domingo, 28 de febrero de 2010

Enero no existe

Nos han hecho creer que hay doce meses en un año, y que el primero de ellos se llama enero. No es cierto, querido lector.

Piénselo. Ahora, dígame, ¿recuerda usted haber vivido algún día de dicho mes, que no sea de los primeros seis? Es que por lo visto, sólo existen los primeros seis días: ni siquiera una semana.

Llegamos a diciembre con la ilusión de las vacaciones, del descanso, de la Navidad, del rencuentro familiar, de las comilonas, los regalos, la bonita ropa invernal que teníamos guardada. Pronto, aunque feliz, diciembre se esfuma. Y luego llega el primero día de ese misterio mes, día en que la mayoría de la gente no trabaja. Desde aquí empieza la cuestión. Analicemos.

Primero de enero. No hay que ir al trabajo. Mucha gente se despierta cruda y a mediodía. Ya se fue la mitad del día y lo que queda de la jornada, lo vivimos mareados, sin tener certeza de lo que pasa, y, sobretodo, sentados: sentados en un sillón frente a la tele, en una mesa de un restaurante atiborrado, o en el comedor de la casa frente al plato lleno del recalentado. Bum, de pronto se hace de noche (el horario de invierno acorta los días increíblemente) y antes de que nos demos cuenta, ya estamos en pijama y metiéndonos a la cama.

Luego transcurren unos días que nadie recuerda. No es que no los recordemos: no existen.

Finalmente viene el seis de enero, día en que algunos niños excepcionales reciben regalos y en que la mayoría de la gente aprovecha el pretexto de celebrar el Día de Reyes para atiborrarse de rosca. Pero, pasado este día: corte a negros.

Enero no existe. Pasado el seis del mentado e inexistente mes, llega febrero. Y pasado el 15 y el 24 (para los nacionalistas) de este último, llega marzo. Y después del 21 de éste, llega abril. Y abril sí que existe. Existe porque es importante para la industria de la moda: todas y todos comenzamos a lucir los monísimos modelitos de Primavera-Verano del año en curso. Y existe, cómo no, porque en dicho mes es el cumpleaños de mi madre.

Ocioso lector, usted que tiene tiempo para leerme, estoy segura que también lo tendrá para ponerse atento el próximo año y confirmarme que tengo la razón. O también, inteligente lector, sabrá usted aprovechar y hacer consciente cada uno de los días que tenga este mes y todos los demás. Porque usted, sabio lector, sabe perfectamente que el tiempo no existe y sólo tenemos este pedazo de segundo que siempre está muriendo y convirtiéndose en pasado. Llenemos, mortal lector, el vacío del tiempo con cosas simples y bellas.

Y aquí termina este ensayo. No me vaya a acusar el Gran Capital de difundir la filosofía del ocio, el goce, la improductividad y la ineficiencia.

jueves, 25 de febrero de 2010

Poema

Me refugio en el misterio
de las cosas que no existen
aquí y ahora.

Me vuelvo loca
poquito a poco.
Todo está dentro de mí.
Soy el punto de partida
y de llegada.

(La función de imaginar y recordar es la misma)

Creemos nuestra historia
Reinventémonos
en este rincón de luz tenue
donde nadie nos ve.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Me muero de ganas

de usar la siguiente frase:

¡¿Cómo te explico que te vayas a chingar a tu madre?!

Tiéntenme. Anden, tiéntenme.

lunes, 22 de febrero de 2010

Un hombre serio

La última película de los hermanos Cohen me deja con la siguiente pregunta: ¿Y para qué carajos querría yo ser una persona seria?

Vivimos en una sociedad irracional y contradictoria (no podría ser de otro modo, está compuesta de individuos en su mayoría inconsistentes y en su totalidad caóticos), cuya moral contemporánea está basada, principalmente, en no molestar al otro y en hacer las cosas bien: ser un “sujeto de bien”.

La película trata de uno de estos pobres hombres que se tragaron el cuento enterito y, para su desgracia, obedecieron las reglas del juego ciegamente, al pie de la letra, sin chistar. Vamos viendo, entonces, por qué tanta desgracia para un hombre que lo único que hizo fue seguirle el rollo al sistema.

¿Ser un hombre bueno? ¿Y qué coño significa esto? ¿Obedecer los mandatos de una religión que no ofrece explicaciones, que sólo nos pide “aceptar el misterio”, como bien dice uno de los personajes más cómicos e insoportables del film? ¿Tragarnos la mierda que los demás constantemente están tratando de echarnos encima (a cualquier ser humano es fundamental ponerle e imponerle un límite, pues si no, cualquiera se va a sentirse suficientemente cómodo como para desbordarse sobre uno y echarle sus problemas) sin oponer resistencia? ¿Pagar obedientemente las cuentas?

Si bien no hay recetas para vivir la vida, hay un ingrediente que no debe faltar nunca y que no debería ser adjudicado únicamente a los jóvenes: la rebeldía. Y no me malinterpreten, no se trata de que salgamos cada fin de semana a las calles a manifestarnos por todos los problemas que nos fastidian y que le achacamos (acertadamente, la mayor parte de las veces) al gobierno. No. Se trata de pensar. ¡Ah, esa actividad que tanto duele y por ello tan pocos llevan a cabo! La rebeldía es pensar, es criticar, es cuestionar, es no estar de acuerdo.

Porque, ¿qué quiere el tan afamado “sistema” de nosotros? Quiere que seamos productivos en el trabajo; quiere que tengamos familias e hijos, para que éstos se conviertan en los futuros consumidores; quiere que tengamos enfermedades y problemas para necesitar de otros que nos lo resuelvan (cobrando, claro), porque son esos “otros” los que nos crean los problemas (ejemplo: las farmacéuticas); quiere que paguemos nuestras cuentas; quiere que obedezcamos y estemos de acuerdo.

Ahora, díganme ustedes, ¿quién, en su sano juicio, puede vivir su vida con ese gigantesco par de manos oprimiéndole el cuello? Pues casi nadie, señores. Casi todos “hacemos trampa” en este mundo, de alguna u otra forma. Existimos los que tratamos de hacer el bien pero siendo conscientes y críticos; hay los que ni hacen el bien ni son conscientes ni críticos; los que hacen el mal conscientemente; y, por último, los que hacen el bien mansamente, sin pedir explicaciones ni extender críticas. Y nuestro protagonista es uno de estas pobres excepciones. Lawrence Gopnik se creyó que si obedecía las reglas y ante las bofetadas de la vida ponía la otra mejilla, sería un hombre de éxito. Me imagino al personaje pensando “los vecinos me verán pasar en mi hermoso coche con mi hermosa familia y dirán ‘ahí va Lawrence Gopnik, un hombre serio’”. No contaba con que este sistema, si es obedecido, no apremia; por el contrario, asfixia aún más. No tuvo en cuenta que si obramos con “sensatez”, las cosas no necesariamente van adquiriendo un orden armonioso. Pasó por alto algo: siempre habrá problemas y, afortunadamente, siempre habrá belleza. Olvidó (o nadie le enseñó) lo más importante: en este mundo, la vida no tiene sentido.

A todos los Lawrence Gopnik les dijo: deja de buscar tus respuestas con los rabinos, sacerdotes, psicólogos, terapeutas. Las preguntas más grandes que nos plantea la vida no tienen respuesta, pero de esto nos damos cuenta hasta el final de nuestra vida, cuando ya hubimos construido y dirigido nuestra existencia en torno al intento de responderlas.

jueves, 18 de febrero de 2010

tenis de colores brillantes

Muchas veces he escuchado a la gente hablar de cómo se paran en el mundo. “Yo me paro en el mundo como una mujer que no se conforma”, “yo me paro en el mundo con desesperanza”, “yo me paro en el mundo con el deseo de encontrar el amor”. Yo me paro en el mundo con tenis de colores brillantes, las más de las veces. (Y eso si es que me paro, porque, ¿no es mucho más delicioso sentarse a observar cómo las cosas y las personas suceden delante de nuestros ojos?)

La selección de mi calzado no es accidental y son tres los motivos que me llevan a escoger lo que ya he mencionado anteriormente: tenis de colores brillantes. (No enlisto porque las listas son cómodas y sosas.) Razón número 1: la comodidad. Mi madre, desde que tengo uso de la memoria, siempre me ha dicho cuando vamos al mar que tenga cuidado con él, pues es traicionero. Le creo tanto que extendí la creencia (que no temor) a la vida entera. Hay que tener cuidado con ella pues es traicionera. Seguramente cientos de ocasiones has podido comprobar, lector, que la vida te hace una mala pasada cuando menos te lo imaginas, porque sus razones y designios son tan absurdos que no existen o tan grandes y coherentes que estamos ciegos a ellos. Por eso yo uso calzado cómodo. Porque no sé cuándo me vaya a corretear un secuestrador en alguna de las calles oscuras del barrio donde vivo, o cuándo vaya a tener que correr tras el hombre (que de preferencia va sobre un coche caro) en cuyos ojos creí ver el brillo fulminante del amor verdadero, o cuándo me vaya a topar con una calle empedrada cuya inevitable sinuosidad alerte a mi instinto de supervivencia y convierta mis paso en los de un felino, firmes y cautelosos. Y todas estas posibles situaciones me llevan a la razón número 2: la vida de una persona adulta con quehaceres y obligaciones rara vez contiene pasajes tan excitantes como los que acabo de mencionar. A mí la vida me requiere, casi siempre, pretextos simples y pasajeros para reírme de ella y poder terminar mis días exitosamente. Por eso mis tenis son de colores brillantes. A veces tengo conversaciones tan anodinas, ocupaciones tan posesivas, predicciones sobre el futuro tan oscuras, que necesito algo, cualquier cosa, un recurso de emergencia, para reírme de la máscara tan formal y embustera con que al menor de los descuidos la vida se quiere disfrazar; para liberarme de la sensación de que mi existencia es insoportablemente pesada y no leve, como sé que en realidad es. En esos momentos, entonces, bajo la mirada y me encuentro con unas zapatillas (como le llaman los españoles a los tenis… ridículos) de colores irreverentes, que me imagino que si pudieran hablar me dirían con actitud retadora “a que no te cagas de risa”. Por último, aunque no porque sea la menos importante, la razón número 3: mi calzado deportivo (ya hemos dicho que la vida podría ser un deporte) está provisto de agujetas. Esas agujetas, cualquier par de agujetas, son mi padre. No sólo porque atarlas me recuerde a la época en que mi papá lo hacía por mí, con una fuerza ligeramente excesiva que luego mis pies resentían. Las agujetas son mi padre por la sencilla razón de que mantienen mis extremidades inferiores seguras dentro del zapato y así me evitan caer, y esto, esta labor cotidiana, llevada al grueso de mi vida, es lo que hace mi padre. Las agujetas abrazan y protegen a mis pies como calurosamente lo hace mi padre conmigo.

Si ven por la calle o por las pasillos a cualquiera con tenis de colores, ríanse. Es la intención. Y después, vayan corriendo a comprarse unos, para formar progresivamente una comunidad de gente que busca pretextos para alegrarse y para vivir aventuras. Las agujetas no son indispensables.

jueves, 11 de febrero de 2010

¿Qué va a pasar

el día que descubra que tenía razón,
el día que confirme que lo peor de mí está tiranizándome,
cuando caiga en la cuenta que el fracaso y las tragedias no sólo le ocurren a los demás,
cuando llegue a la edad maldita donde te sientes solo y viejo, aunque sólo estés a la mitad (de todo),
en las noches en que la realidad me escupa y me recuerde que la perfección no existe,
en los atardeceres que vea caer mientras conduzco a cualquier lado que no me hará feliz?

¿Qué va a pasar conmigo si toda la vida continúo escribiendo porquerías como esta?

viernes, 5 de febrero de 2010

:)

Hoy redescubrí a los árboles. Lo altos que son, lo pacíficos y reconfortantes, lo bellos, lo viejos y lo sabios. Supe entonces que yo quería para mí un hombre-árbol. Y en ese momento me dieron ganas de abrazar a los árboles-hombres.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Nonesense

¿Se han puesto a pensar lo FEA que es la palabra "papaya"? Pronúncienla varias veces; piensen en ella; díganla lentamente. Estoy segura que llegarán a la misma conclusión que yo. Es fea, la cabrona.
(Sospecho que es la repetición de "pa" lo que ridiculiza al pobre vocablo.)

Les informo, aunque no es el punto, que en agosto del 2011 me voy a ir a vivir durante un año a París (o sea: disfrútenme mientras me tengan). A veces, cuando reparo en ello y además en el hecho de que después de allí a lo mejor termine otro tanto en Nueva York, me da miedo. Vértigo, le llama Milan Kundera. ¿Vértigo de qué? ¿Vértigo de que esos viajes y esas ciudades sean una analogía con el vacío, con la muerte, con el suicidio? No. No creo que sea así. Vértigo de que, por el contrario, son altos escalones que me van a llevar más arriba, no sé precisamente hacia dónde. A lo mejor hacia ser más valiente, o más cosmopolita, o más independiente, o más solitaria, o más tolerante, o más confundida. Sea como sea, esos lugares/escalones llevan para arriba y no para abajo. Y ahí está el vértigo. El deseo de éxito, el deseo de más, da vértigo porque vamos hacia las alturas. Y no hay nada tan cómodo como recostarse en las profundidades de la mediocridad, donde somos una decepción y nadie espera nada de nosotros, ni siquiera nosotros mismos.

Sufro de aburrimiento crónico con mi cabello y amenazo contundentemente con teñirlo de anaranjado. Palabras de apoyo o de burla/rechazo/lástima, bien recibidas.

El amor es muy hijo de perra, independiente e indomable. El amor no es un sentimiento que se genera entre dos o más personas, sino una cosa que nace de dos o más personas para convertirse en un ente con vida y lógica propias. Más, no sé, pero lo poco que les puedo compartir es un descubrimiento que hice el fin de semana, a propósito de no sé qué. El amor de pareja, aunque nos hayan hecho creer que es para permanecer juntos y apoyarse y darse besitos, no necesariamente es así. El amor de pareja a veces nos abre los ojos, nos libra de ataduras, nos sacude la imaginación o nos incentiva el deseo de vivir, de comernos el mundo a grandes mordiscos. Y por eso, paradójicamente, el amor a veces es la destrucción de sí mismo. Me explico: si experimentamos un amor liberador como el que he mencionado, muy probablemente este mismo amor sea la razón de separación de la persona que amamos, de la persona que nos provocó todo esto. Así que el amor, amiguitos, no es nomás para agarrarse de la mano, sentirse cómodo y conectado. El amor, como fuerza propia, como ser autónomo, tiene su propio rumbo, su propio impulso y por tanto, su propio destino.
(Chingado. Pinche vida loca e incomprensible.)