martes, 25 de septiembre de 2012

Carta abierta al hombre que amo

Sin prolegómenos (esta palabra la aprendí a tu lado, qué curioso), te voy a decir que no sé si algún día voy a volver a verte, o a oír tu voz o a oler esa fragancia tan tuya, irrepetible, que se mezcla del modo más perfecto y armonioso con tu agradable calorcito corporal. Pero si no es así, lo lamentaré siempre. Habrás dejado entre cada inhalación una terrible sensación de ausencia, una orfandad indecible en el palpitar de mi pecho.

Nunca, y apenas ahora caigo en cuenta, había sido con nadie más tan realmente yo como contigo. Y bendigo los instantes, que ahora parecen excesivamente pocos, en que fui ligera y espontánea y genuina contigo, y a pesar de mis deformidades y mis rarezas, tú estabas ahí a un ladito, queriéndome.

Qué arrogantes nos volvemos cuando tenemos todos. Qué insensatez, eso de tomar por sentado las cosas. No nos damos cuenta que nuestro reinado en las tierras de bonanza es efímero. Me disculpo, contigo, conmigo y con la humanidad entera, por haberme permitido el lujo de que a mí también me pasara eso. Cómo deseo que hubiera sido con cualquier otro, pero no contigo.

Agradezco tus ojos de almendra, tu frente amplia y de topografía informe, tu sonrisa amplísima. Tus pies velludos. Tus manos pequeñas.

Agradezco las conversaciones sobre la familia, el dolor en el mundo, la fenomenología, películas, libros, Bukowski, los viajes juntos. Ser chuchos en la mutua compañía.

Me voy a quedar sin ti, parece ser. Y no tengo otro remedio que escribir, porque así es como el mundo me ha preparado para enfrentar sus tormentos. Te escribo esta carta a ti, para que sepas que tuve fuerzas, en los peores momentos de la tristeza y la soledad, para agradecerte la existencia en este mundo que es increíblemente menos divertido y motivante sin ti.

Que conste, pues, mientras exista este blog, que mi corazón lleva tus gestos como rostro propio.