miércoles, 12 de junio de 2013

Contra "Fight Club"

Cuando yo era una adolescente de quince años comenzó la adicción. Ponía el CD en mi computadora una y otra vez, y desde principio a fin veía de nuevo e incansablemente la película “Fight Club”, hasta el grado de aprenderme diálogos completos, hacer análisis de personalidad de los personajes, aprender vocabulario nuevo en inglés, buscar datos curiosos en Internet acerca del rodaje y el guión, y todo lo que usted se pueda imaginar relacionado a una afición adolescente desmedida.

Incluso, en tercer semestre de la carrera, ya a los 19, hice un análisis sociológico bien extenso y apologético sobre la película. La profesora me repetía constantemente que era un pésimo tema y que seguramente reprobaría. Me empeciné tanto que saqué un diez. 

Es más: tengo que confesar que hace más o menos un año en casa de un ex novio y su hermano escogimos este largometraje para pasar la tarde juntos y les compartí con entusiasmo todo lo que sabía sobre aquel filme. Recuerdo que se impresionaron, pero les importó bastante poco, y es que los datos que había logrado coleccionar a causa de mi fijación no eran tan interesantes en sí mismos. Más bien llamaba la atención la perseverancia con que yo había navegado esa empresa y todos los éxitos (inútiles) que logré.

Ahora recuerdo la película y todo el universo alrededor de ella que existe en mi cabeza, o en la vida real, y pienso que es una historia patética hecha para los aburridos y los que se creen muy contestatarios, tanto así que ven la película, hablan de ella e incuso imitan la trama y las acciones. La revolución posmoderna.

“Fight Club” representa la insatisfacción llevada al extremo, la ira contenida, el deseo de ser triunfalmente irresponsable, de ser un misfit, un ser que no encaja en la sociedad y que pretende no formar parte, sino permanecer en una marginación vengativa y solitaria, con los golpes y el alcohol como el principal modo de evadir las circunstancias personales y de darle un toque de adrenalina a lo que en realidad es una vida succionada por el modus vivendi contemporáneo que no ha hecho nada trascendental, en términos políticos, económicos, sociológicos o artísticos, para incidir en la realidad y transformarla hacia lo que se piensa que es el bienestar.

“Fight Club” es para personas sin el ímpetu suficiente para cambiar el enojo en energía, en ideas y en creatividad; para personas comodinas e irresponsables, infantiles, que siguen prefiriendo, como en la primera edad, culpar a los demás de su infortunio y no tomar acciones sustentables, inteligentes, respetuosas, fundamentadas para profundamente incidir en este mundo de porquería, efectivamente, que nos ha tocado.

“Fight Club” retrata la realidad de un grupo de gente que cree que reniega de la sociedad y sus normas cuando en realidad las están aceptando incondicionalmente y a pies juntillas, porque intenta darle un giro a las cosas, al sinsentido, a través del mayhem, que es lo mismo que el caos, el mismo desorden hiriente que ya tenemos y que requiere de inteligencia, información, creatividad y determinación para convertirse en otra cosa. Volver todo un desmadre no es cortarle la cabeza al monstruo, sino alimentarlo para que siga creciendo sano y fuerte.


Sí, ya dejé atrás mis quince años de rebeldía sin causa. Pero es evidente que hay muchos que no.

jueves, 6 de junio de 2013

Imprecación contra la comodidad

A mi padre, que tanto gozaba de mis textos.

Hace algunos años, un muy querido amigo mío me contaba que prefería bañarse con agua fría y dormir en el suelo o sobre catres. Fundamentaba su preferencia trayendo a la memoria un refrán que dice que “el diablo entra donde hay comodidad”. Y en efecto, echando brevemente la mirada hacia la historia, parecería que así es.

Nunca antes el hombre había tenido una existencia tan facilitada por objetos. Bien visto, hoy en día no hace falta que uno sepa nada más que tres trucos para conseguir sobrevivir. Ya no resulta necesario saber cocinar, lavar, moler, hacer fuego. Bienvenidos a la era de la industrialización: alguien más ya hizo por todos nosotros un método ágil para facilitarnos, ¿inutilizarnos? la vida. Adiós a las técnicas tradicionales y artesanales, son una pérdida de tiempo y llevamos prisa para llegar al espacio. Quítate el hambre con una maruchán.

Estamos, pues, absolutamente entregados a los placeres. El placer de que alguien o algo haga por nosotros lo que en principio teníamos que realizar con nuestras propias manos, energías y tiempo, para que nosotros podamos dedicarnos a otra cosa. O a nada.

Y en la creencia de que el mundo sería mejor y más gozable, nos tiramos no a la inercia sino al estilo de vida acelerado y sin sentido que llevamos ahora, en el que no hacemos prácticamente nada que nos recuerde que somos verdaderamente valiosos, capaces de hacernos cargo de nuestra supervivencia. Lo que nos ocupa hoy en día son los cursos y libros de superación personal que precisamente nos “enseñen” a sentirnos atractivos, inteligentes, con valor, con humanidad.

Hemos llegado al punto en que lo único que realmente importa es que ganemos el dinero que nos requieren para pagar la luz, pagar la comida en el súper o en la cocina económica, pagar la lavadora y la licuadora, pagar el gas, pagar la escuela, pagar el gimnasio, pagar el carro, pagar la casa. ¿Y qué tiene que hacer uno para ganar ese famoso dinero? ¿En qué trabaja la mayoría?

Según el censo del INEGI que registra la actividad económica del país del 2010, cerca de 6 millones de mexicanos se dedicaban a actividades primarias, o sea, aquellas relacionadas con la Tierra, como la agricultura y la ganadería. Por otro lado, 11 millones de compatriotas dedicaban sus días a transformar la materia prima y hacer, por ejemplo, zapatos, calzones, iPods o aviones. Por último, cerca de 30 millones despertaban casi cada día para vender lo que 11 millones hicieron con lo que 6 millones extrajeron del planeta. O sea, casi el 20% de la Población Económicamente Activa se dedicaba al comercio. Comprar y vender.  A eso se ha ido reduciendo nuestra existencia.

Nos damos cuenta de que paulatinamente nos hemos ido alejando de nuestra naturaleza creadora, de nuestro prehistórico hábito de mantenernos ocupados porque, de otro modo, moriríamos. Nos hemos distanciado de nosotros mismos y de los parajes naturales que infaliblemente nos recuerdan que también nosotros somos animales, y que por tanto tenemos un lugar en la tierra que está validado per se, sin necesidad de que individualmente demostremos algo. Pero, sobre todo, nos hemos olvidado de que somos capaces y por tanto poderosos. Nos hemos asumido como robots hacedores de dinero y consumidores de bienes.

Así, pues, seducidos como estamos por la maravillosa intrascendencia, que consideramos un placer epicúreo porque nos evita grandes esfuerzos, hemos dejado entrar, como mi amigo decía, al diablo. Bienvenidos  a la era de las enfermedades psiquiátricas y el vacío existencial. Según un estudio publicado por la Secretaría de Salud, de 1970 a 1997 hubo un incremento del 212% en la tasa nacional de suicidios. En el 2002, en México, el promedio de suicidios era de nueve al día, de los cuales el 70% se cometieron en ciudades, y el 30% ocurrió en zonas rurales. El 68% eran personas menores de 34 años.

Parece que nos estamos muriendo y nos estamos matando. Hemos corrido tanto en dirección contraria a nosotros mismos, a nuestras necesidades espirituales, que todo se ha vaciado de su significado. Y entonces comenzamos a pensar que somos seres arrojados al mundo o que el infierno es el otro, como dicen los postulados de dos de los más grandes existencialistas del siglo XX.

Pero como estamos tan inmersos y tan acostumbrados a nuestra irresponsabilidad, frente al desasosiego, la alarma, el vacío y el abismo, el único remedio que se nos ocurre es la magia y el milagro. No parece que consideremos salir escalando de ese despeñadero al que hemos caído. No, señor. Hay que pensar que puede uno salir flotando, o bebiendo pócimas, o portando símbolos y medallitas.

Producto de nuestra pereza y nuestra mortífera comodidad es la proliferación y éxito de las limpias; lectura del tarot, de la mano, del café y del huevo; la imagen de un tal San Benito (que por cierto mi madre dice nunca antes haber conocido) colgando de miles de collares, pulseras y llaveros, junto con voluminosas bolitas de colores.

Estamos petrificados por el miedo y la pereza. Miedo a perder el trabajo y morir de hambre; miedo al matrimonio y al divorcio; miedo a los desconocidos y al aislamiento; miedo a lo nuevo y miedo, o quizás asco, de lo rutinario, miedo al rechazo social. Y pereza de salir de nuestra zona de confort, de hacer cambios dentro y fuera de nosotros, de experimentar sin certezas.

Además, por otro lado, estamos sumidos en la ignorancia y en la violencia. El mismo documento de la Secretaría de Salud declara que una de las causas principales de los trastornos psiquiátricos es la falta de educación. Y educación no es sólo graduarse por ir a calentar la misma silla por varios años: es realmente interesarse y aprender no sólo saberes escolares, sino de la vida misma y del hombre.

Y qué puedo decir yo de la violencia que no se haya hablado ya: en la televisión, en la escuela, en la calle, en el trabajo, en la casa, en el entretenimiento, en las noticias… Estamos rodeados por ella, vueltos sus víctimas.

Hace menos de dos años estuve trabajando en un periódico como reportera. Una de mis últimas asignaciones fue una investigación para un reportaje sobre las supersticiones en el estado de Nayarit. Fui con miedo, entusiasmo y morbo a buscar a una curandera que me hiciera algunos de los servicios que antes mencioné. Di con una mujer de cabellos pintados de rojo, con textura como de paja, y maquillaje excesivo en párpados, mejillas y labios. En la sala de su casa, donde la esperábamos varios clientes, había decenas de muñecas empolvadas con cara de maldad convertida en tedio.

Una de las mujeres que esperaba conmigo me confesó que ella acudía porque cada vez que deseaba algo y lo miraba, el objeto se pudría, rompía, marchitaba o quebraba. Otra, tenía una llaga inmensa que cubría más de la mitad de su cara. Dijo que había estado a punto de morir y sólo esa curandera había podido hacer algo por ella, a diferencia de los médicos en los hospitales.

Cuando llegó mi turno pasé a un pequeño cuarto cubierto de imágenes divinas de varias religiones diferentes. Me pidió que le explicara qué me pasaba. Sentí remordimiento de mentirle, así que dije lo único que de verdad me molestaba en aquel momento. “Tengo los intestinos inflamados”, confesé con cierta desconfianza. La mujer dijo un rezo incomprensible y comenzó a pasar por mi cuerpo un huevo. Mientras hacía esto, continuaba pidiendo a la divinidad por mi bienestar. Al terminar, abrió el huevo y lo depositó en un vaso con agua. El huevo soltó una especie de baba, con una textura y un color muy particular.

La curandera me miró muy seria y me dijo que tenía un globo de aire en el intestino y que debía tener cuidado, pues mucha gente fallece de esa enfermedad. Me recomendó hacerme limpias frecuentemente y alejar de mi vida a los espíritus malvados.

Ha pasado el tiempo y he hecho grandes avances en curarme de lo que ella llamó globo de aire y lo que los médicos, tan inútiles para mi curación como ella, llaman colitis. Sólo con el transcurso de la vida he comprendido que era imposible recuperarme con aquella cantidad industrial de medicamentos que me recetaban, o como hizo aquella mujer, encomendándome a los dioses. Mi enfermedad era psicosomática.
A mí lo que me pasaba era que había decidido anularme para no ser una molestia en la vida de quienes me rodeaban y así pasar inadvertida. Así pues, todo lo que sentía u opinaba lo suprimía y me lo tragaba. Como un ex novio me dijo una vez, en medio de una crisis de dolor: “si te estriñes es porque literalmente no te desprendes de tu mierda”. Sí: probablemente me hubiera muerto de colitis o de úlceras de haber seguido así, igual que hay gente llena de resentimiento que se muere de cáncer. Pero yo lo que necesitaba no eran rezos ni metamucil, buscapina o safolak, sino trabajar arduamente y todos los días en hablar, y establecer límites para sacarme de encima a toda esa gente abusiva que, seguramente, entre otras cosas, querrían de mí que fuera una productiva y eficiente obrerita que hiciera dinero y comprara minucias que me distrajeran, sólo para después ponerme neurótica y terminar por comprarle a las farmacéuticas y grandes almacenes de ropa lo que se cree que es la felicidad verdadera. No, gracias. Ya estoy aprendiendo a reconocer las muchas caras que tiene el diablo. 
Sara Mandarina

14 de mayo de 2013

martes, 16 de abril de 2013

Carta a un amigo, a un hermano

Hoy acompañé a misa a mi mamá porque antier mi pa' cumplió un mes en su Viaje del Misterio, y escuchando al padre fue que decidí escribirte. No sé exactamente por qué pasó en ese contexto. Quizá porque el padre hablaba de una manera abstrusa de Dios y recordé cuando ambos teníamos en común esa búsqueda un poco ciega por lo divino. Yo ya lo encontré.

Sí, ahora que lo pienso caigo en la cuenta de que definitivamente fue eso por lo que decidí escribirte de nuevo. El padre decía en misa que antes que el amor a los padres, a los amantes (por supuesto que no usó ese término), a los hijos o a uno mismo, estaba el amor a Dios. Yo creo que por eso la raza que va a misa no entiende ni pío de los "líderes espirituales religiosos" y se quedan en las mismas. Porque sólo hablar de Dios y no traerlo a la vida cotidiana es absurdo. Porque, ¿quién es Dios y cómo se llega a él con un lenguaje que es meramente humano y mortal?

En fin, el padre decía eso porque, realmente, amar a Dios antes que a nadie es amarse a uno antes que a nadie. Dios es la naturaleza, la proveedora de todas experiencias, alegrías y amarguras, la procreadora nuestra y de nuestros hermanos, la que habrá de acogernos de nuevo en su vientre al morir y convertirnos en otra de sus creaciones, quizás un árbol de inconmensurable sabiduría y paciencia, quizás un pez inquieto y efímero, quizás un niño vago que come tierra (como lo fuiste tú), quizás una mujer trabajadora y en paz, como lo que día con día me esfuerzo yo con ser. Dios soy yo. Dios eres tú. Somos parte de Dios, y como tal llevamos en la sangre y en la esencia, en lo hondo de nosotros, esa capacidad infinita de amor, de aprender, de ser mejores, de ser tan absolutamente hermosos como el mar, los atardeceres, las montañas y los ríos. Hay que amarnos a nosotros mismos antes que a nadie más, porque eso proveerá un auténtico y sabio amor. Amarnos a nosotros es amar las golondrinas y los mameyes que constituyen nuestros músculos y nuestro espíritu. Amarnos a nosotros es amar nuestra capacidad de supervivencia, de abrazos, de escucha, de observación. Amarnos a nosotros es amar a nuestra madre, porque necesariamente hizo lo que nos convirtió en esto que somos ahora: un ser que ha visto el mundo desde cierto ángulo y que puede retroalimentar al resto de sus hermanos con los aprendizajes que ha obtenido observando todo desde su particular e irrepetible posición. Y además de a nuestra madre, a todos los que se han cruzado en nuestro camino y que con besos o con fuego han forjado quienes somos ahora, seres más conscientes, más humildes, más adoloridos y por tanto más abiertos al gozo y al nuevo dolor, que traerán consigo nuevos aprendizajes y nuevas alegrías.

Yo encontré que Dios es en realidad Diosa. Que no morimos ni vamos a un vacío: entregamos la luz que somos a la luz que es la esencia de todo pero que permanece invisible a los ojos (no en vano es tan repetida esa frase del Principito que dice: "lo esencial es invisible a los ojos"), sólo accesible al corazón, para de ahí transformarnos de nuevo (puesto que la energía no muere) en algo más, reencarnar en lo que dice la infinita, impensable, inasible, impronunciable, inefable, inescribible sabiduría de la Diosa Madre Naturaleza.

Encontré también que esa sabiduría nos ha depositado en el corazón una misión. Las encomiendas varían de persona en persona, pero tienen un mismo fin: la felicidad propia y de los demás, y el bienestar nuestro y de los otros. Algunas vocaciones parecen absurdas y juzgables a los ojos de los demás: ser enfermera en África, maestro rural, trotamundos, acupunturista, contorsionista, monja, artista... Pero la Diosa Madre Naturaleza sabe mejor que nosotros que ese dictado del corazón loco, persistente, fuera de toda lógica concebible, es lo que verdaderamente es bueno para nosotros y para la humanidad entera. Así, pues, hay que ser locos. Locos trabajadores. Locos trabajadores que se alimenten de la valentía, la aventura y la felicidad que proporciona seguir el dictado del corazón. Locos trabajadores que depositen en sus vocaciones el mayor y principal esfuerzo, que los vuelva perseverantes, que rompan la inercia de la cotidianidad, que escalen montañas, que consigan metas, que muevan al mundo, que monten olas, que construyan techos. Así, cuando la muerte llegue, nada te habrá debido Dios, nada te habrás debido a ti mismo: todos los días te esforzaste por darte a ti y a los demás todo lo que tus fuerzas y conocimientos y amor te permitieron. Fuiste un valioso hijo de Dios. Fuiste una auténtica y pura manifestación del amor y el poder de Dios.

Cómo me gustaría que mis palabras se convirtieran en una ola gigante y gentil que se te meta hasta adentro y te empape el corazón y las entrañas. Que este correo mágicamente pase de ser un chorizo de letras combinadas en cierto idioma para volverse mariposas que te aligeren la cabeza y te lleven volando a donde tu corazón guíe el timón. El sabio y reprimido corazón, porque nadie nos ha enseñado a mirar a los ojos a Dios, a darle caricias, a sonreírle. (Parece ser que sólo nos han enseñado a temerle, a temernos.) Quédate observando tu imagen en el espejo. Acércate lo más que puedas. Mírate tus ojos. Encuentra las manchitas negras y marrones que tienes distribuidas azarosamente. Y date cuenta justo ahí, en ese instante, que ese tono, ese diseño, esa textura, fue creado por alguien cuya sensibilidad estética, habilidad y potencia supera la tuya de un modo indecible. Tú eres Dios. Lo llevas en esos mismos poros con los que fuiste capaz de sentir mi dolor, el dolor de una hermana que te sigue acompañando, más cerca aún, pues me he dado cuenta que compartimos origen, esencia y destino.

Sí, líbrate del cansancio: es una forma demoníaca de mantenerte temeroso a la muerte, inmóvil, fracturado. Esos pensamientos que secuestran tu maravillosa cabeza todas las mañanas y la patean, puñetean y escupen hasta que logran hacerte sentir cansado, esos pensamientos sustitúyelos por los de la divinidad. Siéntete libre, amoroso, agradecido, afortunado, especial. Volverás de inmediato a la infancia, a la energía, al juego, porque así te sentías de bebé y de niño, porque tenías poco tiempo de haber abandonado el vientre de la Diosa y aún estaba fresco el recuerdo de tu esencia duradera. Levántate y concéntrate y esfuérzate en construir a la persona que quieres ser y en modelar el mundo que le quieres dejar a tus hermanos que ya estamos aquí y a los que apenas están por venir.

Tienes una voz preciosa. No le robes el brillo para asumirte gris y derrotado. Púlela, levántala, entónala para agradecer que hoy estás aquí.

lunes, 18 de marzo de 2013

Hasta siempre, gordito

Durante muchos años estuve en conflicto con la idea de dios. No sabía qué significaba, qué aspecto tenía, cómo se le hablaba o cuál era su modo de amar.

Hace muy poco lo encontré y me sorprendí cuando me di cuenta que tiene sexo femenino. Yo la llamo Diosa Madre Naturaleza. Y esta diosa se rige por esa ley que dice que la energía no muere, sólo se transforma.

Pues bien, para que mi papá naciera se requirió de la naturaleza la lealtad de los perros, la laboriosidad de las hormigas, la fuerza de los árboles, la nobleza de las flores, lo cómico de los changos y el amor incondicional de padre de los pingüinos. Le requirió mucho esfuerzo a la Diosa Madre Naturaleza crear un ser tan hermoso y tan lleno de vida y amor como lo fue mi padre. Y quienes lo conocimos y amamos, gozamos de la generosidad de esta diosa.

Ahora le ha tocado a mi papá transformarse, volver al lugar de origen, que es el mismo principio y el mismo destino de todos nosotros. Se transfigurará en mariposas, en atardeceres, en manzanas, en flores, en mandarinas. Estará en todos lados y en todos momentos. Nos corresponde a nosotros tener el corazón abierto y la sensibilidad despierta para reconocer el milagro de su presencia permanente.

Gracias, Diosa Madre Naturaleza, por crear y compartirnos un ser tan excepcional y amoroso como lo fue Miguel Ángel de la Rosa Pacheco. Gracias, papá, por ser y darnos todo aquello para lo que la vida te preparó.