Estoy estudiando un curso de budismo llamado “Eliminar el
autoengaño, despertar la compasión”, en la página electrónica www.facebuda.org Cada semana hay un tema
nuevo para que los alumnos escuchemos, reflexionemos y aprendamos. Me está
resultando muy valioso en la vida, porque me permite ver mi vida cotidiana
desde una perspectiva más compasiva, más elevada, más amorosa. Me ayuda a
quererme más a mí misma y a los demás, a todos los demás.
La religiosa que es guía y profesora en el curso, y que cada
semana comparte una plática en un video de una hora de duración acerca del tema
en turno, nos compartía la falsedad o la superficialidad de las etiquetas. Nos
explicaba, por ejemplo, que aquello que forma nuestra identidad son adjetivos
calificativos que, repetidos, terminamos por creerlos a pies juntillas. Muchos
de ellos nos los dieron en casa, otros en la escuela, en el trabajo, en las
relaciones amorosas y de amistad, y muchos otros, nos los autoasignamos.
Yo, por ejemplo, sufro con la etiqueta de indisciplinada. La
traje a mi vida cuando me di cuenta que me costaba mucho trabajo sentarme todos
los días a escribir literatura, algo que me apasiona y a lo que eventualmente
me gustaría dedicarle mucho tiempo y energía. También empecé a pensar que era
indisciplinada cuando me daba flojera levantarme por las mañanas para salir a
hacer ejercicio. Entonces dije: soy indisciplinada. Ahora me aterra cada vez
que voy a empezar un proyecto porque seguramente va a fracasar porque no tengo
la disciplina requerida para llevarlo a buen puerto o para mantenerlo a flote.
Otro ejemplo. Durante casi toda mi vida he cargado la
etiqueta de víctima. Dicho en otras palabras: de que soy insuficiente (para lo
que sea), de que no merezco cosas buenas, de que me van a dejar por otra chica,
de que van a despedirme porque no soy capaz, de que soy impotente (un ser sin poder,
así, en general, y eso que en el zodiaco soy Leo y en el horóscopo chino soy
Dragón). Y eso a su vez me ha dado la inseguridad requerida para ser celosa,
pusilánime, depresiva…
Lo que dice la monja budista Venerable Damcho, mi profesora,
es que del mismo modo en que arbitrariamente nos enjaretamos ciertas etiquetas
o adjetivos, libremente podemos asignarnos otras que nos sirvan más, que nos
hagan sentir mejor, que sean más benéficas, que nos redunden en un bien. Es
decir, a través de nuestra imaginación podemos crear quiénes somos, y eso hace
que nuestra respuesta al entorno cambie. Un ejemplo burdo: si estoy en el medio
del tráfico y empiezo a inquietarme, pienso “soy paciente” y eso me ayuda a
adoptar una mejor actitud.
Tengo un tatuaje en el antebrazo izquierdo que dice “La vida
es sueño”, título de la famosa obra de teatro de Calderón de la Barca y motivo
de reflexión para muchos filósofos, artistas e intelectuales (uno de ellos
Borges, a quien recientemente leí en un cuento del libro El Aleph declarar que
los verbos vivir y soñar son estrictamente sinónimos). Pues bien, precisamente
me lo tatué como recordatorio de esto: de que todas las creencias rígidas que
tenemos de la vida y de nosotros mismos no son más que una ilusión, un juego
mental. Y a pesar de habérmelo escrito permanentemente sobre mi piel, me
resulta difícil recordarlo. Pero haber escuchado a esta líder espiritual
neoyorquina hablar sobre la posibilidad de cambiar nuestra percepción de
nosotros mismos y por lo tanto, nuestras acciones, a través del cambio de
etiquetas por unas mejores, más sabias y más reconfortantes, me dio mucho
alivio y mucha esperanza. Y quise compartirlo con ustedes.