miércoles, 6 de agosto de 2014

El vértigo de la desnudez

Me casé en julio del año pasado, en medio de un cambio en mi existencia en general de proporciones épicas. Estaba estudiando la maestría en una ciudad, superando el luto de mi padre, visitando a mi familia en una segunda ciudad y construyendo una casa y una relación de afecto con el hijo de mi entonces novio en una tercera ciudad. Una locura, como verán. Y entre la ciudad A, B y C los recorridos los hacía en autobús.

Cuando llegó el momento de decidir qué queríamos hacer para la luna de miel y dónde queríamos hacerlo, surgió la idea de hacer un road trip (es decir, un viaje por carretera) a través de los bosques de California. Al principio la idea me pareció estupenda, y cada vez que mi prometido me mostraba fotos de Yellowstone y los bosques de secoya, mis adentros se llenaban de mariposas en primaveras: inquietas y juguetonas. Sin embargo, conforme aumentaban las veces que tenía que hacer fila para depositar las maletas en la parte inferior de los autobuses, sonreírle a la señorita que me indicaría que asiento me correspondía, ver pasar montañas, llanos y jungla a través de las ventanas, oler el perfume artificial de los aires acondicionados, levantarme y atravesar el bus para llegar a los baños (donde finalmente orinaría medio sentada dando brinquitos y cuidando que mis líquidos no me fueran a mojar), mis deseos de gozar mis vacaciones de verano y mi luna de miel viajando iban en caída libre.

Finalmente, un día me armé de valor para comunicarle a mi futuro marido mi falta de ganas de hacer semejante barbaridad. Y así, sencillamente, le dije "no quiero viajar más por carretera". Y no pasó. Lo que sí pasó fue que encontramos, también en California, un retiro espiritual de cinco días, con terapias físicas y espirituales, además de una dieta vegana en un contexto de bosque. Y nos decidimos por eso. Por que, pensamos, ¿qué mejor que empezar un matrimonio trabajando en nosotros mismos? Y eso pasó.

Una de las actividades que estaban programadas para todos los que estábamos "internados" (esta palabra me parece tan estridente y grotesca, que la uso para propósitos humorísticos) era ir a unas piscinas termales nudistas. A conectarnos con la Diosa Madre Naturaleza. Encuerados. En medio de un montón de desconocidos. En un sitio que era históricamente popular entre los hippies y que hacía poco se había vuelto una referencia para quienes buscan una cogida sin compromisos. Ahí nos agendó una sesión de desnudez nuestro líder-gurú (mi marido y yo le llamamos así de modo burlón, para quitarle un poco de solemnidad al de por sí denso proceso de autoconocimiento y autoamor).

Pues bien, no fuimos. Me parece recordar que ese día le vi la cara a Dios. Me explico. Tuve una sesión de Watsu (una terapia acuática que guarda similitud con la experiencia de un feto en el vientre materno) que me conectó al mismísimo centro de energía de la Vida. O así lo sentí yo. Sentí la respiración de los árboles, vi todas las generaciones de humanos llegar e irse, me sentí amada, protegida y cuidada, me descubrí como el principal obstáculo para recibir el amor del Mundo. Y todo esto se lo compartí a Michael, que muy lindo se solidarizó conmigo y juntos nos quedamos viendo, creo, la película Big Fish.

Sin embargo, el día antes o el día mismo de nuestra partida, decidimos ir solos a ese lugar de gente sin ropa y sin vergüenza (afortunados ellos). A mí, ya sea por inseguridades o por cultura o por educación o por falsa moral o por acomplejamientos físicos o por vaya a saberse qué, me dio una incomodidad tremenda la idea de quedar totalmente expuesta frente a aquella masa de extraños, algunos peludos, otros depilados, otros con penes diminutos y otros gigantes, pechos casi invisibles o rebosantes, redondos, puntiagudos, altivos o agachados. Y yo ahí parada, con un bikini que me habían regalado por mi cumpleaños 24 mis papás, con mis pechos que tantos años había desdeñado, con mi sexo que me provoca un ciego instinto protector, con mi vientre un tanto redondito.

Decidimos quedarnos con nuestros trajes de baño. Sí. Así es. Nos opusimos a despojarnos de nuestras diminutas barreras, nuestros simbólicos escudos. Yo me quedé con mi bikini colorido y mi compañero guardó sus nalgas y sus genitales dentro de su short rojo. La gente nos miraba mal. Éramos la representación del enemigo, el elemento en disonancia, el recordatorio del inhibido mundo exterior, la comprobación del desacuerdo. Y a nosotros no nos importó. Todas las albercas, excepto una, estaban demasiado calientes y no pudimos ni meternos en ellas, y en la que finalmente pudimos quedarnos y descansar un momento, terminó siendo abruptamente secuestrada por una pareja, espontánea y recientemente creada, que decidió tener su fortuito encuentro sexual bajo el agua, a nuestro lado.

Pero a lo que voy con todo esto es que, de modo contrario a mi luna de miel, en este blog he decidido sí desnudarme. He decidido comprometerme a escribir diario por lo menos durante un año. He decidido ser sincera y aunque no todo lo que esté aquí será autobiográfico, seguirá siendo yo. Y del mismo modo que en California, aquí también me da cierta vergüenza, cierto vértigo. Y del mismo modo que en California, aquí también la gente podrá mirarme mal. Pero aquí sí me despojo de mis barreras y de mis escudos. Y quiero agradecerte, lector(a), por estar aquí. Hoy, por primera vez en los seis años de vida que tiene esta bitácora electrónica, me metí a ver las estadísticas de mi blog, y me sorprendí inmensamente cuando me enteré de que me visita gente de México, Estados Unidos, Canadá, Ecuador, España, Argentina, Bolivia, Alemania, China, Rusia y Polonia. Este mensaje es para ustedes. Mi desnudez es para ustedes.

¡Gracias! 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Aplausos de pie!

Naza blog dijo...

Buenisimo!!! Salpicaste de vitamina C esta rica historia.