sábado, 28 de marzo de 2015

Un nombre incierto

Mi nombre de pila es Sara. Un nombre sencillo. Cuatro letras, ningún acento, escritura según la pronunciación. No hay sorpresas ni excentricidades. Sin embargo, a lo largo de mi existencia he sido llamada de distintas formas: variaciones arbitrarias que algunas personas han hecho de la palabra que me identifica. Y no me refiero a los apodos, que también los he tenido, con mayor o menor éxito (entre los que se encuentran Sarola, Saris, Sarita, Crayola, Tarola, Citrus, Manda, Mandy, Mangarina). Estoy hablando exclusivamente de otros nombres que accidentalmente alguna gente me ha asignado.

El más común error que se comete con mi primer nombre es el de sustituirlo por Sandra. Detesto que me digan Sandra. No es por el nombre en sí mismo; no es porque conozca a alguna Sandra que me caiga mal y por quien no quiero ser confundida por nada del mundo. Es más bien por el resentimiento de una confusión tan común y tan molesta: en vez de ser Sara me veo convertida en alguien con una "n" y una "d" de sobra. ¿Qué hago con ellas? ¿A dónde las regreso o en qué lugar las reciclo? ¿En quién me convierten?

En la secundaria, una de mis mejores amigas se llamaba Zaira. En la maestría, una de las compañeras estaba bautizada como Zahira. Pues bien, tanto en la adolescencia como en una comida de egresados hace unas semanas, libremente he sido reemplazada por la otra.

Quizás la anécdota más graciosa que tengo en este sentido es el de una empleada de la empresa Ómnibus de México que me estaba vendiendo un boleto para viajar de Tepic a Guadalajara, cuando aún era estudiante universitaria, me parece recordar. Había mucha gente y ella parecía estresada y creo que yo estaba distraída. El diálogo fue el siguiente:
-Empleada (mirando la pantalla de su computadora): ¿Cuál es su nombre?
-Yo (dubitativa, tras un momento de cavilación): ¿Yo?
-E: (permanece en silencio, pero levanta la mirada, me ve a los ojos y asiente con la cabeza)
-Y: Yo soy Sara de la Rosa.
Escribe en su teclado, imprime el boleto, me lo entrega y nos despedimos. Miro los datos impresos en el pequeñísimo ticket, y encuentro que está a nombre de Yosoysara de la Rosa. Me reí a carcajadas y aún hoy conservo ese pasaje de camión.  

El jueves fuimos a un hotel de Puerto Vallarta a visitar a unos amigos de mi marido que venían de vacaciones. Como parte de las medidas de seguridad, todo invitado debe registrarse primero en el mostrador de la entrada antes de poder penetrar el edificio. Pues bien, estamos ahí enfrente, de pie y tratando de establecer comunicación con una empleada de cabello teñido de rubio, mejillas grandes y redondas y el ceño fruncido, con los ojos clavados en el monitor de su ordenador. Le pregunta a mi marido "¿cuál es su nombre?" y él voltea a verme a mí y tanto corporal como verbalmente indica que yo voy a responder primero. Digo "Sara de la Rosa" y la mujer le repite a mi marido "Gustavo de la Rosa, ¿y la señorita?". La señorita había sido confundida, nuevamente, por alguien más, aunque, por primera vez, por alguien del sexo opuesto.

jueves, 26 de marzo de 2015

Recuerdos de un bambú

En dos ocasiones distintas (ésta y ésta otra) escribí en este blog acerca del bambú que tiene un vecino en su patio y de los entusiastas pájaros que en él habitan. Pues bien, hoy, hace unas horas, cuando regresábamos de un mandado en la calle, descubrimos que dicho vecino decidió mutilar la planta y erradicarla de su espacioso jardín. Mi marido se lo encontró en la junta de colonos que tuvo lugar hace un par de semanas, y cuando le mencionó al bambú y su orquesta animal, aquel respondió con un cansado "ah, sí... el bambú". La semana pasada decidí salir a hacer ejercicio a las seis de la mañana. Me da mucha energía y es la mejor hora del día de acuerdo con mis necesidades y mi estilo de vida. Pues bien, a la hora en que mi perro y yo regresamos a la casa, los pájaros y su canto matutino están en su máxima expresión. Debo confesarles que me provocó bastante ansiedad la energía tan intensa que despiden. No es lo mismo meditar en mi cama, a varios metros y recubierta de paredes, con ese sonido de fondo, que tener el enloquecido pío pío a unos pasos. Por eso no me extrañó encontrarme hoy con que habían decidido eliminar esa fuente de vitalidad tan intensa, de plano agobiante.

Además, hoy estaba de mal humor. Hemos tenido un par de días bastante estresantes gracias al Instituto Mexicano del Seguro Social, que para todo es ineficaz menos para tratar de quitarle el dinero a la gente honesta. Así que entre que mis paseos matutinos le restaron todo romanticismo a la estridencia de las aves y entre que mi enojo le quitaba encanto a todo, el bambú del vecino, antes una linda estampa animal y vegetal, ahora estaba convertido en el blanco de mi furia, y de pronto, sin saber exactamente cómo, me transporté a un bambú de mi infancia.

En el colegio donde estudié la primaria y la secundaria había un bambú enorme, aislado en un rincón de la escuela, hasta el fondo de la cancha de futbol que estaba hasta el fondo de las instalaciones escolares. Es decir, prácticamente abandonado y marginado. Sin embargo, tengo un par de recuerdos de ese lugar, que era la versión infantil de un oscuro callejón donde uno podría comprar drogas ilegales. La única razón por la que alguna vez deambulé por allí fue la intrépida amiguita de la infancia llamada Malinche. (Estaba un poco traumatizada porque, más o menos en tercer grado de primaria, cuando descubrimos que la Malinche fue La Gran Traidora del pueblo indígena, todos empezamos a molestarla al respecto y ella sucumbía ante la presión social.) Siendo sincera, creo que de no ser por ella, yo nunca hubiera andado por la zona. Pero ella era bastante aventada.

El primer recuerdo es sumamente doloroso. Ahí estamos, Malinche y yo, charlando con un niño de nuestro salón que a ambas nos gustaba (olvido su nombre, pero ahora es el exitoso chef de un delicioso restaurante en Tepic). Malinche le dice, sin sutilezas, que las dos queremos un beso suyo porque a las dos nos gusta y que él tiene que escoger la niña que le guste más porque sólo puede haber un beso porque sólo puede haber una enamorada porque a esa edad y en esa década del siglo XX, lo normal y lo deseable era la monogamia. Y el "muchacho", el que a los ocho años creía que era el amor de mi vida, dijo con palabras que se han quedado pegadas a mí por décadas "escojo a Malinche porque Sara es muy enojona". Yo era muy enojona. Pamplinas. Probablemente ese trauma terminó siendo decisivo a la hora en que decidí suprimir mis rabietas y sustituirlas por una falsa ecuanimidad. Y me quedé parada, viendo cómo se iban hacia el bambú para darse el dichoso beso.

El segundo recuerdo, creo, fue la venganza por el primero. La verdad es que la memoria me falla y ya no sé con precisión en qué orden o de qué modo sucedieron las cosas. Pero el asunto fue que un día Malinche me pidió que la acompañara al bambú porque quería hacer del baño. Quería hacer del dos. O dicho de otro modo más florido y menos eufemístico, quería cagar. Y yo, ingenua víctima de mis circunstancias, la acompañé. (¿Por qué no fue a los sanitarios del colegio? ¿Por qué quiso hacer en lo más salvaje de la escuela?) Se escondió detrás del bambú (probablemente en el sitio en el que con anterioridad había besado a mi "hombre") e hizo lo suyo. Yo, atónita y disimulada, la esperé con fingida calma. Al día siguiente, me parece, pedí prestadas sus tijeras para alguna labor escolar. (Ahora que lo pienso, no tengo una noción clara de en qué momento sucedió lo del beso y lo de la popó: ¿por qué estábamos sin supervisión?, ¿cuándo teníamos tiempo u oportunidad de hacer esas ilegalidades?) Se me olvidó regresárselas y se le olvidó pedírmelas y me las quedé. Y a la salida de la escuela, creo, estaba yo acompañada de otro grupo de amigas, y no sé si ellas o yo tuvimos la idea de cortar la materia fecal de Malinche con sus propias tijeras. Quizás no fue mi ocurrencia, pero sí fue resultado directo de haberles contado el chisme de la defecada de nuestra compañerita el día anterior. Total que fuimos, encontramos sus huellas malolientes, y las mutilamos con el filo de sus tijeras. Al día siguiente se las regresé, aún manchadas de su propio excremento, y me acuerdo con claridad que me dijo "¡ay!, ¿de qué se mancharían? A lo mejor es lodo". Quizás las limpió con sus dedos, o su uniforme, o una hoja de cuaderno. Ya no lo sé.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Esencia

Tengo una fascinación por los olores extraños. Los olores convencionalmente agradables también me gustan; no estoy tratando de decir que mi sentido del olfato está invertido o de plano anómalo, sino que además de los olores que son culturalmente aceptados y ensalzados, a mí además me seducen y me atrapan aquellas esencias que son más bien raras, incluso convencionalmente rechazadas como "desagradables". Tampoco es que me encanten los perfumes claramente fétidos, como el sudor de mediodía en el metro de la Ciudad de México, o la orina seca de las calles del centro, o los desechos intestinales de cualquier animal domesticado. Más bien, algunos aromas cargados de historia y de personalidad, que llevan consigo una nota amarga u oscura, y al fondo, casi escondida, una pauta dulce, amable. 

Por ejemplo, el olor de mi perro es quizás el que encabece la lista. A simple "vista" o a simple olfateada, uno diría que el perro apesta. Y efectivamente, la mascota de mi casa es de una raza de canes que tienen una fragancia fuerte, de mucha presencia, por decirlo con cortesía. Con un poco más de atención y detenimiento, se puede identificar un aroma como de camarón seco. Inexplicablemente, el animal que es nuestro amigo ha tomado prestado el olor de otro animal que nunca será nuestro amigo: es más bien nuestro alimento. Y Zen, el miembro más apestoso de la familia, no escogió el olor de una gamba fresca, recién pescada, aún oliendo a vida. No. De modo incomprensible, escogió la versión muerta, seca de las cucarachas del mar. Y a pesar de todo lo anterior, su esencia me llena de gusto, de alegría. Me pregunto si será porque cuando duerme al lado de nuestra cama y el cuarto entero se llena de su olor, o cuando lo llevamos a pasear en el coche e invade al vehículo con su olorosa presencia, en esas ocasiones me siento en familia, en casa, llena de amor. Y aunque de vez en cuando nos quejamos mi marido y yo de su tufo, no tan secretamente yo disfruto sentarme en el piso para acariciarlo, olfatearlo de cerca y darle besitos en el puente de su nariz. Cada vez que lo llevamos a bañar me quedo un poco triste, porque regresa perfumado y toda su individualidad queda sepultada debajo de una fingida civilización. El olor de Zen es parte inherente de él. 

Otro aroma por el que siento debilidad es el que despiden mis axilas. Creo que por herencia materna soy de olor corporal fuerte. En la adolescencia era muy incómodo y sentía que estaba librando y perdiendo una batalla con un monstruo invisible pero enteramente presente. Hoy en día me da por curiosear de vez en cuando, con el brazo extendido hacia arriba y la cabeza girada hacia un lado. Suelo hacerlo en casa: es un ritual muy parsimonioso y privado como para andarlo haciendo en calles o edificios. Cuando uso cierto desodorante, encuentro que de ese rinconcito que ocultan mis extremidades superiores sale furtivo un olor, discreto pero juguetón, a guayaba. Sí, a esa fruta tropical llena de vitamina C. Sin embargo, cuando uso otro antitranspirante, o cuando el efecto ya ha terminado, mi fragancia es más bien amarga y dulzona, para tomar prestadas las palabras de Agustín Lara en su inmortal "Farolito". Es una esencia que me parece casi masculina, incluso un poco violenta: sale de mi recoveco corporal con arrogante confianza. Así me imagino el olor de una dulce muerte. 

Me pregunto hasta qué grado las fragancias son manifestación de la personalidad, del estilo de vida, de las condiciones de la existencia. Y me cuestiono también si la razón por la que me llaman y me hechizan es porque es un acercamiento irracional, y por lo tanto más profundo y verdadero, a la esencia y la naturaleza de un ser. Tengo muchos otros ejemplos de perfumes corporales o materiales que me encantan, pero por larga la lista y por íntimos algunos de sus elementos, prefiero detener este ensayo aquí.

martes, 24 de marzo de 2015

Vestidos para la mujer de hoy

Hay una diversidad en los vestidos quizás tan grande como las propias mujeres que los portan. Vestidos que cubren el tobillo o que con trabajos resguardan las nalgas; vestidos que muestran piel por delante, por detrás o por los lados; vestidos flojos y frescos y apretados, asfixiantes; vestidos elegantes que transforman a quienes los usan, y vestidos que mejor habría que heredar o abandonar.

Cada etapa histórica ha tenido sus propias particularidades en su entendimiento de la mujer, de la belleza y de la belleza de la mujer. Por lo tanto, ha sido distinta y distintiva la forma de percibir el vestir y los rituales que éste implica. Hay algunas imágenes muy claras en el imaginario colectivo: los famosísimos corsés en la época de los Luises en la Francia pre revolucionaria; las batas sueltas y largas que eran la moda en los años 20; el emblemático corte A de los vestidos de los cincuenta, ceñidos a la cintura y anchos en la cadera y los muslos.

En la segunda década del siglo XXI pareciera que todas las tendencias previas se han congregado en la actualidad y ahora, de algún modo, todos usamos un disfraz, unas prendas distintivas de una época y de un pensamiento: se pueden ver en la calle personas disfrazadas con ropa de los años '60, con minifalda y flores en el cabello, o de los '80, con colores estridentes y formas geométricas.

Sin embargo, algo en lo que he reparado en los últimos días es que con el paso de los tiempos, con la evolución en la oferta de ropa y en la dinámica de consumo, la integración de la mujer al campo laboral y el individualismo imperante, pareciera que en pleno 2015 los vestidos se han reducido a dos categorías principales. Por un lado, están aquellos que son fáciles de poner y no representan mayor inconveniente para una mujer en un día ordinario: se meten por la cabeza, se acomodan al cuerpo, y en algún sitio lateral se sube un cierre. Punto. Por otro lado, empero, se encuentran esos vestidos que parecieran requerir de la ayuda de alguien. No se sabe quién es ese alguien, pero debe ser un individuo con la capacidad motriz y emocional mínima para poder hacer el favor de subir un cierre, asegurar un broche o cerrar unos botones.

Me refiero a vestidos que tienen, por ejemplo, un cierre en la espalda particularmente largo, que va desde debajo de las nalgas hasta la altura del cuello. Por experiencia propia sé que es bastante complicado, en cierto punto de la anatomía trasera, maniobrar con unos brazos diseñados para operar por delante del cuerpo. Distintas figuras acrobáticas, accidentales, erráticas y frustrantes comienzan a tomar lugar con la necesidad de seguir subiendo el cierre, ahora atorado en tierra de nadie, entre vértebras y discos cuyo nombre nadie conoce.

En el siglo XVIII, siendo de la nobleza, se daba por sentado que habría un séquito de ayudantes listo todas las mañanas para la titánica tarea de apretar un corset en el cuerpo de una dama. No obstante, en estos tiempos de acelere, de soledad, de estrés y de enajenación: ¿quién puede asegurar que recibirá ayuda para vestirse al comienzo de un día, o a la hora que sea? Quizás la industria de la moda debería de incluir en las etiquetas de sus prendas una pequeña leyenda que indique el grado de factibilidad o de dificultad para vestirse una sola. O tal vez en un futuro desaparezcan botones, listones, cierres y broches: todo se simplificará para la mujer de hoy.

lunes, 23 de marzo de 2015

Carta semi abierta a mi padre

*Esta carta fue escrita el sábado 21 de marzo de 2015. No está transcrita íntegramente, puesto que algunas de sus partes son demasiado íntimas entre mi papá y yo, o bien, pueden herir susceptibilidades. 

Querido papá. Hoy empieza la primavera. También hoy es el cumpleaños de Hilda. Hace dos años, poco después de que te fueras, la llamé saliendo de clases de la maestría para felicitarla. Quién sabe cuánto me ha de haber costado la llamada, con eso de que fue larga distancia. Aunque la verdad no me acuerdo si le llamé a Tepic. Quitaron el roaming, ¿lo puedes creer? Con una de las estúpidas reformas de Peña Nieto. Aunque esto no es tan estúpido. 

Papá, estoy bien desinformada. Neta, machín ignorante. No leo los periódicos, no me meto a tuiter, cerré el facebook, no escucho la radio. No sé prácticamente nada de nada. Y siento mucha culpa. Me estoy escondiendo de algo. Estoy renunciando a una batalla. Estoy metiendo la cabeza en la arena. ¿Será una manifestación, una especie de depresión? Depresión socio-cultural. Queda adecuado para una Maestra en el tema. 

Papá, casi no aprendí nada en la maestría. En términos prácticos, ¿podría conseguir un trabajo así, sintiéndome o estando tan en la lona? Y en términos morales, ¿cómo podría? ¿Con qué cara? Tú me dirías que hay que echarle ganas y luchar. Que el mundo está lleno de gente mediocre e ignorante. Que yo soy valiosa. Que para todo hay modo. Me están dando muchas ganas de llorar, papá. 

Papá, estoy comiendo sola en un restaurante de Puerto Vallarta. Me pedí una cerveza y ahora estoy un poco tomada. Me encantaría que estuvieras aquí conmigo. Yo creo que a ti también te agradaría bastante. Hay buena música, la comida está rica y está en la orilla del mar. Por cierto, hace rato escuché de la de Susy Q y me acordé de ti. Esta experiencia, esta actividad, algo tiene de mis andanzas en España. Sola, descubriendo y disfrutando el mundo. 

¿Hay algo en la vida que no sea difícil? Me da muchísimo miedo fracasar como escritora, papá. No encontrar los temas, la profundidad, las palabras. "¡Lucha!", me dirías, "¡lucha!". 

Cómo te extraño, cómo me gustaría que estuvieras aquí, cómo se me llena la garganta con el dolor de las lágrimas atiborradas. 

A veces me arrepiento de haberme puesto el tatuaje del antebrazo, papá. Está muy vistoso y además ahora todo el mundo tiene el cuerpo marcado con alguna letra o símbolo o dibujo o mamada. 

Los perros me hacen reír, papá. Creo que los amo. Por lo menos puedo asegurar que a mi perro y al perro de mi hermano.La perra de mi hermana se me hace muy castrosa y delicada. Hay una perra aquí en el restaurante que viene con dos señoras. Está enorme, negra y se llama Chiquita. Atestigüé los besos y los abrazos que le daba a una de las señoras. También atestigüé cómo le ladró violentamente a un vendedor ambulante de cinturones, que frente a la amenaza hizo un gesto sutil y pasivo de asco y desagrado.

En el restaurante tocan a Silvio Rodríguez. Tengo muchas ganas de llorar, papá. El mesero que me atiende se acerca para preguntarme si estoy bien. Se llama Bruno y muy amablemente me explicó todo lo que le pregunté del menú. Tal vez, en vez de responderle "Sí, Bruno, gracias, estoy bien" con una sonrisa, debí haberle dicho que te extraño, que estoy haciendo pucheros por dentro, que necesito un abrazo, pero no suyo sino tuyo, y la imposibilidad y la frustración me mata sutilmente. 

Cosa curiosa: acabo de saludar al mesero de otro restaurante en el que he comido. Me da la impresión de que le caigo mal pero finge y lo disimula. Creo que me dio genuino gusto verlo. Ahora suena en las bocinas una voz femenina que desconozco, inconsolablemente triste. 

Estoy comiendo ceviche peruano, papá. ¿Alguna vez lo probaste? Te gustaría. Yo lo probé por primera vez en un restaurante peruano en Tepic. ¿Y sabes quién era el dueño del restaurante? El papá de Judith, la que fue la mejor amiga de "La chola", la niña que en la secundaria se volvió mi mejor amiga, y quien se puso de novia con Aldo, que ahora está por completo dedicado al arte y la ciencia. A lo mejor nada de esto te interese. O quizás recuerdes nada o muy poco. 

Ya me pedí otra chela, papá. Chinguesumadre. Papá, hay una muchacha sentada muy cerca de mí y está preciosa y me dan ganas de decírselo, pero no quiero que piense que soy lesbiana (neta, así de arcaica es la razón) y tampoco quiero ir demasiado en contra de las estúpidas convenciones sociales. Mientras escribía la frase anterior se levantó y se fue. Andaba con un muchacho guapito, pero con pinta de pendejo. Tanto así que ella miraba con frecuencia su celular. O la pendeja era ella, papá. Se le notaba que se sabía guapa y eso le daba un aire de arrogancia muy, pero muy desagradable. 

Al mismo tiempo llegaron mi segunda cerveza, la Colonial, también de La Minerva, como la primera que me pedí; la recomendación otra cerveza, también clara y ligera como la Colonial pero mejor, según otro mesero que no es Bruno, y directo de Colima; y otra muchacha guapa, con otro muchacho medio pendejillo, y con un corte de cabello muy extraño, medio rapado y medio largo, ella, no él. Se están poniendo de moda las cervezas artesanales y los cortes de cabello medio rapados para las mujeres, papá. 

Yo no entiendo nada. 

Un día me sumergí en la biblioteca del ITESO y me topé con un libro de un ex rector de la UNAM que podría orientarme para entender qué pedo. González Cassanova. Ahora ya no sé ni quién es el rector de la UNAM. ¿Sigue siendo Narro? Doy vergüenza, papá. Discúlpame. 

Pa', ya me voy. Otra vez pusieron música alegre en el restaurante y me la estoy pasando bien perro. Por cierto, acaba de llegar otra pareja y esta mujer no está tan guapa pero trae unos shorts tan cortitos que se le salen las nalgas por debajo. También esos se están poniendo de moda. 

viernes, 20 de marzo de 2015

Un ejercicio catártico

Escribo esta entrada al blog desde una computadora portátil que data de hace una década. Llegó a mis manos en el 2007, después de haber sido propiedad de tres personas distintas, incluido mi padre, quien finalmente me la heredó para mis necesidades universitarias. Antes de eso yo tenía un ordenador de escritorio, con una pantalla pequeña.

Cuando esta laptop llegó a mi vida me sentí moderna, contemporánea, in. Por fin tenía un instrumento tecnológico que podía llevarme conmigo a todos lados: el baño, la cama, la escuela, el transporte público. En realidad todo lo anterior era una batalla colosal, puesto que la mentada computadora pesa varios kilos, muchos más de lo que es agradable o cómodo cargar de forma cotidiana. Sin embargo, en aquel entonces estaba recientemente nueva, no había iPads ni iPhones (aunque sí iPods pero no táctiles) y como decía, era mi primer procesador de datos portátil.

Pues bien, hace un par de años, en el 2013, adquirí -o me regalaron- una nueva, pequeñísima laptop. Realmente liviana y hasta con cámara integrada. Toda una novedad para mí. Así que después de seis años de usar el mismo ordenador, lo sustituí por uno más nuevo, más inteligente, más ágil y más eficiente.

Lamentablemente, desde que soy muy pequeña sufro de una vista deficiente, y aunque ya me operé con láser de miopía, ésta ha decidido reaparecer, acompañada de astigmatismo y el riesgo de quedar ciega eventualmente. Esto, porque hay antecedentes de queratocono en mi familia (no quiero hablar aquí de ello, pero más información la pueden encontrar aquí) y porque a pesar de que había indicios negativos en los resultados de mis estudios oculares (tanto así que el primer médico que me iba a hacer la cirugía con láser decidió arrepentirse el mismo día en que el procedimiento estaba programado, por temor a hacerme un daño irreversible), el oftalmólogo tan prestigioso que varios años antes había operado exitosamente a mi hermana aseguró que no habría ningún problema. Cuando fui a verlo, más de un año después de la cirugía, y le dije de mis deficiencias, me aumentó la dosis de una medicina que regula la presión en los ojos a dos gotas por día, por el resto de mi vida.

Mi suegra, en muestra de apoyo y solidaridad, se voluntarió para pagar la reparación y actualización de la máquina en la que ahora tecleo, puesto que tiene una pantalla considerablemente mayor y ésta puede ser más amable con mis ojos, que luchan por vivir. Y ésa es la historia de por qué redacto desde donde lo estoy haciendo esta noche. Ahora bien, ¿por qué escribo esta noche?

Me gustaría confesar, como bien lo saben, que me ha costado trabajo -mucho trabajo- mantener la disciplina para escribir diariamente desde hace unas semanas (¿meses?). Y ya no sé si me estoy dando el placentero permiso de sentir pereza y de leer como poseída (a Raymond Carver, actualmente), o si simplemente está ganando la apatía y mi proyecto de escribir diario se está derrumbando.

Antes de bajar a la primera planta de mi casa, a poner en letras mis pensamientos, estaba sentada en el techo, viendo el atardecer, dejándome acariciar por el viento y escuchando la orquesta estridente de pájaros que cantando se despiden del día y dan la bienvenida a una nueva noche. Y allí sentada, empecé a pensar en quién soy. Empecé a pensar esto porque hace algunas horas, cuando por primera vez abrí algunos archivos de texto y fotográficos en mi recién recuperada laptop, archivos que datan de hace varios años, me encontré con una Sara diferente, rarísima, casi desconocida. Y con gente que atesoro en el corazón. Me encontré con Santiago, por ejemplo, mi gran amigo de años universitarios, de quien ahora ya no tengo ni su número telefónico. O con Cheshvan, a quien quiero con todo el corazón. Y me di cuenta de que toda esta gente que tengo fotografiada ha seguido con su vida y ha hecho grandes logros: Cheshvan está en EUA; Santiago estudia una maestría en filosofía; Yezin se está dando a conocer en el mundo cinematográfico como una gran productora y directora de arte; Gabriel ya encontró al amor de su vida, se casó con ella y ahora tienen un bebé juntos; Uri tiene un trabajo súper bien pagado, una novia guapa que lo quiere y un carro como siempre había soñado; Ángel tiene un puesto de gran prestigio y buena paga en mi alma mater; Pamela es mamá; Daniela vive en Cancún. ¿Y yo, qué hago? ¿Quién soy?

Y empecé a estornudar compulsivamente (ya saben ustedes, fieles lectores, que tengo una alergia psicológica que me hace estornudar frente a tres posibles escenarios: miedo, nervios o estrés). Actualmente no soy Maestra en Gestión Cultural porque aún no me dan el título y porque aún no termino, ni siquiera, las correcciones que me hicieron los lectores (qué va: todavía ni empiezo); no soy profesora, como tanto me gustaría; no escribo diario. Achú achú achú. Creo que, pensé, el único logro del que me siento orgullosa en este momento es poder considerarme bella. Un bello rostro, un bello cuerpo. Y ahí, sentada en el techo, me miré mis pies, con sus uñas pintadas de rojo, las piernas, cubiertas por un pantalón que me acentúa la figura de reloj de arena, los brazos, delgados, el torso y los pechos, escondidos tras una blusa floja que es al mismo tiempo coqueta y discreta.

Ciertamente: ha sido un logro llegar al día de hoy, en que tengo aprecio por mi persona y en que estoy en relativas calma y paz con mi aspecto físico. En las fotos que encontré, casi sin excepción, estoy con el cabello corto y despeinado, enloquecido, brincando para todos lados; los cachetes amplios, redondos; la cara asaltada por cicatrices o por espinillas; los ojos escondidos y minimizados tras lentes, de distintas formas y tamaños a través de los tiempos, que se caracterizaban por tener unos cristales gruesos. Veo esas imágenes y me encuentro incómoda, me recuerdo triste, acomplejada. Me acuerdo de querer ocultarme, perpetuamente.

Y así fue cómo decidí salir de mi cómoda contemplación y entrar en acción en este oficio que se me presenta como una montaña escarpadísima, una aventura inasible. Pero no tengo una opción real. Si dejo de escribir por un tiempo prologando, algo dentro de mí empieza a morir desasosegadamente. Y no sólo agradezco, sino que les quiero creer a quienes me dicen que disfrutan mis textos, que creen que tengo talento. Sólo es cuestión de seguir poniendo letras tras letra, palabra tras palabra. Cuestión de leer todo y tanto como pueda. Cuestión de experimentar y refinar y corregir y seguir intentando. Cuestión de hacer esto que ahora estoy haciendo. Cuestión de ensayar con textos más largos, más profundos, más investigados, más respaldados por autores, por citas. Cuestión de tener una fe ciega y un apoyo incondicional a la hora de escribir ficción. Cuestión de hacer las paces con la poesía. Cuestión de por lo menos plantearme como una posibilidad lograr escribir una novela algún día.

Iba a escribir sobre vestidos. También tengo pendiente un ensayo sobre Tool; en concreto, sobre su canción Lateralus. Otras ideas andan rondando mi cabeza, y quisiera concretarlas en esta bitácora cibernética. Pero creo que por ahora me conformaré con esto, que parece ser un ejercicio catártico.

viernes, 13 de marzo de 2015

Una segunda adolescencia

Creo que a mí siempre me falló eso del respeto propio. Hasta hace muy poco (a un nivel, hace tres años, a otro más profundo, hace días), yo iba por la vida pensándome y tratándome como una persona cualquiera. Como una cosa, casi. Esperando que el cariño y la aprobación vinieran de la familia, los amigos, los maestros y los novios. Error fatal.

Es un enigma, en realidad. Mi falta de autoestima y autovaloración es un enigma. Ayer fui a mi ciudad natal a pasar el día con mi familia, para juntos recordar a mi papá en su segundo aniversario luctuoso. Cosa curiosa: hoy por la mañana hablábamos mi hermana mayor, mi madre, mi marido y yo sobre los retos de la paternidad, las cosas que tenemos en común los tres hermanos (la mayor, el de en medio y yo) y los sufrimientos que hemos atravesado los hijos a pesar del gran esfuerzo de mis padres y la excelente educación que recibimos de ellos. Decíamos, entre otras cosas, que la autoexigencia "la mamamos" de mi mamá, que a pesar de la excelencia en las intenciones y la crianza, los seres vivos necesariamente sufrimos, y que a pesar de los pesares los tres descendientes de mis padres somos personas buenas, valiosas.

Es cierto. Tuve una educación de envidia, fui destinataria de un amor maravilloso, y aún así, siempre tuve un secreto, tortuoso desprecio hacia mí misma. Hoy en la mañana, "coincidentemente", desperté pensando cómo se puede educar a un hijo en el respeto propio. Cuánta falta me hizo a mí esa lección, esa habilidad.

Incluso en la adolescencia tuve una rebeldía muy plástica, muy por encimita. En el fondo subyacía la necesidad de ser aceptada, incluida, respetada, considerada. Y nunca me permití ser polémica o grosera o molesta. A lo mucho, desobedecía en el salón de clases. De los trece a los quince. Eso fue todo. Antes y después: una chica inteligente, madura, responsable, con buenas calificaciones y buenas habilidades sociales.

Ahora resulta, inesperadamente, que tras dar por terminado el proceso de clases presenciales y de redacción de la tesis, cuando ya por fin hube terminado de viajar constantemente por tres ciudades distintas y pude asentarme en mi propia casa, en mi matrimonio, en mi cuerpo, estoy re-conociéndome. Resulta que soy un poco aburrida y bastante previsible: si mi paradero es incierto, son básicamente tres las opciones: estoy en la cama durmiendo, estoy en la cama leyendo o estoy en la cama escribiendo. Ocasionalmente estoy en el techo, en el baño o en el parque. Resulta también que tengo un sentido del humor negrísimo y que soy un poco amargosa: me burlo de todo, tengo el perfil perfecto de lo que llaman "pecadora" y con frecuencia me es indiferente alguien o algo o estoy en desacuerdo con ese alguien o ese algo, pero no con la intensidad suficiente para que me importe por más de un minuto. Así mismo, resulta que me da flojera la mayoría de la actividad social, aunque soy una anfitriona amable y atenta. Y todo esto es una novedad.

En mi etapa de crecimiento y desarrollo, mis tutores, mis ejemplos a seguir, mis líderes, mis héroes: mis padres, fueron personas sumamente trabajadoras, pacientes, persistentes, inteligentes, perseverantes, prudentes, sensatas y diplomáticas. Y yo quise ser igual. No sabía (o no me atrevía) a ser otra cosa. O quizás, ahora que recuerdo, me regañaban al ser otra cosa. Me acuerdo que una vez mi papá y yo tuvimos un conflicto áspero porque él se molestó muchísimo porque a mis 17 años quise salir a las calles tepicenses, calientes, con un gorro de cholo/skater en la cabeza. Decía que me veía ridícula y que la gente pensaría que estaba loca. Sí, de hecho estaba un poco loca. Y me pidieron disimularlo. Y ahora, aún un poco loca, crecida, casada, harta de la norma social y enamorándome de mí misma, he decidido que no me importa.

En el idioma inglés tienen una palabra espléndida, harto útil: "unapologetic". Permítanme acompañarlos a través de la palabra. "Apologize" significa disculparse. "Apologetic" es una persona que tiende a disculparse con frecuencia por sus pensamientos, dichos, acciones, sentimientos, creencias o, simplemente, por existir. Me parece que en español también existe: apologética. Desconozco si tiene el mismo significado. El catolicismo, una religión basada en la culpa, tiende a crear personas así: con una vergüenza profunda de sí mismas. "Unapologetic", por otro lado, es quien es como es sin esperar aprobación y sin sentir pena o arrepentimiento por ello. Simplemente existen, y no piden disculpas por hacerlo, ni temen herir susceptibilidades, generar polémica o resultar extraños. A mí, por supuesto, me han llamado "apologetic", y ahora la sensación que me invade, la liberadora sensación que me invade, es la de existir de modo "unapologetic".

Perforarme la nariz y subirme a los árboles llegaron prácticamente con la edad adulta. También aprender a decir que no y también el respeto por quién soy. Con todo lo que ello implica.

Anoche soñé a mi papá. Yo estaba embarazada, a punto de dar a luz a una niña que tenía una nariz igualita a la mía, y él estaba relajado, contentísimo, mirando el cielo nocturno lleno de estrellas, esperando con calma y entusiasmo el nacimiento de otra nieta. Otra "coincidencia". Hace dos años, a esa hora en que lo soñé, se estaba yendo de este mundo. Recibí el día feliz, sabiendo que está bien, convertido en energía de amor. Unas horas más tarde, acompañé a mi mamá a un rosario que se rezó para él. Quien dirigía la oración pedía por mi papá, para que se salvara del fuego, junto con nosotros, los otros pecadores. Mientras escuchaba ese deseo repetido mecánicamente, recordé una vez que asistimos mis papás y yo a un bautizo o algo así, religioso, de unos conocidos con los que teníamos la obligación social de asistir, a pesar de nuestra falta de interés y ganas. La iglesia estaba llenísima. Mi papá se nos perdió de vista. Mi mamá me pidió llamarle a su celular del mío. Me colgó. Momentos después me llegó un mensaje de texto, de parte suya, que burlonamente decía: "no me distraigan, estoy en comunión con El Señor". En silencio, con todo mi corazón, me empecé a carcajear junto con él.

miércoles, 11 de marzo de 2015

El patio de mi casa

Recuerdo ser pequeña, quizás una niña a punto de entrar en la pubertad, y viajar por carretera en el asiento trasero del coche familiar, conducido por mi papá y copiloteado por mi mamá, siempre. Mi mamá se tomaba el tiempo de ver el paisaje, de detener su mirada en la ventana, de apreciar la vegetación. Mi papá también curioseaba con frecuencia, lo cual sólo conseguía ponerme nerviosa, ante la posibilidad de un accidente fatal causado por su falta de atención. Nunca sucedió nada por el estilo.

Dependiendo del punto geográfico en el que nos encontráramos, mi mamá señalaría a los pinos, los mangos, los papayos, los limones, las palmeras. Otras veces, sus comentarios se concentraban en las distintas tonalidades de verde. Maravillada, exclamaba con ahínco: "¡miren, qué milagrosa es la Naturaleza! ¡Cuántos verdes diferentes!" Yo miraba por la ventana a través de sus ojos y efectivamente encontraba el milagro de la diversidad y de la belleza. Hasta la fecha, su sensibilidad se ha quedado conmigo y puedo apreciar la grandeza de la Madre Naturaleza. Quizás ésta sea la raíz de mi creencia en lo divino, de un sistema religioso politeísta donde las flores y las mariposas y los atardeceres son manifestaciones de un poder y una sabiduría superior. No sería coincidencia que mi ligazón con Dios y su esencia, que encuentro femenina, provengan de madre y su sabiduría y su poder.

Cuando era niña salía poco, jugaba poco y, por el contrario, interactuaba con muchos adultos y leía copiosamente. Tal vez por esto me costó mucho trabajo reconocer en mis primeros años los distintos tipos de plantas, flores y árboles con los que me topaba. Supongo que no me importaba, o no eran parte de mi urbana realidad cotidiana. No fui una niña de exteriores, de aire libre, sino de estantes con libros y de una cama que de pronto se convertía en una calle de Buenos Aires, en el cielo mexicano o en los hielos siberianos.

Sin embargo, conforme me he vuelto adulta, me he interesado más en la Naturaleza. Conozco los nombres e identifico a la distinta fauna y flora de mi entorno: jacarandas, primaveras, tabachines, huanacaxtles, higueras, almendros, crotos, ficus, neem...

En el jardín de mi casa hay algunas especies de vegetación: un cactus, un árbol de neem, una planta cuyo nombre desconocemos tanto mi marido como yo pero que apodamos "la de tu cabello" porque es expansiva y alocada como mi pelo, un obelisco rosa, una cuna de moisés, un limón y una palmera de Madagascar (creo que ese es su nombre).

Cuando recién empecé a salir con el hombre que ahora es mi esposo, descubrí que en el patio de su casa había algunas plantas en macetas, abandonadas, cubiertas y eclipsadas por maleza. Una vez salió mi entonces novio a su jardín y con un cuchillo de cocina cortó la hierba mala. Eran los primeros indicios de una excentricidad que me sedujo, porque reflejaba mi propia rareza. Mi cónyuge es un espécimen peculiar, que se ha vuelto un espejo para todo lo bueno, todo lo malo y todo lo feo de mi propia humanidad.

Cuando construimos la casa en la que ahora residimos y desde la que ahora escribo, nos deshicimos de las macetas y plantamos sus plantitas en la tierra de nuestro nuevo hogar, además de que conseguimos unos árboles para exponenciar la belleza y el bienestar de nuestro jardín: un área verde al mismo tiempo salvaje y cálida. Quizás una manifestación de nuestros propios corazones.

La vegetación en nuestra casa se ha vuelto para mí, de algún modo, un símbolo de mi relación matrimonial. Al principio nos enfrentamos a plagas como áfidos, falta de agua o de sol, carencia de nitrógeno en la tierra, inseguridades, temores, distancia, estrés. Después nos dedicamos a experimentar con recetas orgánicas, con insecticidas, con paciencia, con perseverancia, con atención, con decisiones firmes y con cierta incertidumbre. Por último, tras una ardua etapa de prueba y una lucha por sobrevivir, estamos (la vegetación y mi familia) floreciendo: crecemos, presumimos colores y tonalidades preciosas, damos frutos, somos dignos de admiración, seguimos en nuestro camino pero hemos aterrizado a una etapa sólida, de vida y de fertilidad a toda prueba.

Hoy en la mañana mi esposo me invitó a salir con él para mostrarme la hermosura de las flores del obelisco y las decenas de limones que el árbol ya está empezando a desarrollar, después de rehusarse a fructiferar por más de un año. Observé el jardín, nuestra porción domesticada de vida no humana, y me llené de una esperanza y una gratitud inmensas. Y vine aquí a escribir al respecto.

martes, 3 de marzo de 2015

Pies desnudos

Uno de los grandes placeres que me ha traído la vida adulta ha sido el de poder caminar descalza. Y digo de la vida adulta porque es esencial especificar ese dato. Durante toda mi infancia tuve prohibido caminar por la planta baja de la casa sin calcetines o sandalias (en la planta alta eran otras las reglas, porque estaba alfombrada por completa), y quizás sea esto lo que haya vuelto tan fascinante, tan gozoso el contacto del piso con las plantas desnudas de mis pies.

Es más: en mi infancia estuvieron vetadas también las pantuflas (hasta que fui muy grande alguien me regaló o yo me compré unas chistosas, de garra de dinosaurio o algo así, que usaba con alegría pueril), supuestamente porque acumulaban mucho polvo o le causaban mucho calor a los pies o alguna razón hiperracional que mis padres me brindaron y que siempre fue irracional para mi lógica infantil.

Incluso tenía prohibido quitarme las calcetas al llegar a la casa después de un largo día en el colegio. La rutina era la siguiente: me recogían a las dos o dos y media de la tarde (o una, quién sabe, ya no me acuerdo), llegábamos a la casa, yo subía las escaleras, me sentaba en el sillón ubicado en la sala de televisión, me descalzaba y, con gran ansiedad y obediencia, me dejaba puestas las infames calcetas, blancas y largas, propias del uniforme. Mi madre me había mandado a hacer aquello porque, según su desorbitada inteligencia, era importante que el paso del calor al fresco fuera gradual y no de golpe.

Ahora, tras una estancia de más de un cuarto de siglo en el mundo, puedo mirar atrás y decir "pamplinas". No digo que no haré lo mismo con mis propios hijos. Probablemente yo también los torture con una exigencia y un orden y un control aburridos y descontextualizados, pero este texto no se trata de mis futuros posibles errores como madre, sino de mis pasadas penas como niña y adolescente.

Tan pronto como dejé la casa paterna y me aventuré a otra ciudad y otro Estado y otro huso horario, dejé los zapatos, las pantuflas y las sandalias detrás. No permanentemente, por supuesto. No me convertí en la lideresa de un movimiento radical que abogara por el descalce masivo o absoluto. Simplemente que, cada que podía, caminaba con los pies desnudos. En las casas donde vivía, con toda razón, dada la privacidad y la libertad del contexto, y en la universidad donde estudiaba, con todo gusto, puesto que está llena de áreas verdes por donde está permitido transitar y descansar, así que me despojaba del calzado y para llegar de punto A a punto B atravesaba por el pasto, sintiendo la textura y la temperatura de las plantas y la tierra en las raíces de mi propio cuerpo.

Ahora que vivo en un caluroso puerto, la posibilidad de caminar con mis extremidades descubiertas es prácticamente una bendición. No sólo es la libertad que sienten los nudistas cuando están desvestidos, sino la comodidad y la eficiencia de la desnudez en ambientes cálidos: no hay ropa que retenga calor ni que seque la frescura del sudor. Además, claro, del hecho de que en una ciudad al lado del mar se presentan varias ocasiones en que hay contacto con la arena, lo cual invita aún más a descalzarse.

Sin embargo, de la noche a la mañana, fui condenada con la maldición de un virus en el talón izquierdo. Se llama papiloma, aunque no tiene nada que ver con el temible Virus del Papiloma Humano, ni es maligno, ni se relaciona con nada vistoso o llamativo como el sexo o la quimioterapia. Es, simple y sencillamente, la manifestación física de un virus que muchos portan y que en mi caso se evidenció debido a altos niveles de estrés.

No podré deshacerme de él jamás. Es un habitante de mi cuerpo, un huésped grosero al que no invité temporalmente y mucho menos de forma definitiva. Sólo puedo cuidar la alimentación y mantener a raya los detonantes de tensión. Pero, como empezó a dolerme a partir del hecho de que se hizo más grande (empezó como un puntito que parecía un callo) y más profundo, tuve que ir con una especialista para conseguir ayuda. Y, con esa finalidad, me recetó ponerme un ácido en la zona dañada para quemar la piel y expulsar las molestias. Pero, me aclaró, eres contagiosa. Así que para caminar en tu casa y para bañarte tienes que usar calzado. Algo dentro de mí se amargó instantáneamente.

No sólo he detestado siempre la idea de ducharme con sandalias (me parece una idea aberrante, ridícula, entregarme desnuda a un momento tan vulnerable y espiritual y coartar mi conexión con mi espacio con algo entre mi cuerpo y el piso; es como hacer jardinería con guantes, de algún modo), sino, como ya he dicho, de tener prohibido andar "a ráiz", como se dice en México, o dicho de modo más formal, exponer la raíz de mi tronco humano.

Mi marido, por su parte, de modo comprensible, ha mantenido la cuarentena, aunque la ha aderezado con amor y dulzura: delicadamente me recuerda (cuando olvido, o finjo olvidar) que no traigo puestas mis sandalias y que "ándale, no me vayas a contagiar" y se mostró muy contento con la idea de que dejara un par de chanclas en la regadera, recordándome mi infortunio.

Sobra decir que en los últimos días me he sentido como víctima de la Inquisición, alienada en mi casa, herida en lo más hondo de mi susceptibilidad. Por fin pude conquistar, con la mayoría de edad y con la fuerza de mi voluntad, el Reino Descalzo, cuando un virus y una podóloga me excomulgan, me obligan al exilio y la soledad de mis pies aprisionados en zapatos. Por más cómodos que sean, no dejan de ser una jaula de oro.

Mañana tengo cita de nuevo con ella, y espero que me diga que todo está bien y que puedo volver a mi diáfana y descalza vida, que no hay necesidad de aislarme de mi entorno. Tengo infinitas ganas de volver a sentir el mundo a través de la base de mi anatomía, y de ofrendarle al planeta, a la Diosa Madre Naturaleza, la fragilidad y la honestidad de mis pies desnudos.