miércoles, 15 de febrero de 2023

Para iluminar

A mis hijas, a las nuestras.


Querido Daniel:

Hola. No sé cómo estás, ni dónde, ni con quién, pero en la familia se sabe que estás con gente innombrable. Tú mismo me lo dijiste, la última vez que te vi, cuando coincidimos en una calle cualquiera de la colonia donde vivo, y te bajaste asustado o ansioso de un coche conducido por una mujer malencarada, y me contaste que haces trabajos para un señor importante, con poder e influencias, y que era mejor no saber ni el domicilio ni el número telefónico el uno del otro. Yo te pedí que no te acercaras a abrazarme porque mi hija tenía COVID. Era verdad, pero no era la verdad entera. Lo que yo tenía en la cabeza no era protegerte de nosotras sino lo contrario. En lo que leerás a continuación te quedará más claro por qué no quiero estar entre tus brazos. 
Te escribo para contarte algo que viene de las sombras. De un silencio tenebroso. Lo escribo para liberarme yo y lo escribo para liberarte a ti, que seguro vives bajo el peso de esa oscuridad. Los secretos nos pesan a todos. Las violencias nos torturan a todos. 

Lo que te voy a narrar aquí sucedió hace casi treinta años, en Tepic, Nayarit, en el año 1993 o 1994. Es hora de sacarlo al sol. Es hora de revelar las heridas, de verlas, de nombrarlas, para así sanarlas. 

No sé qué día de la semana sería, probablemente un domingo, había muchas personas reunidas en la casa de nuestra abuela Cuca y nuestro abuelo Chuy. Yo tenía cinco años y me parece que una falda amarilla. Tú debías tener 13 o 14. No sé cómo (¿me llevaste de la mano?, ¿me correteaste como si estuviéramos jugando?, ¿me invitaste y yo accedí?), pero lograste llevarme a una habitación donde no había nadie más. Cerraste la puerta (¿con seguro? ¿o ni siquiera hizo falta?). Tomaste un libro, no sé de dónde, te arrodillaste al pie de la cama, mientras yo estaba parada a tu lado, y al mismo tiempo que me empezaste a leer el libro, comenzaste a acariciarme la vulva. Los labios, el clítoris, la vagina de una niña de cinco años, manipulados por la mano de un primo hermano adolescente.  

Recuerdo que me hacías preguntas sobre el libro. Lo recuerdo porque aún puedo escuchar mi voz infantil nombrando colores y formas geométricas jadeante, nerviosa, inestable, alterada. Pero no sólo estaba confundida sino también agradecida de que estuvieras llenando el aire con tus preguntas estúpidas, porque de ese modo volvías más fácil ignorar al monstruo que había en la habitación. 

Hasta la fecha, bien entrada en mi vida sexual adulta, me cuesta trabajo jadear con autenticidad, sin pensar en aquel primer jadeo forzado, exprimido de mi inocencia. Jadear con un deseo y una sexualidad sanos, liberados, maduros. Gemir con pasión y tener, al mismo tiempo, un espacio para el dolor de aquel primer gemido. 

Cada vez que les leo un libro a mis hijas pienso en el libro que me leíste tú a mí. O con más precisión: pienso en la experiencia de aquella lectura. Y cuando mi hija cumplió cinco años, la edad que tenía yo cuando me usaste como un objeto para tu disfrute, sentí un miedo y un desasosiego que desconocía, un temor prehistórico hacia los depredadores. Veía a mi hija tan chiquita, tan llena de inocencia y de curiosidad, tan brillante y tan musical, y me ponía a pensar que de seguro yo era igual. Y me pregunto, ¿cómo te atreviste a devorarme con tu silencio y tu oscuridad?

He tenido grandes dificultades en mi vida sexual a lo largo de los años, te lo voy a admitir. He creído que yo no tengo derecho a mi propio placer, que mi deber es brindarles gozo a los demás. Que soy un instrumento. Que soy desechable. Que mi cuerpo y mis genitales son el modo seguro de conseguir la aprobación masculina, de la cual he estado famélica a ratos, porque todo el amor propio que no he sabido darme a mí misma, necesitaba mendigarlo del mundo exterior. 

Y quisiera culparte a ti, plena e inequívocamente, de todos los males de mi vida. Acusarte de arruinarla (aunque no es una ruina y nunca lo ha sido, pero a veces así la he sentido). Reclamarte ser la causa de una codependencia que me ha pesado, me ha entorpecido, me ha atormentado en todas y cada una de mis relaciones interpersonales. 

Pero me doy cuenta de dos cosas. En primer lugar, de que antes de sufrir tu violencia, viví una mucho peor por ser más sutil y por estar mezclada con amor: que mis padres mi pidieran anularme y al hacerlo, me premiaran con su afecto. La enormísima violencia de pedirles a tus hijos guardar silencio por comodidad. Claro, los hijos somos un fastidio en un mundo estresante de empleos con jefes y horarios, de achaques físicos, de rutina monótona, de cansancio permanente. Los niños y su verborrea constante, sus necesidades sin fin, sus demandas de todos los días, todo momento. Los hijos somos cansones. Pero no hay de otra. Nuestra descendencia no pidió venir al mundo y mucho menos es responsable de nuestra salud, nuestro bienestar, nuestra inteligencia emocional, nuestra comodidad. Así que para vivir mejor hay que decirles que no con más frecuencia al jefe, a la suegra, a los vecinos, pero no hay que pedirle a un niño que no incomode. Porque para crecer como seres humanos y para mejorar como personas necesitamos incomodarnos. Los niños vienen a revolucionarnos con amor. Nos ponen de cabeza y así debería ser, a ver si cambiamos de perspectiva y miramos la vida con más sabiduría. 

Pero mis padres no querían mi revolución, o al menos así lo viví yo. Me daban más amor si me quedaba callada o si iba con la corriente. Me daban menos si me oponía o me quejaba. Me regañaban constantemente por ser “imprudente” e “inoportuna”. Cuando mi mamá, que gritaba y regañaba con frecuencia, veía que yo me molestaba, me repetía que enojarse era de gente pendeja, y si me asustaba me decía que no pasaba nada, y si me ponía triste se angustiaba. Sólo me permitían una emoción básica: la alegría. Y siempre, siempre me señalaban que podía hacer (o ser) mejor las cosas. 

Y aprendí a ser complaciente, a ser pusilánime, a nunca sentirme suficiente, a rechazarme y juzgarme en automático, a buscar la aprobación y la validación en los demás, a crear un personaje cuya actitud perpetua fuera estar relajada, simpática, a todo dar. ¿Y sabes qué fue lo que hice después de la violencia a la que me sometiste? Durante doce años no se lo dije a nadie para no levantar olas, para no incomodar, para ahorrarme la lástima y el rechazo de los demás. 

La segunda cosa de la que me doy cuenta es que de algún lado venían tus actitudes rebeldes y hostiles, de cierto modo o en cierto momento estuviste expuesto al abuso que eventualmente ejerciste no sólo conmigo, sino con la mayoría de las primas (y por lo menos un primo) en nuestra familia. Me doy cuenta de que el victimario fue víctima. Y eso no te absuelve de tus errores y el daño que causaste. Pero sí agrega otra dimensión, otras capas a la compleja red de violencias en nuestra familia. ¿Qué sufriste tú? ¿Qué sufrieron tu madre y mi padre y el resto de sus hermanos? ¿Y sus cónyuges? ¿Cómo lidiaron con el abuso sexual de mis primas en los otros hogares familiares? Yo enmudecí, pero ¿qué pasó con quiénes sí hablaron? ¿O es que acaso el silencio es la cruz que subyuga a nuestra familia? Quizás la vergüenza y el miedo a la confrontación son el verdadero vínculo que nos une y no la sangre. 

Víctima.
Victimario.
Victima rio.
Víctima río.
Víctima río.
Río y río.
Agua y carcajadas.
Emociones y dicha.
Fluir y sentir.

Así es como poco a poco he podido ir sanando. De la violencia que sufrí a tus manos y a las de mis progenitores. Nombrar mis emociones. Nombrar mis necesidades. Validarlas. Verbalizarlas. Priorizarlas. Soltarlas. Seguir adelante. 

Cuento mi historia e invito a todas y a todos a contar la suya, hasta que no haya una herida por violencia sexual escondida, infectada, supurando en la oscuridad y el silencio. Narrar nuestras historias es sanar con la luz y la tibieza del lenguaje. Compartimos el ultraje desde hace siglos, compartamos ahora la palabra. Contar para iluminar. 

miércoles, 8 de febrero de 2023

Lactancia y otras pasiones

Hoy es el primer día que me levanto a las seis de la mañana a hacer yoga. Así está escrito en mis propósitos de año nuevo, pero por cuestiones logísticas y de crianza no lo había podido hacer antes. 

Mi hija la menor ha estado atravesando una serie de cambios muy importantes en su pequeña vida, como pasar de tener mi pecho disponible todo el día y toda la noche a una vez en la mañana, y pasar de dormir en nuestra cama (de mi marido y mía) a la suya, aunque sigue dentro de nuestra habitación. 

Todo esto ha hecho que duerma inquieta, porque quiere sentir mi cuerpo y mi calor (suena hermoso, pero ella patea y también se cayó dos veces de la cama) y también ha provocado que se despierte muy temprano, porque tiene la motivación del pecho. Después de muchas conversaciones (y algunos regaños, porque sí, pierdo la paciencia), ha entendido que por el bien de todas las involucradas necesita dormir, primero que nada, y en segundo lugar, hacerlo en su propia cama. Y en tercer lugar, que sólo puede haber chichi cuando salga el sol y no antes. Esto implicó acompañar sus llantos varias veces a las cinco y seis de la madrugada, cuando todo estaba oscuro y en silencio, porque ceder ante lo que quería en pos de no escucharla llorar significaba prolongar lo inevitable, y además posponer mis sesiones de yoga a las seis de la mañana. 

Tardó un mes en materializarse mi deseo. En realidad, bien visto, es muy poco. Sobre todo si consideramos que implicó transiciones profundas en la vida de una criatura de dos años que está semi domesticada, semi salvaje. 

Fuera de broma, ya me urgía empezar a tener espacios para mí sola. El yoga, la sesión de escritura que estoy improvisando ahora, en lo que espero que despierte la niña, salir con amigas en la noche a tomarnos unas copas. En un mes y medio voy a hacer un pequeño viaje sola, y en poco menos de seis meses nos vamos juntos, solos, mi esposo y yo a celebrar nuestro décimo aniversario de matrimonio. Qué ilusión me hace. 

Y aunque ya estoy lista para pasar a otra etapa, siento que es mi deber dejar constancia de la experiencia tan profunda que ha sido lactar. Dar la teta ha sido sanador. Tengo una malformación en mis pechos y toda la vida, hasta que fui mamá, me acomplejaron y eran motivo de vergüenza. Cuando se convirtieron en alimento y en refugio, en fuente de vida literal y figurativamente, mi relación con ellos cambió. Ahora hay más gratitud, más reverencia, más amor y más respeto. 

También fue increíblemente práctico. Dormir con mis hijas y ofrecerles el pecho a libre demanda en las noches sin tener que levantarme o escucharlas llorar desde otra habitación me permitió descansar más, con todo lo que el descanso genera: tener más paciencia, más inteligencia para encontrar soluciones, estar más sana, tener más energía para todos los retos del día. Y también fue sumamente reconfortante para las niñas descansar a un lado de su mamá, con mi calor y olor corporal y el latido de mi pecho, que tan bien conocían ya desde que vivían en mi vientre.

Fue también una prueba de mi voluntad, mi resiliencia y mi tolerancia al dolor. Con mi primera hija, mi primera lactancia, el proceso al principio, las primeras tres semanas después de parir, fue pesadillesco. Los pezones despedazados, literalmente. Y la bebé con necesidad de mamar cada hora, o menos. Y cada vez que se pegaba a mí era un dolor que me hacía delirar. Mi esposo se asustaba y me decía que le diéramos fórmula, y aunque en cierto momento sí se la dimos, mezclada con la leche que una asesora de lactancia en otra ciudad del país me recomendó por WhatsApp que me siguiera sacando con extractor (otro dolor terrible con resultados ineficaces). Estuve simultáneamente estimulando la producción de leche y tratando de reparar mis mamas, hasta que el día 21, el día que mi hija cumplió tres semanas de vida, llegó a mi domicilio una asesora fantástica y con mucha atención y detalle me observó y me hizo preguntas y al final me dio unas sugerencias que fueron la clave del éxito de esa primera lactancia.

Como dato curioso, durante esas primeras tres semanas de maternidad infernal, cada vez que tenía que extraerme leche, lo hacía en el baño de nuestra habitación, con mi esposo a un lado asistiendo en lo que necesitara, y para ayudar a relajar mi sistema nervioso y poder atravesar esos dolores mortales, me ponía a cantar algunas de las canciones católicas que me enseñaron en mi infancia, en la escuela marista a la que asistía. Quién iba a pensar que de algo iban a servir las misas a las que nos obligaban a ir y las melodías que también nos obligaban a entonar.

Señor
me has mirado a los ojos
sonriendo, has dicho mi nombre
en la arena
he dejado mi barca
junto a ti
buscaré otro mar.

Cantaba, extraía leche de mis senos y por mi cara rodaban las lágrimas. 

Considero importante agregar que también fui capaz de lograrlo a causa de mis circunstancias socioeconómicas. Yo no tenía un empleo que me demandara atención ni tiempo, y además de eso, tres veces a la semana venía a nuestra casa la secretaria doméstica, que se encargaba de mantener la casa, la ropa y los trastes limpios y en orden. Qué privilegio. El costo de tener la calma, el espacio, el tiempo, la disposición y el conocimiento para lactar. Y una pensaría que es algo tan sin esfuerzo, que viene incluido en el paquete de ser mamífera.

Otra ventaja inesperada de lograr amamantar fue el orgullo que sentí de poder nutrir a mi propia cría con mi cuerpo, el infinito y potente lazo de amor que se crea y se siente en los primeros meses o años de la lactancia. La agencia como madre que da el saber que la teta los puede proteger y aliviar del miedo, del dolor, del cansancio. 

Sin embargo, después de casi 7 años consecutivos de amamantar, con un descanso en el medio de un año, estoy muy lista para parar. Necesito recuperar mi cuerpo. Necesito más independencia de mi hija menor. Ya no tengo el ánimo o la disposición para abandonarme y entregarme de lleno a esa actividad que requiere tanta quietud, tanto compromiso. Al contrario, mi espíritu me exige que genere vida y amor de otros modos ya.

Tuve que quitarle a mi hija el pecho por las noches y esclarecerle a lo largo de varios días que sólo podía pedir chichi ya que la habitación tuviera luz del sol. Este largo y más o menos desagradable proceso tuvo que pasar para poder despertarme a las seis sin el temor de que ella se despertara también, y con la energía de haber dormido bien durante la noche y sin haberme tenido que despertar a amamantar cuatro o cinco veces. 

Me siento más grande, más sana, más fuerte y más viva cuando tengo mis propios espacios. Tetas, lactancia, hijas, vida: ¡gracias! Es momento de pasar la página. Son las seis de la mañana y hay que despertarse a hacer yoga y escribir.

miércoles, 25 de enero de 2023

Mientras haya vida...

Llegamos a Higuera Blanca, una de nuestras playas favoritas, llenos de entusiasmo porque sólo vamos a ese lugar en ocasiones especiales y con la gente que más queremos. Esta vez íbamos a encontrarnos ahí con Jess y Tom y sus tres hijas, para reunirnos por última vez antes de que se regresen a Canadá, donde viven casi todo el año. 

Las horas pasaban, la plática no se terminaba nunca, las niñas iban y venían del mar, jugando felices. Hasta que llegó corriendo una de las hijas de nuestros amigos a decir que mi hija mayor se había lastimado. La miré a lo lejos, sentada a la orilla del mar, llorando. Me levanté como resorte pero caminé lento, al principio, hasta que reconocí su llanto: ese llorar feroz que casi no te permite respirar y que te asfixia más de lo que te desahoga. Corrí. Y cuando llegué mi hija estaba sumida en un profundo dolor, en un sufrimiento caótico. 

La cargué como bebé hasta nuestra mesa y mientras ella hiperventilaba yo la acomodaba lo mejor que podía: recostarla en una silla, levantarle el pie, taparla con una toalla, pedir hielo. La cuenta. Guardar los juguetes de playa, los cambios de ropa. Recibir la ayuda de nuestros amigos que ni siquiera tuvimos el tiempo de pedir. Vámonos. 

En el camino las dos niñas lloraban, la mayor adolorida y la menor exhausta porque no había hecho siesta. Parecía una cámara de tortura, el coche. Una pareja de casados encerrada en una burbuja de metal con los aullidos de sus cachorras. Nos reímos porque si no hubiéramos llorado junto con ellas. 

Al llegar a nuestra colonia las niñas ya estaban despiertas, después de haber tomado una siesta de casi una hora desde la playa hasta nuestra casa. Las dos estaban tranquilas, parecían personas distintas. Les compramos una nieve y decidimos no bañarlas, sino quitarles la arena lo mejor que pudiéramos y ponerlas a dormir. 

A la mañana siguiente, tras despertar, mi hija mayor se rehusó a poner el pie lastimado en el piso y de nuevo empezó el llanto (de dolor pero sobre todo de miedo). Hay que ir al hospital, pensamos mi marido y yo. Así que preparé lo básico para una estancia larga (no sabía lo que se avecinaba) y me fui con ella, mientras mi hija menor se quedó en casa al cuidado de su papá. 

Nos sentamos a esperar en la sala de urgencias. Mi hija estaba de buen ánimo, a pesar de todo, y escogió leer uno de los libros que me llevé para su entretenimiento. El médico de guardia estaba en consulta. Tras un rato sale una chica pálida, delgada en extremo y con una mueca en la cara que daba a entender que venía del infierno. Se sentó a nuestro lado y el doctor se arrimó a decirle en inglés qué estaba en la receta y cuál medicina era para la diarrea, cuál para el vómito y cuál para el dolor de estómago. La volteé a ver pero no dije nada. Quizás por ser extranjera. Tenía en la punta de la lengua un "I'm sorry you're having such a bad time" pero en las películas gringas la gente siempre quiere que la dejen en paz, así que la dejé sufrir en soledad. 

Luego fue nuestro turno de pasar al consultorio, que estaba lleno del olor del médico: claramente había olvidado ponerse desodorante esa mañana. Le hizo preguntas a mi primogénita y con sus manos envueltas en guantes (y en una gentileza que era invisible pero evidente), tocó con cuidado algunos puntos clave. Mi hija, con una madurez que me sorprendió, le contestaba con absoluta claridad "ahí no, ahí sí, ahí mucho" a pesar de que no quería que nadie le tocara el pie y mucho menos quería sentir ese dolor que le estaban provocando en nombre de la ciencia y la sanación. 

Por los puntos que le dolían y por la intensidad de dicho dolor, el doctor me dijo que con gran probabilidad había una fractura. Había que hacer rayos x. Quince minutos después: efectivamente, una fractura. "Si le llamamos al traumatólogo le va a salir muy caro, señora, mejor venga a consulta en la tarde". Le llamo a mi agente de seguros para confirmar que es la mejor decisión. La llamada no se enlaza. Chingado. Le marco a mi esposo y mágicamente, el teléfono no tiene ningún problema. Le explico todo y agitado, en inglés (es canadiense), me dice que no pague nada, que por reembolso no, que es un accidente, que obviamente lo cubre el seguro. Me siento como una niña. Peor, como una niña regañada. Siento una frustración inmensa de no tener experiencia, no entender nada y estar paralizada, con el padre de mis hijas nervioso del otro lado del auricular y la secretaria, nerviosa, frente a mí. "Llámale a la agente para preguntarle", le dije con la voz más adulta que tengo, "no quiero especular" (un verbo muy, pero muy adulto). 

Después de unos cuantos minutos (mi esposo es una de las personas más eficientes que conozco, característica que al mismo tiempo admiro, detesto y envidio) me regresa la llamada para decirme que dice Iris (la mentada agente) que hay que pedir que venga el traumatólogo, poner todo en la misma cuenta y que ella ya está escribiendo reporte sobre "el siniestro" (qué miedo me da esa palabra), que el seguro lo va a cubrir todo. 

El traumatólogo tardó una hora en llegar. Durante esos sesenta minutos llegó Hugo, en silla de ruedas, con la cabeza vendada y una gran venda también en la pierna. Se veía mal pero sonreía mucho. Escuché que tenía 24 años pero parecía de 12, no físicamente sino por la ternura de sus gestos. "Me duele mucho el pecho", me dijo. "¿Qué te pasó?", le pregunté. "Estaba a punto de llegar a mi casa y vi que en sentido contrario venía una camioneta zigzagueando e invadiendo mi carril; traté de evitarla pero me chocaron de frente, a 80 km por hora". Le dolía el pecho porque la camioneta de Hugo quedó aplastada y el volante le golpeó el plexo solar. Le habían dado puntadas en la pierna (que luego supe que le tenían que volver a hacer porque los practicantes que se las hicieron en un hospital público las dejaron mal y con riesgo de infección) y su cabeza chocó contra el parabrisas y había estado soltando mucha sangre. Estaba esperando que le hicieran análisis, a ver si había fracturas o hemorragias internas. 

Hablé un rato largo con Jorge (que el traumatólogo creyó que era mi marido y por diversión personal no lo corregí), el papá de Hugo. Cultiva maíz y yo creo que también su intuición (como mi propio papá, que soñó meses antes el terremoto de CDMX del 85), porque sintió el accidente de su hijo. Le pidió a su hija enviarle un mensaje a su hermano para ver dónde y cómo estaba (mensaje que Hugo nunca contestó) y poco después llegaron a la puerta de su casa a darle de azotes. "Nadie de mis amigos o familia toca así", me dijo, "mi mujer se dio el parón". Era un amigo de Hugo, que a quince metros de distancia vio todo el accidente. "A tres minutos de mi casa se me accidentó", dijo Jorge. "Al principio creímos que los de la otra camioneta eran de la maña y no nos queríamos quejar por lo mismo, pero luego vimos que eran un señor y su hijo que venían de Guadalajara y cuando vimos sus heridas yo creí que se iban a morir". Hugo dejó un mechón de cabello incrustrado en el parabrisas, salpicado de sangre. 

Yo por mi parte le platiqué al señor de la vez que mi hermano, en sus años universitarios, tuvo un accidente vial que casi lo deja sin vida. Necesitó cirugía reconstructiva en una oreja y se quedó hasta la fecha con los dientes frontales inferiores partidos a la mitad. Viajaba en el asiento trasero y salió escupido por el parabrisas posterior. Su cuerpo derrapó varios metros contra el concreto. Recuerdo la llamada telefónica a altas horas de la noche, el pánico en la voz de mi mamá, cómo ella y mi papá improvisaron una maleta y se largaron inmediatamente rumbo a la capital jalisciense, donde él estudiaba. Esa noche de mi adolescencia creí que me quedaba sin mi hermano, que también era en ese entonces mi mejor amigo y mi ídolo. 

Seguíamos en el limbo mi hija y yo, sin recibir noticias del seguro, cada vez más hartas, cuando llegó, también en silla de ruedas, una mujer bañada de sangre. Lloraba quedito, como cuando sabes que una situación no tiene remedio y nomás sacas unas lágrimas para no ahogarte en la desesperanza. "¿Qué te pasó?", le pregunté a bocajarro. "Me atropelló el señor que me trajo", me dijo, ahora llorando con más fuerza. "¡Cómo!", le contesté yo, impactada, incrédula. "Te juro que no venía nadie", contestó, como buscando pedir perdón por la situación en la que se encontraba. "Me salió de la nada". "Ay, mamacita. ¿Ya te revisaron?", le pregunté. "Nomás me detuvieron la hemorragia". Tenía la cabeza, el cuello, el pecho, todo cubierto de sangre. Temblaba. "Me duele todo". "¿No te han dado medicina para el dolor?" "No". "¿Quieres que te traiga un vasito de agua? ¿Quieres que pregunte si puedes beber agua?" "No". "¿Ya sabe tu familia que estás aquí?" (yo sentía una necesidad  desesperada de ayudarla). Y justo en ese instante entró un hombre seco, tosco, que me miró como si yo fuera una amenaza y no abrió la boca; se puso de pie a su lado sin mostrar el menor interés por su situación. Me dijo al ratito que tenía dos hijos y que ese hombre era su pareja actual. A la secretaria le dijo que tenía 36 años (casi la misma edad que yo) y que venía de Guerrero. Todos los documentos que le pedía la secretaria los tuvo que sacar la pobre mujer atropellada, moviendo con agonía sus extremidades. El hombre no movía, literalmente, un dedo por ella. 

Recordé cuando estuve yo también en esa sala de urgencias, en silla de ruedas, interrogada por una secretaria, hace casi siete años, cuando el parto en agua de mi hija (la del pie fracturado) no fue como habíamos pensado y terminé agotada y con diez centímetros de dilatación en ese hospital que está a escasas cuadras de mi casa. Mi marido sí se hizo cargo, a diferencia de este mequetrefe, pero recuerdo vívidamente el miedo, el dolor, el cansancio, el desamparo. El trauma de un parto mal acompañado. El trauma del abuso sexual que viví en la infancia, aún acosándome más de veinte años después porque aún, más de veinte años después, seguía sin trabajarlo ni sanarlo ni superarlo. 

Se llevaron a la mujer atropellada y me quedé acongojada, porque sentí que no supe cómo acompañarla, cómo ser mensajera y conducto del amor de Dios. Sí pensé en ofrecerle rezar por ella pero pensé que quizá eso la estresaría más, como si estuviera despidiéndola de este mundo. Además yo siempre empiezo mis oraciones diciendo "Diosa Madre naturaleza" y eso de por sí es bastante extraño. 

Nos cambiaron de sala de espera, compré café y pan dulce, mi hija se recostó sobre mi regazo un rato, compré más pan dulce, conseguí por WhatsApp unas muletas infantiles prestadas, y al cabo de cinco horas en el hospital sin que se resolviera el asunto del seguro, me di por vencida. Le exigí a mi esposo que viniera a sustituirnos, que prefería quedarme con las dos niñas, cargar a la lastimada por todos lados y hacerles de comer. 

Y al día siguiente amanecí como un trapo. Y al día siguiente de eso (hoy) también. ¿Qué pasó con Hugo? ¿Y su papá? ¿Y los otros dos hombres lastimados en ese accidente? ¿Y la señora atropellada? ¿Y sus hijos? ¿Y el esposo, la maltrata? La cintura me duele incluso cuando estoy acostada. He cargado a mi hija tanto, y sus 20, 25 kilos cada vez se sienten más pesados. Y las tres semanas de reposo total apenas empiezan. 

Mi niña tiene una excelente actitud y puede estar sentada, sin aburrirse, por horas. Lee, juega, colorea, ve tele. Y el tiempo vuela. Esto pienso para reconfortarme. Y que mi hija y Hugo y la señora atropellada no estaban heridos de muerte. Y mientras haya vida, hay esperanza. Todo tiene solución menos la muerte.