horas fantasmales... Las noches acaponetenses eran una prueba de valor. Pero lo verdaderamente más terrible era la necesidad de orinar que me llegaba a veces en minutos nocturnos, minutos dolorosos, eternos, en los que me gustaba pretender que me podía aguantar, pero en los que inevitablemente tenía que enfrentar la realidad: era necesario atravesar toda la casa, oscura y hostil, para llegar a un baño, aun más hostil, con peligro de perder la batalla ante un ser de la Naturaleza salvaje.

Por las mañanas me levantaba tarde (¿por dormilona? ¿por la extenuación del miedo de la noche anterior?) y tan pronto despertaba me iba a la cocina, desde donde salían en murmullos las voces adultas y los olores a café, pan, frijoles, queso. Casi siempre estaban de buen ánimo los ahí presentes (seguramente porque eran vacaciones) y al llegar me sentía recibida con amor. Después del desayuno normalmente se atendían los pendientes: hacer el aseo de la casa, ir al mercado, resolver alguna situación, hacer alguna visita. Las tardes quedaban vacías de ocupaciones y entonces llegaba cierto tedio. El calor, los moscos, la falta de amigos. Quedaban las opciones de leer, tomar siesta en la cama o entregarse al amor voluptuoso de las mecedoras. Lo que yo prefería era escuchar las pláticas de los adultos, conocer las historias y chismes, escuchar nombres y saber su relación con nuestra familia.

Por las noches nos sentábamos en mecedoras o sillas afuera de la casa, charlando, gozando el fresco, viendo la vida pasar. Una vida que llegaba y se iba en una calma de calidad infinita, sin sobresaltos. Las estrellas brillaban, los pocos carros pasaban lento o no pasaban, la gente caminaba con lentitud y saludaba al pasar, se podían oler los árboles. Cuando iban primos (casi siempre y exclusivamente los hijos de la hermana menor de mi mamá), era una maravilla tenerlos cerca. Aunque no habláramos. Bastaban abrazos, o su silenciosa compañía. Su compañía. En contraposición con su ausencia, que era la triste regularidad.

Y ahora siento todo eso perdido, para siempre. Tras el fallecimiento de mi abuelita, la casa entró en cierto estado de abandono (sobre todo por nosotros, que nos habíamos quedado sin la razón principal para ir) y eventualmente pasó a ser rentada por una arpía que ahora no se quiere salir, aunque nuestra voluntad ya no es tenerla allí. Se me parte el alma de pensar que no puedo entrar en esa casa que soy yo. Pensar que está habitada por una mujer que actúa mal y dolorosamente. Y también se me parte de saber que sin esa casa, sufro de cierta orfandad. Una orfandad que tiene que ver con un mundo, un México, donde había tiempo y espacio para simplemente existir. ¿Dónde están mis abuelos y mi papá? ¿Qué ha pasado con la gente que decía "buenas noches" al pasar? La casa de mis abuelos de Acaponeta es un símbolo para mí de calidad de vida y de amor. Y ahora siento todo eso perdido, para siempre.

lunes, 4 de agosto de 2014

Hoy.

Hoy paseé en bici por la ciudad. Recorrí avenidas, calles, malecón y puentes. Empedrado, concreto, baches y topes. Estuve bajo el sol, bajo las nubes y bajo la lluvia. El viento me lamió la cara y me acogió con calor y ternura el cuerpo entero. El cielo me bautizó en mis 26 años. En el pecho me brincaba un músculo que sin duda me reafirmó que estoy viva. Canté y grité y respiré hondísimo. Fui feliz. Hoy, en el puerto, sobre dos llantas y bajo gotas innumerables, fui feliz.

domingo, 3 de agosto de 2014

Feliz (y melancólico y lluvioso) cumpleaños

Les voy a ser sincera. Comencé esta entrada escribiendo una reflexión sobre ser adulto e irle sumando números a la edad, pero la verdad es esta: quiero escribir un post cada día de mi vida, por lo menos durante un año. Para que esto permanezca como cierto, tengo que publicar una entrada en 11 minutos. Así, pues, haré una crónica sobre mi día, la cual se escribirá más rápido y me pesará menos en el ánimo.

El día de mi cumpleaños me recibió con mi marido sonriendo de oreja a oreja y con los párpados hinchados de sueño, cantando una versión de las Mañanitas manipulada a tal grado que resultó una creación nueva en el espectro de la música contemporánea. (Fue, por cierto, el único ser humano que me cantó las Mañanitas, algo inédito en mi vida.) Me hizo reír y eso siempre lo agradezco.

Fuimos a visitar a mi papá en el panteón. Mi mamá, mi hermana, su marido, su hija, mi marido y yo. Sentí una necesidad inmensa de decirle que lo amo, que le agradezco haberse dejado convencer por mi mamá de embarazarse de nuevo, de haberme criado como una hija orgullosa de él. Le aseguré que me esfuerzo en la maestría, en el matrimonio, en la creación literaria y en absolutamente todo lo importante en la vida. Le agradecí una y otra vez haberme regalado la vida, y le confirmé hasta el cansancio que estoy haciendo con ella lo mejor que puedo.

Al volver a casa, mi hermana me ganó por Knock Out en el round primero a la hora de preparar burritos de frijoles con queso. A pesar de estar muy convencida de mi técnica, la concurrencia, disimuladamente, terminó por pedir únicamente los de ella. Yo, como buena perdedora, me quedé cómodamente sentada pidiéndole también burritos glamurosos, como les llamé, con el propósito de burlarme de ella, aunque en el fondo respetando que su técnica tiene mucho más de atractiva y cosmopolita que la mía, que en realidad no es ninguna técnica. Terminamos por llamarla La Burritería. (Mis hermanos y yo nos burlamos de los hipsters tanto como nos es humanamente posible.)

De ahí nos fuimos a la Laguna de Santa María del Oro. Le expliqué a mi sobrina qué son los volcanes, por qué la laguna no tiene fondo, por qué no se puede nadar hasta el centro sin ser un experto en el agua y, más importante, cuál es la similitud entre un volcán y una espinilla (tema en el que, muy a mi pesar, tengo cierto conocimiento).

Mi mamá lloró a veces, poquito y a fuerzas o con cierto desahogo. Yo quise llorar al despedirme de ella y emprender carretera rumbo al puerto que ahora acoge mi nuevo hogar, en mi vida de casada y de maestrante. No lo hice. Me quedé igual que el cielo: nublada y con brisa, pero con fuerza y llena de vida. Hoy fue un cumpleaños raro, diferente, pero lindo, sobre todo porque no necesito de felicitaciones ni regalos ni velas ni tratos especiales para saberme cumpleañera. Es lindo esto de cumplir 26 años y saberme amada por mí misma.

sábado, 2 de agosto de 2014

La familia y los tiempos que cambian

Este post se lo dedico a todos mis tíos y tías, primos y primas, hermanos y papás.

Cuando era niña las fiestas y reuniones familiares me parecían tumultuosas, intimidantes, llenas de ruido y de gente alta y corpulenta con risas estruendosas y conversaciones en un tono de voz de complicidad, incomprensible para mi edad. 

Los primos, aparte, jugábamos, nos incluíamos o rechazábamos, hacíamos bromas pesadas e hirientes y también nos abrazábamos, besábamos y llorábamos cuando los adultos decidían que la fiesta se había acabado y era hora de fracturar aquella comunión infantil.

Hubo tiempos, sobre todo en la confusa adolescencia y en la arrogante primera juventud, en que me sentía desencajada del ritmo familiar, me sentía rara, inadaptada, a veces mejor y a veces peor que los demás, pero constantemente fuera de lugar.

Hoy hubo un gran encuentro familiar, propiciado por la fiesta doble del bautizo de una bebé y el cumpleaños de un pequeño niño, ambos hijos de uno de los primos mayores, un hombre simpático, noble y trabajador a quien siempre he querido mucho. Fue una experiencia fantástica para mí. 

Ni siquiera fue el hecho de que haya socializado con todo mundo, que no fue así, sino la reconfortante sensación de saberme rodeada de caras conocidas, amadas, sonrientes. Caras familiares. Familia. 

Sin duda me sigo sintiendo rara, pero la gran diferencia es que ahora no me importa. Me sé igual a los demás en el apellido y en el inmenso amor que nos tenemos, la simpatía que nos procuramos y la red de apoyo que somos y seremos. 

Tras escribir estas notas me iré a bailar con ellos, para festejar mi cumpleaños. Y eso me hace muy feliz. ¡Feliz cumpleaños a mí, cierta y precozmente!


viernes, 1 de agosto de 2014

01 de agosto

El 01 de agosto siempre ha sido y será el cumpleaños de mi hermano. Es día de verano y de lluvias, de vacaciones y de calor, pero también y sobre todo es el día de Mitch.

Nuestra historia de amor comenzó hace 26 años, cuando mi papá embarazó a mi mamá y yo empecé a existir. Mi hermano quería un varón, para jugar con él y tener un cómplice y amigo las 24 horas del día. Mi hermana quería niña, supongo que por las mismas razones, pero no importa porque este texto no es de o para mi hermana. Como decía, mi hermano quería un varón y la vida le frustró sus deseos. Porque nací yo.

Sin embargo, Miguelito de 7 años no frustró sus planes de tener un amigocho permanente, por lo cual nuestra relación se convirtió en una abominable lucha cuasi permanente que ambos disfrutábamos y detestábamos. Golpes, llanto, risas, bullying y amor incondicional. Una mezcla francamente irritante para mi mamá. Sobre todo, porque el llanto venía siempre de mí.


Viviendo en estas condiciones, mi sentido del humor se desarrolló precozmente y a un ritmo imparable, unido íntimamente al de mi hermano; mi lado masculino fue, hasta muy recientemente, el predominante en mi personalidad; demostrar amor a golpes fue lo que preferí en la adolescencia; escuchar Molotov y tener un léxico de niña de arrabal también vinieron como consecuencia.

Sin embargo, también tuve siempre un aliado que me consultaba con sumo respeto mi opinión sobre novias y otros temas de Inmensa Relevancia para él; tuve un caballito que le permitía a la Sarita de 3-7 años montar sobre su espalda/lomo; tuve un hostigador acérrimo que durante largos años me llamó Gordolina. Con decirles que gracias a mi hermano me llamo Sara. Cuatro letras que me procuran identidad, y que se deben a este sujeto.

En pocas palabras, mi hermano fue mi mentor, mi mejor amigo, mi ejemplo a seguir, mi saco improvisado de boxeo, mi fuente de lágrimas y un ser lleno de compasión en los peores momentos de mi adolescencia. ¡Y ahora que me acuerdo fue el que convenció a mis papás de que me permitieran estudiar la licenciatura en Guadalajara! Experiencia que, por cierto, cambió mi vida. (Los convenció argumentando que yo era responsable, inteligente, talentosa y que me lo merecía, que confiaran en mí.)

Hermano: tengo un amor grandísimo, indecible para ti. ¡Estoy feliz de que estés en mi vida, de aprender siempre de tu corazón grande y noble y de acompañarte a través de las peripecias de tu existir! ¡Nos vemos al rato para la peda!