jueves, 25 de septiembre de 2014

Mescolanza convulsionada

En estos tiempos, llevar a cabo una investigación implica, casi necesariamente, pasar bastante tiempo en Internet, durante el cual se hacen descubrimientos que están relacionados al tema de investigación y descubrimientos que no. En estos últimos días de trabajo intenso he navegado por páginas de todo tipo con temas muy variados (también se subraya este fenómeno con el hecho de que para descansar mentalmente, cada tanto me distraigo en Internet buscando cosas de mi interés personal). Eso ha tenido como consecuencia haber encontrado información de todo tipo, que me produjo todo un abanico de emociones y opiniones muy amplio.

Primero que nada, debo confesar que googlé (guglié) mi propio nombre. Bueno, mi nombre "artístico" (qué mamada. Menos el hecho de haberme gugliado que el de tener un nombre "artístico". Porque bien visto, ¿qué diablos quiere decir eso? ¿Que nomás porque me autonombré distinto de lo que dice mi acta de nacimiento, ya tengo un pretencioso interés por hacerme de una identidad o una personalidad artística? ¡Pamplinas, digo yo!). Y una de las cosas que encontré me dio una bofetada tan inesperada que me dejó pasmada, llena de conmoción. Google arrojó como uno de los resultados una foto de la navidad de 2008. Una selfie que tomé al lado de mi papá. Yo con un piercing que me había hecho hacía poco y que, también, me quité poco después (se infectó con el cloro en mis clases de natación) y un chal que de hecho me llevé a Tijuana. Mi papá con sus lentes, su bigote tupido de siempre y una camisa azul, preciosa, seguramente escogida por mi mamá. Me movió sentimientos muy profundos, siendo la tristeza el principal de ellos. En fin... encontrarme su cara sonriente al lado de la mía en un buscador de la web sin preverlo fue bastante impactante.

Segundo, quisiera compartirles una locura que también me arrojó el mundo cibernético. Quería saber si al meter el nombre de uno de mis textos en este blog aparecía entre las primeras entradas (uno de los libros que estoy leyendo sobre marketing digital me dio esta idea y la anterior, no vayan a creer que soy tan narcisista). El primero que me vino a la mente fue el de "Sobre la confianza en Dios y en uno mismo". Para quienes quieran saberlo, no me apareció ni en la primera ni en la segunda ni en la tercera página, y fue en ésta cuando desistí, porque además me había atrapado otro artículo que se titulaba "La autoestima ¿es cristiana?". Quedé boquiabierta con la pregunta que me planteaba la pantalla. Seducida, di clic en el link y lo que encontré en el segundo párrafo del texto fue lo siguiente: "En respuesta a la pregunta y para decirlo de una vez: la "auto-estima" no es cristiana. Todo lo contrario". Mi quijada se fue hasta el suelo.

El primer argumento que dan para contestar tan rotundamente a la cuestión es que en la Biblia no se menciona. Más bien, según ellos y una cita de Jeremías que incluyen, es "maldito" el hombre que confía en otro hombre y es "bendito" el que confía en "El Señor" (y denle con el patriarcado, pero eso es otro tema y no me quiero desviar). Exponen también que sin Dios y ante Dios no valemos nada. "Es más: que de nuestra cuenta sólo podemos y sabemos pecar". No sé ni por dónde empezar a desmenuzar esto... De hecho, no lo haré. Sólo voy a decir que me parece abominable y digno de una película de terror pensar en las legiones de humanos que viven creyendo dos cosas: 1) que no valen en sí mismos (con todas sus funestas consecuencias) y 2) que Dios es un ente externo a ellos y no parte de sí mismos (creencia que es maravillosa y esperanzadora). Así que bueno, qué pena, lo siento mucho. Ojalá que lo estén confundiendo con ego. Aunque aún así, confundir ambas palabras joderá bastante a bastante gente.

Y lo último que voy a plasmar aquí (aunque no haya sido lo último que llegó para sorprenderme) fue lo anonadada que me dejaron dos blogs que me encontré de unas adolescentes que habían hecho de la bulimia y la anorexia el paradójico asidero para permanecer en esta tierra con cierta (¿)cordura(?). Me entristeció mucho leerlas describir a sus familias como sus enemigos, a sus relaciones amorosas como fatales y a sus cuerpos como asquerosos. Se recriminaban no poder mantener ayunos y caer en la tentación de tortas y papitas. Se llamaban a sí mismas "vacas" y lo único que les importaba en la vida era estar flacas, delicadas, frágiles, "hermosas". Quizás son cristianas y el pastor les dijo que el autoestima era diabólica. (Disculpen el humor negro. No lo pude evitar.) Me abatieron principalmente porque yo alguna vez fui así. Algunos viejos recuerdos y viejas sensaciones encuentran un espejo en ellas y sus letras. (Hasta la fecha, le batallo para ver belleza en mi reflejo.) Es desolador, ¿no creen? Ver tanta soledad y tanto desprecio por uno mismo. Me dieron muchas ganas de llorar.

P.D. Efectivamente lloré más tarde, cuando vi en YouTube el discurso que dio Emma Watson en las Naciones Unidas para el lanzamiento de la campaña feminista Él por Ella.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aviso de dolor

No sólo vengo a notificar que tengo un dolor intenso en la espalda baja (llevo tres días trabajando como diez horas casi corridas) sino a prometerles que mañana voy a escribir sobre muchas que traigo en la cabeza, revueltas, ruidosas, producto de tanto tiempo frente a la computadora, en Internet, investigando no sólo para mi tesis. 

Hasta mañana.

martes, 23 de septiembre de 2014

Todos somos amantes

Uno hace lo que puede con lo que tiene
los hombres también lloran
todo es cultura
incluidas las mentiras
las ilusiones las hay individuales
y colectivas
se es bello
y no
simultáneamente
golpean los relámpagos
ladran los perros
duermen los humanos
Un pecho horizontal se alza
y se hunde
quizás por última vez
se está vivo
y no
simultáneamente
lo intemtamos
Una mirada joven, fuerte, altiva
se pasea por un cuarto oscuro
pasa inadvertida
golpean los relámpagos
iluminan la cara
pasa inadvertida
Amantes que ya nunca se encontrarán
Dos
Cientos
Todos somos amantes bajo esta tormenta
silenciosa y tupida
que inunda nombres olvidados
nombres cualquiera.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Morir y volver a nacer

Desde hace bastante tiempo que sufro las consecuencias de un extraño fenómeno en mi cuerpo: la piel de mis labios, sobre todo el del inferior, se cae continuamente. Se resecan, empiezan a hacerse una especie de costras de delgada y transparente piel muerta y entonces empieza el proyecto de deshacerme de ellas para que mis labios recuperen una apariencia sana, normal. 

No recuerdo cuándo empezó esta situación, pero desde que tengo uso de la razón dependo de los Labello (de hecho, ahora que releo la frase, mi primer recuerdo de Labellodependencia fue a los 11 años, en el viaje de graduación de la primaria, cuando nos llevaron a mí y otros 100 changos a conocer el DF y alrededores. Perdí el mío y mis labios se hincharon, enrojecieron y descarapelaron. El alivio temporal que encontré fue lamérmelos pero a largo plazo sólo empeoraba la situación. En aquella época no había Oxxos y yo era demasiado insegura para pedir el favor de que fuéramos a comprar uno o de que alguien me prestara el suyo. Eventualmente encontré mi crema labial en un rincón de la mochila). 

En la época en que ingería pastillas para disminuir y erradicar el acné, las cosas llegaron a su peor estado: heridas por todos lados, inflamación... Me acuerdo que un día intenté disimular el problema poniéndome encima un lápiz labial de color chillante. Lo único que conseguí fue llamar la atención hacia ellos, y posteriormente, una cara mezcla de asco y lástima. Eso fue en la universidad. Me acababa de poner de novia de un tipo que me encantaba, y no le pude dar un beso en un escenario súper romántico, precisamente por mi condición. Me dio una vergüenza terrible. Ahora ya no importa.

Hace dos o tres años escribí un cuento llamado "a Marina se le parten los labios" o algo así. Una historia para niños. Una historia sobre una niña llamada Marina, a la que se le partían los labios y un día decidió que ya no iba a reír porque se le saldrían las mariposas que vivían en su pecho. Lo primero que me dijo un amigo que lo leyó fue "se le parten los labios, como a ti". Me pareció asombroso. No había caído en la cuenta. Era cierto. Poco después de escribirlo, el novio en turno me hizo correcciones. Era otro novio. Es un buen cuento. Quizás él lo mejoró. Quizás no.

Desde hace dos años, más o menos, empecé a experimentar con ungüentos, cremas, lápices y brillos con olores, colores o empaquetados "femeninos". Ninguno me convencía y siempre volvía a Labello. Al de cereza, porque lo rojo me hacia sentir muy sexy. Aunque a veces me hartaba y compraba el clásico, el aburrido azul. O también, el blanco, con protección solar. 

Hace muy poco, unos meses, comencé a utilizar unos humectantes extranjeros de la marca "Burt's bees" (me imagino a un señor, Burt, con un montón de abejas volando alrededor de él pacíficamente), que mi marido me recomendó. Funcionan. Huelen rico, saben rico, son efectivos. Y aún así, se me descarapelan. 

Tengo la idea de que todos los males de mi cuerpo tienen un origen psicosomático, así que me pregunto qué significa ésto o dónde está su causa. Si ya descubrí el origen de mis estornudos, me empecino en encontrar la fuente de esta fuga constante de piel en el orificio que inaugura la entrada a mi cuerpo. ¿A qué responde? ¿Qué está tratando de comunicarme mi cuerpo, mi boca? No importa si estoy en una ciudad fría, tibia o caliente, seca o húmeda, de gran o de poca altitud, de planicie, montaña, costa o desierto: mis labios se empeñan en morir y volver a nacer. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

Breve y no

Ayer llegó a mí un texto en el que estaba incluida la siguiente frase, que yo traduzco del inglés:

El amor es Dios. El miedo es ego. 

Se las paso al costo.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Inútil angustia

Desde ayer empecé a experimentar bastante ansiedad. Me sentía intranquila, desesperada, como si huir fuese necesario. 

De pronto mi realidad se había vuelto súper asfixiante: trabajar en la tesis a un ritmo forzado para conseguir llegar a tiempo y con éxito a la fecha límite; organizar las maletas, bolsas y bultos (4) con los que iba a viajar primero a la universidad, donde tenía clases a las 10 de la mañana, y después a la central camionera, en taxis que no tenía dinero para pagar; era la medianoche y además de descapitalizada necesitaba tomar una pastilla que se me había olvidado comprar. Para coronar el pastel, había tomado café un poco antes y acababa de echarme dos episodios de una serie televisiva de horror. 

Me di cuenta, además, que me ha estado estresando una idea que me ha rondado en la cabeza. 

En Tijuana, toda la familia que hacía tanto que no veía me preguntó, en diversas ocasiones y en boca de distintos miembros de la tribu, que cómo estaba. La respuesta fue siempre muy contundente: bien, contenta, tranquila. Y es que es cierto, me encuentro en una etapa de mi vida harto maravillosa. 

Sin embargo, traidora cabeza, repetir lo bien que estoy trajo una incertidumbre, una sospecha, un miedo: en algún momento esta mi realidad cambiará, y entonces, en ese nuevo escenario, ¿estaré tan bien como estoy ahora? Claro, me quiero aferrar a la bonanza de estos tiempos. Y me aterra el futuro: en concreto, lo "malo" que vendrá con él. 

(Qué increíble: mientras escribía el párrafo anterior volteé a mi derecha y encontré en su coche a la familia de un hombre que por un tiempo fue parte de mi propia familia y que trajo consigo una tragedia y una pesadilla tanto para los integrantes de mi clan como para los del suyo. Y aquí estamos.)

El taxista que me llevó de la casa en donde vivo en Guadalajara al campus universitario me contó su historia: a los 18 años era dueño de trailers y bodegas en cuatro países distintos, conoció a quien se volvió su esposa, había viajado por cuatro continentes y tenía millones en el banco. 

Luego vino la devaluación: le quitaron 16 casas que había comprado y su empresa de almacenamiento y transporte; presenció el suicidio de un hombre afuera de un banco; fue obligado a trabajar como guardia para el gobierno; le quitaron más casas que había comprado con su sueldo (fue acusado de enriquecimiento ilícito); le secuestraron a una hija (que encontró en Tijuana, precisamente) y posteriormente a su hermana. 

Ahora, dice, lo único que espera es que su esposa se jubile (le faltan cuatro años) para poder mudarse a su casa de Puerto Vallarta y poder, por fin, a sus 54 años, descansar de lo que llamó "una vida muy sufrida". Preferí no contarle que mis padres tenían un sueño similar y que la muerte les frustró los planes. 

Me dijo que la forma que ha encontrado de disfrutar la vida ha sido ser sonriente, vacilador y platicón con sus pasajeros. Efectivamente, me sacó varias risas y me dio a escoger la música para escuchar (opté por rock en español). 

Ya estoy en la central camionera, sólo me resta hacer un último malabar con mi equipaje de la silla donde estoy al autobús. Ya no siento ansiedad. Sólo hambre y ganas de hacer pipí. Pero sí, es cierto, confieso cierta angustia por el futuro... ¿Qué traerá?

viernes, 19 de septiembre de 2014

Hasta luego, Tijuana

Es cierto. Les mentí ayer. Les dije que este texto quedaría en este blog desde anoche, y fue falso. Pero mejor tarde que nunca.

En realidad, fue poco lo que pude conocer de Tijuana, en parte porque fue un viaje principalmente para la convivencia familiar y en parte porque mi familia decidió convivir mayoritariamente en la casa de los tíos que nos acogieron.

Lo que sí pude conocer fue una sorpresa y un impacto. No recordaba, de aquel viaje que hice a los 11 años con mi hermano y mis papás, que los cerros que dominan el paisaje de la frontera están completamente colonizados por casas de cartón y de interés social. Es como si el panorama tijuanense no dejara espacio para el descanso, para el suspiro necesario que soltamos cuando nos encontramos frente a la grandeza natural. Acá todo parece social. Un territorio árido colmado de historias con sed. Así parece.

Hay también zonas y colonias de opulencia, o en bonanza, por lo menos. La zona conocida como Río, por ejemplo, es supuestamente la más bonita de la ciudad. A mí me sorprendió encontrar por ahí una glorieta a Lincoln (regalo del gobierno estadunidense) tan cercana a una a Cuauhtémoc, próximas ambas a una Plaza del Zapato donde lo único que hay son bares.

Pero en el tema de bares y tugurios lo que domina, por supuesto, es el área de la Avenida Revolución, conocida también como La Revo o La Revu. Nos explicaban mis tíos y mis primos que Tijuana creció primero durante la Primera Guerra Mundial y durante La Gran Depresión, cuando Al Capone y sus amiguitos bebedores se cruzaban unos metros para rodearse de mujeres, alcohol y fiesta. Posteriormente, la Segunda Guerra Mundial trajo de nuevo bonanza para la ciudad fronteriza que está marcada por un sabor cultural mixto y cuya herencia del pasado está muy relacionada al vicio, la ilegalidad y la vida nocturna.

Mi experiencia en La Revo fue como la de entrar a un mercado de carne humana. La mirada de los hombres me desnudaba, me ponderaba, me medía, me pesaba, me penetraba y me gozaba. Yo me hacía tonta, los ignoraba, y continuaba con mi observación etnográfica amateur. Encontré mujeres desde los 16 hasta los 46 años, más o menos, todas con vestimentas muy similares: faldas apretadas que apenas cubren las nalgas, blusas con escote y estampado animal, tacones de puta (porque eso es lo que son: stilettos es un eufemismo) y maquillaje de sobra. Me dio mucha pena pensar que con el afán de encontrar aceptación, atracción o reconocimiento, las mujeres exploran su sexualidad o su cuerpo disfrazadas (o camufladas, por lo menos) de prostitutas. Hubo sólo un lugar al que me dieron ganas de entrar, y es porque vi gente vestida de negro y despeinada y un cartel que anunciaba cerveza artesanal. Eso de escuchar banda y ofrecerme al mejor postor no me late tanto.

Por otro lado, puedo decir que el CECUT o Centro Cultural Tijuana me pareció una chulada. La bola y el cubo, como también se les llama, tienen un gran espacio para exposiciones temporales y una permanente, sobre la historia de Baja California. Además, hay una pantalla IMAX y una sala de cine alternativo llamada Carlos Monsiváis, amplia, bien acondicionada y cómoda, con una cartelera con películas de Ambulante que me pareció de lo más atractiva.

Me sorprendió también encontrarme hasta el otro extremo del país que las tiendas de cadenas y los anuncios publicitarios son los mismos que me encuentro en Tepic, Guadalajara y Puerto Vallarta. Qué tristeza, que nos estemos acostumbrando a ir al mismo sitio en cualquier ciudad, en vez de encontrar los pequeños lugares que proveen de personalidad propia a cada sitio. Me sentí hastiada de Tecate, de Nextel, de Oxxo y de las putas plazas llamadas Galerías. Y también sentí asco y tedio con los anuncios de Jeep que llenaban las compuertas superiores del avión. Ahí donde uno mete su computadora o su chamarra, hay una camioneta tratando de seducirte.

En el CECUT me compré un libro de poesía erótica femenina, llamado Nuestra cama es de flores. El compilador es Roberto Castillo Udiarte y la editorial es la CONACULTA. Los dejo con un fragmento:

La mano quieta y ciega
comienza muda el descenso
va de mis labios a mis labios
-como si el mundo se detuviera-
con la parsimonia de una hormiga furtiva en la despensa
y el mismo deseo de saciar las ganas.

Rosa Espinoza

jueves, 18 de septiembre de 2014

Sobre la confianza en Dios y en uno mismo

Con esta entrada inauguro cuatro nuevas etiquetas: "Dios", "autoexigencia", "maternidad" y "poder", que estoy segura que usaré con bastante frecuencia.

Quisiera comenzar esta entrada aclarando que no será la única del día. Lo que estoy a punto de escribir se suscitó espontáneamente y me parece imperdible. Es más, quisiera escribirlo como una nota para la yo del futuro, porque viene no sólo de mi presente sino de mi pasado. Pero además, más tarde escribiré una especie de resumen-despedida sobre Tijuana. Disculpen mi ausencia estos días. Ignoro si es mi periodo hormonal, pero les confieso que he estado oscilando entre la irritación y la tristeza, estados que me han dejado apática para la escritura, además de un cansancio físico que dificulta aún más la redacción.

Les aclaro que no debería de estar haciendo esto. En estos mismos momentos, tendría que estar leyendo un libro para una tarea de la maestría. También tenía que haber estado leyendo ese libro cuando empecé a imaginarme cómo sería mi relación matrimonial en un momento de estrés cuando ya hubiera bebés. Y aquí empieza el jugo de este texto.

Desde hace algunas semanas (¿meses?) se ha comenzado a afirmar con mucha seguridad dentro de mí el deseo de ser madre. También he empezado a jugar con algunas fechas más concretas para darle lugar y espacio al embarazo para que ocurra. Estas fechas están relativamente próximas. Algunas cosas hay aún por ser vividas antes de la concepción, pero puedo afirmar que embarazarme ha entrado, con pujanza y certeza, en los planes de mi vida, de nuestra vida.

Hoy, mientras tenía que haber estado leyendo, comencé a imaginarme ya como mamá. Y la imaginación se fue justamente (¿azarosamente?, ¿necesariamente?) a crear un escenario en mi mente en el que mi marido se encontraba "emocionalmente indispuesto": es decir, atravesando unas sensaciones y/o unas ideas difíciles, de tal modo que su disposición a entregarse al reciente proyecto de nuestra paternidad (en el panorama de mi mente, el bebé era prácticamente recién nacido) se encontraba entorpecida.

En el "mundo real", en el que existo físicamente y tengo tendidos frente a mí los folios de mi lectura, mi cuerpo hizo unos movimientos contractivos, e inmediatamente me di cuenta de que estaba sintiendo aprehensión, incluso un poco de ansiedad. En general, he estado bastante distraída desde que comencé la lectura, y quise obligarme a abandonar esa realidad ficticia a la que me había llevado mi mente para pasar a concentrarme en mis deberes. Pero me di cuenta que explorar la causa de esa inquietud que me ocasionaba aquel escenario era profundamente valioso, puesto que, con seguridad, algún día estaré en él y será entonces mi mundo real en el que exista físicamente.

Así pues, me levanté de mi lugar de trabajo y fui a sentarme a un sillón, me quité los lentes que uso para leer, y transformé la ensoñación en un recuerdo o en una vivencia presente. En mi mente no había ninguna distinción. Allí estaba. La maternidad, un bebé y mi esposo en una situación de estrés eran mi horizonte mental y emocional real.

Comencé a hablar con mi compañero (en la "realidad" estaba hablando sola), a decirle cómo me estaba sintiendo. Salieron, entre otras, estas frases: "Me parece injusto que te sustraigas de esta responsabilidad compartida para internarte en un conflicto interno egoísta", "Acabo de ser mamá: ¡necesito tu apoyo y tus atenciones!", "Tenemos que ser felices para dar felicidad y crear hijos felices: ¡sé feliz!", "El bebé es mucho más importante que cualquiera de tus conflictos internos" "Somos un equipo con un proyecto importante, ¡si te descompones tú se descompone el proyecto y el equipo!".

Es decir, mi ego se sentía abusado, ignorado, despreciado, pero, sobre todo, inconmensurablemente estresado. En esa hipotética situación difícil, mi yo de ahora se sentía ahogada, prácticamente traicionada, por completo frustrada, víctima de mi cónyuge. Como si la naturaleza del humano, cambiante, conflictuada, compleja, tuviera algo de inaudito o de pecaminoso en la ensoñación de mi maternidad.

Lo he dicho antes y lo repetiré cuantas veces haga falta: una de las más pesadas cruces que he cargado a lo largo de mi vida ha sido la de la autoexigencia. Ser la hija perfecta, la alumna perfecta, la novia perfecta, la esposa perfecta, la madre perfecta. Y si cometo errores, y si los problemas aparecen, y si hay dificultades, entonces no soy nada. Antes de casarme hice una honda reflexión acerca de la imposibilidad de la perfección y de la belleza que reside en ser simplemente humano. Y sólo así pude casarme: antes de eso, al imaginarme una pelea o una dificultad, a pesar de estar ya comprometida, me invadía un pánico y una decepción que me paralizaban. Me aterraba equivocarme. Después, lo asumí como inevitable y en julio del 2013 firmé un documento legal que me volvía la compañera y cómplice de otro humano imperfecto con quien construiría una vida imperfecta, pero hermosa. Como yo.

Cuando recordé esto (sin tanto detalle y en una décima de segundo), sentada en el sillón donde conversaba imaginariamente con ese ser maravilloso e imperfecto a quien amo y que me estaba imaginariamente estresando, traicionando y victimizando, me di cuenta que el mismo proceso que tuve que atravesar para animarme a volverme esposa, lo tendré que vivir conscientemente para volverme madre. No puedo ni podré ser una madre perfecta. No podemos ni podremos ser unos padres perfectos. No podemos ni podremos crear una familia perfecta. Habrá problemas, desacuerdos, discusiones, obstáculos, retos, cansancio, mal humor... Habrá humanos, integrando esa familia. Habrá mi, su y nuestra imperfección. Pero la habrá llena de amor. Y de esfuerzo, y de comunicación y de confianza.

Alguna vez nos dijeron a mi esposo y a mí una analogía: el matrimonio es como una cama king size. Las bases son individuales, y se unen para un colchón/proyecto que requiere de ambos, que al mismo tiempo los necesita y los supera. No deja de haber individuos y tampoco deja de haber proyecto compartido. Recordé esto y en mi mente lo modifiqué un poco: mi marido y yo queriendo llevar de punto A a punto B una caja grande y pesada. "¿Qué necesitamos para triunfar?", me pregunté sentada en el sofá. "Amor, esfuerzo, comunicación y confianza", me respondí en silencio. "Amor para no cargarle todo el peso al otro, esfuerzo para ayudarle con la caja y poder tener éxito, comunicación para saber cómo vamos y hacer recomendaciones y confianza de que la otra persona está poniendo lo mejor de sí".

Y entonces y por eso supe que escribiría esto. Porque en 14 meses de matrimonio, ésa ha sido la constante. Un amor grandísimo que nos lleva a preocuparnos y ocuparnos por el otro; un esfuerzo de todo tipo que la intuición nos dice y la experiencia nos confirma que nos dará grandes satisfacciones; una comunicación que informa, que une, que sensibiliza, que le da espacio a los dos egos para existir sin juicios: ni lo oscuro ni lo iluminado se estancan, todo es material para la íntima comunión entre los dos; y una confianza que da la tranquilidad de saber que nuestro compañero de equipo es tan inteligente, tan valioso, tan capaz y tan bueno como uno mismo. Por eso digo que esta nota la escribe la Sara pasada y la presente.

Pero además, y aquí viene lo más importante que quiero aportar con este texto, me di cuenta de algo en este ejercicio que acabo de realizar de análisis y reflexión sobre la ansiedad que me trajo la imaginación. Hay tres pasos que me han ayudado inmensamente para llevar a cabo las cuatro características que mencionaba antes: amor, esfuerzo, comunicación y confianza.

El primer paso es el de confiar ciegamente en la Diosa Madre Naturaleza (o en Dios, como le llaman comúnmente). Dios me ama y me cuida siempre. Estoy donde debería de estar. Estoy y estaré bien. Lo que esto provoca, en términos muy prácticos, es una relajación general. Sé que existo en un ambiente seguro y que piso un terreno firme. Instantáneamente me siento protegida, me siento bien.

El segundo paso es el de reconocer mi poder personal para afrontar y superar lo que sea. Puedo crear soluciones, puedo escuchar, puedo entender, me puedo comunicar, puedo ser paciente, puedo desvelarme una noche, puedo hacer más esfuerzo en un determinado momento. Así, sabiendo que la Energía de la Vida me cuida y me ama y que, además, soy poderosa, me relajo y me puedo poner en acción, mental, física o emocionalmente.

El tercer paso, después de relajarme y de saberme poderosa, es compartirle a mi compañero el amor de Dios y mi poder personal. Es decir, con serenidad le pregunto cómo se siente y con aceptación recibo su respuesta (cualquiera que ésta sea, podría ser mía también), le recuerdo (aunque no sea directa o verbalmente) que Dios nos está cuidando y que todo está bien y también que él y yo somos capaces de lo que sea, o bien, le hago saber que puede atender con amor su proceso interno y que yo puedo hacerme cargo temporalmente de las cosas.  

Quise compartir esto porque quizás aquí encuentren algo de utilidad o de resonancia para sus propias vidas. Sé que muchos sufrimos de autoexigencia, sé que para todos la vida está lleno de retos y sé que a nadie nos enseñaron cómo relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Y también quise escribir esto porque, seguramente, tendré que revisitarlo más adelante, en algún otro momento de mi vida, cuando sea madre o no. Finalmente para eso es la escritura: para heredar conocimiento y para tener un soporte para la memoria que, sospecho, se desgasta aún más con el tumulto de los hijos.

lunes, 15 de septiembre de 2014

¡Aaahhh!

¡Me rehúso a escribir en el blog! ¡Me siento mal! ¡Tengo ganas de vomitar, diarrear, llorar, dormir! ¡El tiempo se fue muy rápido y mis primos ya tomaron su avión! ¡Llevo amargada desde ayer en la mañana y qué pedo! ¡Todos y todo me reflejan una intolerancia hacia mí misma que no me hace nada de gracia! ¡Extraño mi hogar! ¡Tengo mucho trabajo en la maestría! ¡Aaahhh!

sábado, 13 de septiembre de 2014

Descubriendo Tijuana

Iba en el avión, del lado de la ventana, a pesar de los reniegos de mi hermano. Veía a la Tierra diminuta, los carros en una velocidad ridículamente lente, los cerros de una dimensión apenas respetable, las casas y las fábricas y las bodegas de una pequeñez absurda, inverosímil, nada respetable. El mundo humano carecía de sentido, de seriedad, todo tenía una apariencia cómica, irreal, diminuta, sin importancia. 

Conforme el avión comenzó a desvendar para prepararse para el aterrizaje, las cosas comenzaron a cobrar un cariz de mayor relevancia, de estrés familiar, de estructura y significados de sobra conocidos. Los coches iban a un ritmo que de pronto parecía más normal, las casas, inesperadamente, ya cobraron un tamaño en el que caben humanos y milagros y desgracias. 

No sólo es posible hacer zoom out en el tiempo, sino también en el espacio. Podemos imaginarnos cómo se vería una situación dentro de sesenta años, o qué representará un acto o un dicho cuando la inmediatez ceda el paso a varios años. También podemos apreciar el aspecto de la vida humana y de su trama de significado cuando volamos en los cielos, lejos, en una perspectiva que parece más objetiva, más juiciosa: todo parece insignificante, un sueño, una maqueta, una ilusión. El juego sin sentido de unos muñecos, el comportamiento sin trascendencia de una especie animal, prácticamente invisible como las hormigas, apenas notorias. 

No cabe duda: la vida es sueño. Hay que ser felices y tratar de hacer el bien o, por lo menos, no hacer el mal. A eso vine a Tijuana. A celebrar y compartir con mi familia la boda de un primo. Pláticas, risas, reencuentros, comida, historias, lágrimas, carcajadas, asombro, tedio, compañía silenciosa: ya hubo lugar para todo. 

Descubrí, por primera vez, la acidez y la amargura tras la obstinación de una de mis tías en estudiar una carrera y salir de Acaponeta. Las expectativas que fueron depositadas en ella y cómo eso, con su fuerza inmensa y su sufrimiento inmenso, fue suficiente para sacarla adelante. Descubrí también una ciudad llena de montes cuyo estado natural ha sido arrebatado por constructoras que han urbanizado una ciudad cuya mancha no cesa de extenderse. Descubrí en el 7Eleven de la esquina la cerveza Cucapá, en sus versiones Chupacabras y Honey. Descubrí que unos tíos experimentaron una especie exótica de terrorismo académico en su experiencia de maestría, que hace ver mi propio proceso como una vacación y mi calidad y mi bagaje de conocimientos como investigadora, una broma de amateur. Descubrí a un perro golden retriever que se llama Argos y tiene sobrepeso y le entusiasma la comida y le agobia el calor y es dulce y tierno. 

Extraño a mi golden retriever. Extraño a mi marido, mi casa, mi rutina, mi mundo. Mañana es la boda. Y yo sigo en el descubrimiento.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Otra llegada que antecede a otra partida

Una mancha de incontables puntitos de luz ambarina comienza a divisarse a la izquierda. El autobús se aproxima inexorablemente a la capital nayarita. 

Inevitablemente me llegan los recuerdos de cuando era una estudiante universitaria y venía a visitar a la familia los fines de semana. Ahora tengo un piercing más, un tatuaje más, un marido más, un proceso de maestría más, un kilo de pelo más, unas botas vaqueras más y una definitoria cantidad de amor propio más. El reflejo de la ventana me devuelve la imagen de una cara delgada, cansada, de ojos grandes y boca acentuada por un rojo intenso que prefiero antes que casi cualquiera de mis lápices labiales.

Llego a Tepic después de unas horas de espera en la central camionera, donde la caída del sistema de Ómnibus de México ocasionó un panorama apocalíptico de ballenas urbanas paradas en el límite de la ciudad. Llego a Tepic después de llorar larga y catárticamente, porque nuevamente me ha gritado esa maestra que en vez de ayudarme parece desesperarse de la idea que se ha hecho de mí como molesta o incompetente; porque ante mí yace un mes de intenso trabajo intelectual; porque me duele la cabeza; porque extraño a mi papá. 

Llego a Tepic. Me encuentro ya recorriendo las calles de luces ambarinas. El horizonte escondido tras el manto negro de la noche ha quedado atrás. La llanura que parece infinita se mezcla con la planicie oscura del cielo, cuyas nubes le dan la espalda a las estrellas, que permanecen invisibles igual que las montañas.

He llegado a Tepic. Mañana llegaré a otros lados. Literal y figuradamente.

jueves, 11 de septiembre de 2014

El hombre del siglo XXI y la identidad

Ernesto Sabato decía que uno escribe sobre los temas que le obsesionan. Evidentemente, como podrán darse cuenta, estos días me obsesiona el de la identidad. Les dejo aquí un ensayo que escribí para una asignatura de la maestría. 

Los budistas tienen un concepto que es el llamado “falsa identidad sólida”. Lo que quiere decir, es que ningún ser humano tiene una identidad, con todo lo que ello implica: ciertos gustos, ciertas características, cierto modo de responder ante el entorno. La realidad profunda del ser humano, dicen estos filósofos orientales, es que tenemos en nosotros la potencialidad de tener cualquier gusto, cualquier característica, cualquier modo de respuesta. Que no hay una línea coherente y limitada en quién somos: constantemente somos distintos: cambiamos de acuerdo a la compañía, el clima, el nivel de estrés, el contexto, la edad, la hora del día… En fin: en una misma persona cabe la envidia, el perdón, la alegría, la tristeza, el entusiasmo, la amargura, la adaptabilidad, el tradicionalismo, el rencor, el amor incondicional y cualquier otro sustantivo. Somos la manifestación de nuestras ideas. Y nuestras ideas pueden cambiar en cualquier momento. O sea, podemos reinventarnos siempre. Así, resulta falso decir “soy alegre, soy generosa, soy floja”. También somos todo lo contrario. O podemos serlo.

La realidad del siglo XXI es una de individualismo, consumismo y narcisismo. Todas éstas muy vinculadas entre sí: el narcisismo ha sido el detonante y la consecuencia, simultáneamente, de un sistema que promueve al individuo como a la principal prioridad, y al consumo como la principal expresión de su bienestar. Precisamente, en las redes sociales, el discurso que manda es el de las selfies, manifestación bastante sincera y evidente de este amor propio desenfocado y desmedido.

La otra cara de esta misma moneda es, paradójica en apariencia, el desprecio propio. Aunque, bien reflexionado, la paradoja va cediendo su lugar a la lógica. Al estar el ser humano de este siglo tan enfocado en sí mismo, va perdiendo noción o perspectiva de lo que es estar en los zapatos de otro ser humano, o de las cosas trascendentales. Es decir, progresivamente nos concentramos en nuestra experiencia individual y lo que más importa es qué pienso yo, qué siento yo, qué me importa a mí, a dónde voy, quién me ve y cuál es mi prestigio y mi capital simbólico. Y el hambre en África, los indigentes de la esquina, la reforma energética, la historia mundial o las guerras raciales se desdibujan por completo del panorama. Están ausentes de la vida cotidiana. Sus agentes no nos siguen en Facebook, no nos retuitean, no alimentan mi página de Instagram. No existen.

Y así, al conformar nosotros mismos la parte más importante de nuestro mundo, lo que hagamos mal o lo que consideremos defectuoso de nuestras personas resulta también, entonces, catastrófico.  Que mi pelo no tiene el volumen y la suavidad que tiene el de las modelos de Pantene; que mis pómulos no están marcados o mis labios no son voluminosos como los de aquella modelo rusa, mis dientes no parecen de Colgate, mis pechos no se parecen a los de esa mujer que está en la portada de Sports Illustrated, tengo celulitis en las piernas y los huesos de la cadera no sobresalen. Y no hay nada de qué preocuparse: para todo hay una solución que podemos adquirir con cientos o miles de pesos. Claro, en lo que resolvemos algo ya surgió otra cosa y en la persecución obsesiva por la perfección ya colapsamos con un ataque de ansiedad.

Es precisamente por ello que resulta mucho más sencillo crear un alter ego que esté más cerca de la perfección que nosotros, sencillamente porque es una creación de nuestra imaginación imposible de llevar a la vida “real”; es decir, a la vida offline. Los selfies son, en realidad, una forma semificticia de nosotros mismos: creamos un personaje y un guión para su vida que no necesariamente se atiene a la verdad. Somos artífices de una vida pública que puede diferir diametralmente de nuestra vida privada.

Hay, sin embargo, otras redes sociales que no necesariamente posibilitan o favorecen el status y la creación de otro yo. Por ejemplo, LinkedIn es una red en la que mientras más sincero se es, mejores posibilidades hay de conformar, en efecto, una red de profesionistas interesados en un área, un proyecto o una metodología. Vimeo, por otro lado, es un ejemplo de red social volcada al arte audiovisual, en la que el contacto con otros expertos en cine, video, publicidad, documental, edición, música, etc. pueden interconectarse para trabajar juntos o hacerse consultas. Aquí, pues, no se trata de pretensiones, sino de habilidades, conocimientos y capacidades. Esto se presta, en el sentido de la identidad, para verse a uno mismo no como un videoasta (curioso, que Word detecte esta palabra como incorrecta) perteneciente a una localidad o circunscrito a una temática, sino como un hacedor de videos propio del mundo, susceptible de cualquier creación con cualquier grupo de personas, incluso, sin el requisito de conocerse físicamente.

Gilberto Giménez habla en su texto acerca de las representaciones y los grupos sociales. Nos dice que “los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el punto de vista de su grupo de pertenencia o de referencia” (pág. 7). Lo que yo pienso es que los grupos sociales se crean a causa del miedo de un individuo de saberse solo y de estar expuesto, vulnerable. Es decir, la familia primero y los amigos después vienen a conformar la pequeña sociedad que nos protege de la muerte (en sentido literal o figurado). Ante la multiplicidad de grupos juveniles y de culturas urbanas, resulta mucho más sencillo y atractivo adjudicarse a uno mismo una etiqueta sobre quién soy, qué me gusta, qué me representa, qué como, a dónde voy, qué escucho, qué leo, cómo visto, cómo me divierto y cómo me enamoro. Soy esto porque no quiero ser aquello.

La realidad es que a mayor tamaño de las urbes son también mayores los niveles de violencia y la cantidad de tribus urbanas. Hay una relación intrínseca en esta tríada. Las tribus urbanas tienen la misma función que las no urbanas: protección. Las ciudades grandes y neuróticas representan un entorno hostil y es por ello que decidimos agruparnos y diferenciarnos del resto de animales que nos parecen potencialmente peligrosos. Lo que parece que nos rehusamos a ver es que el hippie, punk, raver, metalero, cholo, fresa, mirrey, popero, rasta y skato tiene muchísimo más en común con el resto de lo que quisieran admitir.  Lo que yo diría es que los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el punto de vista del  grupo de pertenencia o de referencia del que creen que no son parte. Es decir, es una identificación que parte de una otredad que en realidad es profundamente similar a nuestra individualidad pero que es, también, profundamente ignorada.

Desde hace seis años y dos meses escribo en un blog personal. La mayoría de la materia con la que trabajo ahí es de corte autobiográfico, aunque también hay ensayos con temas de mi interés, reseñas de libros, música y cine, poemas y cuentos, todo de mi autoría.
Y precisamente porque creo con fervor que hace falta una otredad más educada, más empática y más auténtica, la intención de mi blog es mostrar y promover una humanidad (la mía y la de mis lectores) más desnuda, más sincera. Es cierto, hay algo de público en ello, pero no trato de construir un personaje (es decir, una máscara a través de la que suena una voz), sino de declarar que sé que soy tan humana y maravillosa e imperfecta como quien me lee, y que no hay ningún problema en ello, y que le doy la bienvenida a todo aquel que quiera darse cuenta de lo mismo: de que no soy más que un espejo de su propia humanidad maravillosa e imperfecta.


Busco establecer una red con adultos, jóvenes, blancos, negros, occidentales, asiáticos, indígenas, mujeres, hombres, heterosexuales y no, hípsters, raperos, cumbieros y electrónicos que tengan interés en dejar de definirse distintos a los demás y más bien comiencen a interesarse por lo que los une con el mundo. Una red de honesto interés en el otro, sin etiquetas ni definiciones. Una red social, digital y no, de verdadera identidad fluctuante.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Normal vs. Marginal

Para una clase tuve que leer un texto en el que se hablaba sobre la diversidad cultural, las minorías y los grupos sociales marginales, marginados. 

En él se decía que las ciencias sociales han contribuido a la creación y permanencia de estos grupos en la categoría de raros o peligrosos, al conceptualizarlos como fuera de la norma, fuera del grueso social que se puede calificar como normal, legítimo. 

Lo que yo digo es, no hay ni normales ni marginales. Los normales estamos secretamente fuera de los márgenes, en silencio guardamos nuestras extrañezas. Los marginales, por su cuenta, no son más que normales, gente como cualquiera, que ha sido etiquetada y reducida a su etiqueta, condenada a los límites de su etiqueta: ciego, lesbiana, indígena, mujer, punk. 

La diversidad cultural sólo puede ser comprendida, aceptada y llevada a la práctica cuando caigamos en cuenta que no hay identidades sociales, del mismo modo en que no hay identidad individual. Cambiamos todo el tiempo. Somos todo. Y tenemos tanto en común con un hippie feminista que con una monja del Vaticano. Con todas sus implicaciones. Nos guste o no.

martes, 9 de septiembre de 2014

PPP

Consideraciones en torno del plexo solar, el poder y el pilates:
-el chacra del plexo solar se encuentra en el vientre. Es el chacra encargado del poder personal y es en él donde se almacenan las emociones. Es decir, hay una relación intrínseca entre las emociones y el poder. Cuando un ser humano guarda sus emociones (en el vientre), se le pudren, puesto que están estancadas, y su poder personal se deteriora. Es común ver que las personas que sufren de colitis o gastritis son inseguras, preocuponas, nerviosas.

-recientemente comencé a ir a pilates, por segunda vez en mi vida, con una profesora excepcionalmente buena, por primera vez en mi vida. Además de que me resulta útil para desarrollar mi capacidad de concentración, el requisito y la exigencia de tener durante 60 minutos (lo que dura cada sesión) el vientre pegado a las costillas y al espinazo ha redundado en fuerza en el abdomen. Y esa fuerza física se ha visto traducida, paulatinamente, en fuerza psicológica, espiritual y moral. O sea, ejercitar los músculos del plexo solar está redundando, precisamente, en mi noción de poder personal. Al finalizar cada sesión de pilates no sólo me siento potente, portentosa, poderosa... Encima de todo me siento sexy.

Concluyo que:
-puedo, por experiencia propia, comprobar que es cierto lo que se dice sobre el chacra amarillo o del vientre.
-recomiendo para mí misma y para todo el que me lea, sobre todo quienes tienen problemas de indecisión, inestabilidad, ansiedad, depresión y angustia, la práctica rutinaria de pilates.


lunes, 8 de septiembre de 2014

Llueva, truene o relampaguee

Recuerdo con mucha claridad la estupefacción, la impotencia, la orfandad que sentí una vez que platicaba con mi mamá acerca de su juventud y al preguntarle si tenía fotos, me respondió que seguramente se las había llevado el río. 

Cuando mi mamá era niña, el río que alimenta (literalmente) a Acaponeta se desbordó debido a una lluvia intensa cuyas consecuencias no pudieron ser previstas. Un día antes, su maestra de primaria les había advertido que al día siguiente tenían que ir forzosamente a honores a la bandera, o entregar una cierta tarea (no recuerdo con precisión) "así llueva, truene o relampaguee". No incluyó la posibilidad de una inundación, así que ningún alumno se presentó. 

Las inundaciones (reales o metafóricas) tienen un elemento de sobrecogimiento, incluso de traición. Cuando el agua que cotidianamente nos limpia y da vida a nuestros alimentos se vuelve furiosa y asesina todo lo que encuentra a su paso, quedamos indefensos, víctimas de una agresión que no sospechábamos. Cuando las emociones nos inundan quedamos también pasmados ante una falta de control sobre nosotros mismos, abandonados a nuestra suerte, orillados a la catarsis. 

Es muy asombroso el efecto nocivo que pueden tener, en dosis excesivas, el agua o el fuego, dadores de vida en condiciones normales. Son la manifestación de los dioses destructivos, la otra cara de la misma moneda que contiene a la creación.  

En esa inundación se fueron fotos, animales, vestidos, documentos, zapatos, camas, muebles... Una devastación tristísima. Una intemperie insalvable. Y no resta más que la aceptación, la resignación. 

¿Cuántas cosas nos hemos llevado a nuestro paso cuando estamos dominados por impulsos destructivos? ¿Cuánto hemos destruido, irrecuperablemente? A veces quisiéramos sólo llover, tronar o relampaguear. Pero otras veces nos quedamos de pie, desolados, contemplando la devastación.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Común, y por lo tanto extraordinario

Mucho tiempo pasó en mi vida en que fui, sencillamente, Sara Carolina. El suficiente como para acostumbrarme a la idea de ser, solamente y sin mayores aclaraciones, Sara Carolina. Cuando me preguntaban cómo me llamaba, no había necesidad de preguntas y respuestas esclarecedoras. 

Sin embargo, de un tiempo para acá, me han tomado por sorpresa en los consultorios médicos, las tiendas, los Starbucks, las oficinas de gobierno, las ventanillas en las universidades. ¿Sara con Z? ¿Con H al final? ¿En medio? Para mi inconmensurable sorpresa, ayer o antier me preguntaron que cómo se escribía Carolina. Tras un momento para reponerme del impacto, lo único que pude acertar a decir fue "¿con C?".

Me cuesta mucho trabajo imaginarme como Zara Karolina (aunque me gusta la idea de un personaje femenino de ascendencia rusa o polaca, con sangre judía en las venas y un abuelo políticamente activo, perseguido en la Segunda Guerra Mundial y asesinado mucho antes de que nuestra protagonista llegara al mundo, hija de un seguidor de Bakunin melancólico que huyó de Europa para caer, ni más ni menos, que en la capital de la república mexicana). 

Lo que sí es cierto es que pareciera que cada vez más estamos rodeados de niños y adolescentes con nombres producto de una efervescencia por lo exótico y lo extranjero que sólo se explica por aburrimiento de lo conocido y repetido hasta el infinito (Juan, Carmen, Dolores, José, Susana...), por una exposición masiva y no educada hacia las culturas de cualquier parte del mundo, o por el intento de originalidad o elegancia. 

Aquí en México, desde hace ya varias generaciones, nos hemos estado acostumbrando a los nombres anglosajones: Candy, Elizabeth, Brandon, Kimberly, Ethan... También han estado presentes desde hace mucho los nombres, siempre pocos pero muy conocidos, de procedencia indígena: Xóchitl, Quetzalcóatl, Cuauhtémoc, Eréndira...

No obstante, esta tendencia aún más reciente de la que hablo ha incluido nombres indígenas hasta ahora inéditos, que la gente no sabemos cómo escribir, pronunciar o memorizar. (No incluiré ninguno, porque no los recuerdo.) Y también nombres hindúes, belgas, vikingos, celtas, africanos, griegos, italianos, chinos, incas... En fin: el objetivo es ser original y, de preferencia, encontrar una palabra de significado profundo, fértil, bondadoso. 

Con la reciente campaña publicitaria de Coca-Cola, en la que cientos de nombres propios aparecieron en las latas del refresco, se suscitó en las redes sociales un movimiento de burla hacia los nombres que allí aparecían, por ser considerados comunes y corrientes. Andrea, Pablo, Pedro, Ana, Luis... Todos tachados de ordinarios. Claro, hubo miles de criaturas en este mundo (o por lo menos en este país) que compraron las latas para sí mismos, su pareja, su amigo(a), su jefe, sus hermanos o sus padres. Y aunque Sara no apareció en las latas (no sé si Carolina), sí puedo decir que una de las razones por las que esa campaña fue tan exitosa es que eligieron nombres de esta cultura, la mexicana. Será que dentro de algunos años los que llevamos los nombres de esas latas seremos los más simples y por tanto, los más extraordinarios. Que quede claro que detesto toda la publicidad de Coca-Cola, pero me fascina la idea de que un día dentro de muchos años esas latas se conviertan en el recuerdo no sólo de algunos nombres personales, sino de la manera y de las circunstancias en que se nombraba a los hijos.

sábado, 6 de septiembre de 2014

¿?

¿Desde qué edad se vuelve uno consciente de que está buscando felicidad? ¿O de que lo que vive y experimenta no lo es? ¿Qué creemos que es la felicidad? ¿Vamos en esta vida en búsqueda de qué? ¿Cómo es que muchas veces es uno mismo el agente encargado del fracaso propio? ¿Por qué son las tentaciones tan tentadoras? ¿Cuál es el sentido de nuestras metas y nuestros caminos? ¿Dónde está el límite de lo que estamos dispuestos a invertir o sacrificar por algo? ¿Cuáles son las diferencias entre la persistencia y la obsesión? ¿Hasta qué punto nuestra vida está regida por el juicio social? ¿Hasta qué grado cumplimos expectativas culturales o familiares, o llamados del corazón? ¿Es total la similitud entre sensatez y locura? ¿El logro de nuestros sueños nos vuelve más sensatos o locos? ¿Nos acerca más a la dicha o va abriendo más abismos entre ella y nosotros? ¿Y el fracaso? ¿Qué es la felicidad, cómo se llega a ella y por qué nos cuesta tanto trabajo darnos cuenta que siempre ha estado, está y estará a la mano?

viernes, 5 de septiembre de 2014

Días...

Hay días maravillosos que uno repite una y otra vez en la mente.
Hay días terribles que uno desearía no haber vivido.
Hay días estresantísimos para los que uno no quisiera levantarse.
Hoy fue uno de estos últimos. Y la única razón por la que salí de la cama fue porque no sabía que este iba a ser el caso.
Lo sobreviví y ahora sobreviviré su respectiva noche.
Con permiso.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Corre, Mandarina, corre

Podría confundirse el título de esta entrada con la película alemana Corre Lola, corre. Pero no es de ella de quien esto trata. Es de otra película, de otro personaje. Recientemente vi por primera vez la película Forrest Gump, y me impresionó a tal grado que desde entonces, cuando estoy en una situación que requiere de sabiduría, me pregunto: ¿Qué haría Forrest Gump?

Hay algo maravilloso en el personaje de esta novela convertida en film. Por un lado, está el hecho de que el protagonista logra convertirse en un héroe de guerra, un ejemplo a seguir para las multitudes, un atleta internacionalmente reconocido y un empresario exitoso y millonario. Y todo lo anterior, de modo más o menos involuntario, lo cual es inaudito. Sobre todo, porque la mayoría intentamos conseguir todos o alguno de los anteriores triunfos y muchas veces la vida se nos va intentándolo, mientras que a Forrest le llega de modo espontáneo, imprevisible.

El personaje tiene bajo coeficiente intelectual y aunque podría pensarse que eso es una limitante para conseguir lo que ya se mencionó, pareciera que en realidad resulta su principal fortaleza. Es precisamente la humildad ante la vida que le da su condición mental lo que se vuelve su más importante y benefactora condición. Forrest enfrenta lo que se le presenta, y sin conflictuarse demasiado ni considerar su realidad muy compleja, a diferencia de una inmensa mayoría de nosotros, se concentra exclusivamente en ello. Luego, naturalmente, como todo en la vida, lo que llegó ha de irse y traer consigo algo distinto. Algo distinto que nuestro famoso corredor habrá de manejar con la misma sencillez y prontitud que lo anterior.

Además, quizás precisamente porque su baja capacidad intelectual hace que su cabeza le haga poco ruido, tiene muy claro lo que su corazón tiene que decir: cuándo arriesgar la vida por otro ser humano, cuándo ser generoso y entregarse a los demás, cuándo amar y cómo. La verdad es que esto último, amar, lo hace todo el tiempo y de un modo desinteresado, pero su máxima expresión se manifiesta hacia Jenny, el gran amor de su vida, su mejor amiga desde la infancia y madre de su único hijo, portadora de una gran cantidad de confusión y problemas y dolor, pero siempre bienvenida en el entorno de nuestro amigo oriundo de Alabama, Estados Unidos.

Quizás precisamente porque ama siempre y, de un modo inofensivo e ingenuo, a todo mundo, es que Forrest Gump atrae cosas buenas, llenas de amor, que le procuran bienestar. Forrest ama y La Vida lo ama a él. Es por eso que se ha vuelto mi gurú, mi ejemplo a seguir: escuchar con atención la intensidad y las enseñanzas de mi corazón y confiar en La Vida, dejarme llevar por ella. Esa es la clave.

martes, 2 de septiembre de 2014

Yo, mujer.

A mi marido, por su amorosa contribución a la mujer que soy y por recordarme, tan gozosamente, que lo soy. 

Me di licencia de no escribir por cuatro días, así que me ausenté de estas tierras electrónicas. No puedo decir que lo siento, pero sí que ya volví y que estoy alegre por ello.

Algunas cosas lindas pasaron en estos días. La que sobresale es platicar con mi amiga Emicel sobre cómo han ido cambiando nuestros gustos, la preferencia que hemos ido desarrollando por las actividades domésticas y una vida de relativa calma, sin demasiadas fiestas ni gente ni calle. Me sentí feliz con la comunión que sentí entre nosotras dos y con la agradable combinación de tener una conversación honesta e íntima con una amiga de la universidad y escuchar de fondo canciones del álbum "Ten", de Pearl Jam, interpretadas en vivo por una banda cuyo bajista estaba vestido con una falda escocesa. Canciones que me recuerdan a los días de la adolescencia, la inconformidad, la calle, el ruido, el alboroto de fiestas, la agitación interior para salir de mi espacio y rodearme de gente, especialmente de hombres, que durante mucho tiempo fue el género con el que me sentía más cómoda. Las mujeres me parecían superficiales, competitivas, aburridas, hipócritas, cursis, manipuladoras, vanidosas. Y desde mi experiencia vital, yo estaba en posición de hacer esas críticas feroces, porque no me veía a mí misma como femenina, sino como masculina. Una mujermasculina. Mujerhombre. Mujernomujer. Renegaba de mi pelo (y lo corté), renegaba de mis pechos (y los oculté bajo ropas flojas), renegaba de los estereotipos de belleza que me prohibían terminantemente considerarme bella (así que nada de maquillaje, nada de tacones, nada de vestidos o faldas).

Pero no fue eso de lo único que renegué. También me molestaba la noción de vulnerabilidad, de seres emocionales y sentimentales en oposición a intelectuales y racionales. Por eso, yo decidí ser siempre fuerte, incansable, autónoma, autosuficiente. Y también decidí almacenar todas mis opiniones y mi sentir en el estómago y en la garganta (curioso: las dos áreas de las que siempre estaba enferma, desde los 14 hasta los 24 años), porque era ridículo expresarlos. Me sentía débil e inferior al expresarlos. Me sentía mujer. Me sentía tonta, torpe, incómoda, trágicamente desnuda. Expuesta a la crítica y la burla de otros. Y paradójicamente, ese silencio me hizo aguantar humillaciones, rechazo, desdén. Sobre todo de algunos hombres (¿sería precisamente porque los prefería, porque los admiraba?). A veces visito recuerdos de algunas bajezas que viví estoicamente y ahora, en mi versión del pasado, cada vez que me dicen o hacen algo grosero, yo les grito "¡Imbécil!" y me voy para nunca volver. Con el tiempo he descubierto que era falta de respeto por mí misma, porque ni mi opinión ni me sentir eran ridículos o tontos o torpes. Eran míos. Y merecían respeto, a toda costa.

Ayer, más o menos a esta hora, estaba sentada en el asiento del copiloto, en el coche familiar, llorando en el hombro del conductor, mi marido. El cielo lloraba junto conmigo. Estábamos estacionados frente al restaurante donde me había invitado a cenar, y yo no podía ni quería salir porque estaba hecha una pena, como dicen los españoles. Habíamos dedicado la tarde a buscar ropa o zapatos o accesorios para mí, porque recibí un dinero en mi cumpleaños que decidí gastar en cosas lindas que halagaran y resaltaran mi belleza, que ahora reconozco con generosidad. Pues bien, lloraba porque me sentí como fuera de órbita. El problema empezó en el hecho de que casi nada seducía mi vista. Luego se empeoró cuando me quejé de prácticamente todo lo que me probé, y casi todo lo que me probé se quejó de mí. Unos pantalones que no me hacían ningún favor, otros pesados que obstruían mi movimiento, una falda que en una talla estuvo muy grande y en otra apretada, shorts demasiado cortos, vestidos demasiado formales, prendas cuyo precio son un insulto, ya no sé si a la inteligencia o a la decencia. Por un momento me supe perdida entre una imagen de formalidad y elegancia que ahora, asumida mi femineidad, conforma mi ideal de vestimenta pero se contrapone al clima del sitio donde vivo; unas prendas frescas pero informales y sueltas que me recuerdan demasiado a quien era antes y que ya no quiero ser; tacones que me coquetean pero que retan a mi sentido común y a mi vocación de pedestre comodidad; faldas que acentúan mi figura curvilínea de forma exquisita pero que también revelan una pancita que prefiere permanecer disimulada.

Por un momento no supe si ahora me quiero a tal grado que no reconozco que estoy gorda o si la cantidad de ropa hecha en materiales sintéticos ha ido en aumento o si mi ropa interior no me favorece o si estoy en crisis entre vestirme como señora o como muchacha costeña o como estudiante metropolitana o si el diseño de las prendas se hace pensando en mujeres sin muslos ni cadera ni un vientre que no esté pegado a la espalda. Y lloré. Lloré un buen rato. Lloré todo lo necesario. Lloré el desconsuelo de sentirme incomunicada entre mi universo interior y la impresión que quiero causar entre los prójimos que alrededor de mí se encuentran. Lloré la imposibilidad de celebrar mi corporeidad.

Hoy, a mediodía, también quise llorar. (Hay días y semanas en que quiero llorar cada 6 u 8 horas, como si fuera un tratamiento médico.) Esta vez, porque me di cuenta de que el ideal de autosuficiencia que tengo y que mencionaba antes sigue siendo, aunque en mucho menor medida, un obstáculo para mi entrega completa, para ser realmente vulnerable. Sigo exigiéndome hacer las cosas bien y hacerlas sola, a pesar de que aceptar ayuda, más que una debilidad, es el hermoso regalo de permitirle a otro compartir su bondad y su amor conmigo. La exigencia por ser autosuficiente es, también, no respetar los momentos de debilidad propia. Es un bloqueo en el acto de recibir. Es un bloqueo para la femineidad.

Quiero terminar este texto con gratitud. Agradezco, pues, a mis amigas mujeres, por ser siempre tan hermosas y por haber permanecido conmigo a través de los años en que yo no sabía a ciencia cierta el tesoro que somos. Agradezco a mi mamá y a mi hermana, las primeras mujeres en mi vida, por haber sido grandes factores en mi camino y en la mujer que ahora soy. Y sobre todo, quiero agradecer en esta publicación a mi compañero amoroso, por todo.