jueves, 25 de febrero de 2016

La meditación, entre la crisis y la neurosis

Un día de la semana pasada me di cuenta de algo. Fue como un balde de agua fría en la cabeza.

Y ahora es cuando hago una incómoda confesión.

Resulta que desde que tengo uso de la memoria, yo me considero a mí misma como una persona buena. Así, en general, me considero bien intencionada, cortés, amable, generosa... En lo particular, además, me siento especialmente inteligente, extraordinariamente observadora y particularmente despierta, en el sentido de poder ver a través de las cosas, seguir complejas líneas de pensamiento, llegar a conclusiones a través de la reflexión y hacer profunda empatía con otros. Durante años ese es el concepto en el que me había tenido a mí misma.

Pero yo creo que era el resultado de pretensiones juveniles, o de falta de experiencia, de ignorancia vital, por ponerlo de algún modo. Siempre ha habido algunas personas en mi entorno cuya retroalimentación de mi persona ha sido como echarle leña a ese fuego del ego (verso sin esfuerzo). Por ejemplo, en la preparatoria, el maestro de filosofía llamó a mis padres a una junta y les dijo "su hija está a años luz del resto de sus compañeros" (esta historia le encantaba a mi papá y la platicaba siempre que podía); hace algunas semanas mi psicóloga me dijo que tengo "un poder extraordinario de sanación" y una "gran capacidad para la empatía". En la universidad una maestra me dijo que yo era una líder que fungía como un eje unificador en la clase; otra profesora me dijo que yo era especial en tanto que tenía mucho en la cabeza y mucho en el corazón.

Es decir: no he sacado como loca, de la nada, estas conclusiones o estas etiquetas sobre mí misma. A lo largo del camino he encontrado confirmaciones. Además, por supuesto, de que fui una niña muy amada por mis papás y mis hermanos y siempre me decían cosas lindas de mí misma. Bueno, no siempre, pero ese no es el punto. Digamos que mayoritariamente.

La semana pasada, pues, me asaltó la certeza de que no es así. O sea, no quiero sonar depresiva ni auto flagelada, sino... Compartirles que estoy más perdida de lo que pensaba. O no. No sé qué términos usar. Bueno, les voy a dar ejemplos concretos de a qué me refiero.

Cuando alguien me cuenta que están tristes o están atravesando alguna dificultad, no sé qué decir. Me paralizo. Sólo se me ocurre decirle "aquí estoy", "lo siento mucho", "te amo", o abrazarlos, o quedarme en silencio a su lado. Siento una congoja terrible de no poder reconfortarlos.

O si estoy en un lapso de tensión con mi marido, me es casi imposible arriesgarme al rechazo y me quedo en mi propio universo hasta que él decide asomarse y disculparse, o preguntarme que si quiero hablar. Y aunque sé que seguramente está triste o enojado o con miedo, me cuesta un trabajo terrible acercarme a él.

Aunque me gusta pensar en mí misma como alguien generosa, es todo un reto para mí ofrecerle algo a un desconocido (como fruta o un dulce), o lo que me resulta prácticamente imposible, a pesar de mi vehemente deseo de hacerlo, es decirle a mi interlocutor, al final del diálogo: "que Dios te bendiga". Cómo me gustaría darle bendiciones a todos, y qué lejos estoy de lograrlo.

¿Por qué les cuento esto? Porque de un modo inesperado, se tradujo en una crisis espiritual. Bueno, no sé si calificarla como crisis, aunque sí, probablemente ese sea el término adecuado. No es una crisis escandalosa o desgastante, pero sí es un cambio profundo que me está requiriendo de silencio y discernimiento. Y bueno, una de las manifestaciones de esta crisis, quizá la más evidente, es que me encuentro en un impasse en mi hábito de meditar diario. Porque no sé qué espero de la meditación en este momento de mi vida.

A veces quisiera concentrarme en las meditaciones para la generosidad y la abundancia; otras veces en las compasivas; otras, en las de maternidad; otras, en las de perdón; otras, en las de eliminar sufrimiento; otras, en las de amor propio y felicidad. Y en lo que son peras o son manzanas, no hago ninguna meditación. Me siento entre agobiada y desorientada. No sé qué beneficios o méritos espirituales quiero o necesito, o qué me hace falta. ¡No estoy despierta, como pensaba! ¡Y en mi modorra, me hace falta una guía! ¿Cómo ser mejor persona?

Se suponía que estaba escribiendo este texto para comprender mejor lo que me pasaba y pasar a la siguiente etapa de la mentada crisis, pero creo que lo único que logré fue sentirme neurótica. ¡¿Por qué no hago una de cada una, cada día de la semana, y me dejo de mamadas?!

miércoles, 24 de febrero de 2016

Gineceos del siglo XXI

Hace ya varios años leí en algún libro sobre los gineceos. No sé qué libro es ni recuerdo con precisión qué decía; por eso el día de hoy tuve que investigar en Internet para poder refrescarme la memoria. Resulta que la acepción más común de la palabra "gineceo" es la del pistilo de la flor. Es decir, es un término de la biología. Sin embargo, el gineceo del que yo quiero reflexionar es el de la Antigua Grecia.

Como saben, el vocablo "gine", utilizado en español en diferentes palabras (ginecólogo, andrógino, misoginia...), proviene del griego y designa a la mujer o a lo femenino. Así pues, el gineceo es una habitación de las casas grandes o espléndidas, designada a las mujeres. Resulta que tiene una contraparte, llamada andrón, que era el espacio exclusivo para los hombres. Detalle curioso en los hábitos y tradiciones helénicas, puesto que la mayoría de los territorios eran ya de por sí exclusivamente masculinos.

Lo que yo recuerdo haber leído en aquel libro misterioso cuyo título he olvidado, es que el gineceo era un espacio propio de las mujeres no casadas. Es decir, viudas, divorciadas o doncellas. Lo que encuentro hoy en mi pequeña investigación dice que en realidad ese espacio incluía también a las mujeres casadas. Y no sólo eso, sino que las mujeres permanecían encerradas en ese espacio por obligación, para cumplir con sus deberes femeninos: criar a los hijos, preparar alimentos, crear las vestimentas para los miembros de la familia, etc. En otras palabras: según lo que leí, no era una habitación a la que acudían por placer y para el encuentro, sino el área que se les designaba por ser féminas. El gineceo era el cuarto más apartado de la calle y de la entrada a la casa. Previo a éste se encontraba, por supuesto, el andrón, dado que el hombre sí era un animal público.

¿A dónde voy con todo esto? Hace años, cuando recién conocí el concepto, no me sentí especialmente atraída hacia la imagen o el fenómeno de un espacio designado especialmente para la mujer. No obstante, desde hace un par de años he comenzado a desarrollar en mi cabeza algunas ideas conectadas al gineceo. No sólo de sus consecuencias psicológicas, sociales, culturales, emocionales y espirituales, sino del gran poder que puede extraerse de esa figura de un territorio exclusivamente femenino y las ideas que tengan vigencia y que puedan aplicarse hoy en día.

En general, lo que he encontrado en el Internet despliega una idea negativa hacia el gineceo, y condena la actitud social que se tenía hacia la mujer en la Antigua Grecia. Se habla de tenerla encerrada, bajo perpetuo control masculino, encajonada en el papel de esposa y madre, censurada de la escuela y los espacios públicos y ensalzada cuando era callada, sumisa y de austera vida franciscana. Es decir, se rechaza lo que parece un sistema de vida machista. Sin embargo, en el fondo hay varios aspectos más que rescatables, admirables, del fenómeno del gineceo.

Quisiera empezar por decir que yo, en definitiva, estoy en desacuerdo con la idea de un encierro obligatorio, más aún cuando el encierro ofrece actividades tan limitadas como lo son cocinar, tejer, hilar, cantar o bailar. A mí, ya desde ahí, me harían falta libros, cuadernos, plumas y colores, para poderles dar rienda suelta a mi necesidad de leer, de crear y de imaginar. También estoy en contra del aislamiento impuesto (lo hay voluntario), tan sólo porque yo misma gozo de los placeres de la independencia: salir sola de casa, resolver mis necesidades, moverme libremente, conseguir por mi propia cuenta lo que quiero y necesito, y eso sin mencionar salir a una escuela, a aprender, a socializar, a disfrutar del viento, a observar a la gente, a tomarme una nieve, a vivir.

Pero, más entrados en la materia, hay dos o tres cosas que rescataría de ese estilo de vida o de ese espacio femenino creado en la antigüedad. Para empezar, la ubicación del gineceo me parece elocuente en sí misma. Al fondo. Alejado del ojo público, del escrutinio, del ruido, del juicio, del chisme, de la banalidad. El gineceo ofrece la oportunidad, igual que un retiro en silencio, de escapar de lo mundano del mundo (valga la redundancia). Es el contexto idóneo para la reflexión, para el ocio, para la creatividad, para el arte y la filosofía, para la espiritualidad y la religión. Es decir, marginadas de la expectativa social o pública, las mujeres internadas en el gineceo podrían potencialmente convertirse en el motor invisible pero indiscutible del mundo helénico -y muy probablemente así fue.

Si un colectivo o una comunidad tiene la oportunidad (el privilegio, hoy en día) de encerrarse por horas en una habitación, alejada de distracciones y ausente de presiones laborales, monetarias o familiares, ese colectivo o esa comunidad puede lograr lo que se proponga. Puede conseguir, entre otras cosas, crear un sistema de creencias y rituales espirituales que le den sentido a su existencia, que le haga sentirse más cerca de Dios(a) y por lo tanto, le haga sentir poder y amor, bondad y generosidad, confianza y responsabilidad, perdón y sosiego. Puede conseguir, también, plasmar esas creencias y esos rituales en poemas y canciones, escritos u orales, que contengan la sabiduría de Dios(a) y de acuerdos y leyes para la sana y armoniosa convivencia de los hombres, que se transmitan a través de generaciones  y permitan la creación de una cultura. Puede conseguir, así mismo, crear un lenguaje con el cual se puedan moldear fábulas y pinturas y danzas y figuras que refuercen el sentido y eleven el espíritu. Puede conseguir, pues, volverse el motor invisible pero indiscutible del mundo.

Además, por otro lado, al grupo social al que se responsabiliza de la educación y crianza de los menores, se le da por ende el poder (tremendo, absoluto) y la libertad de transmitir, filtrar y transformar la cultura, la lengua, el pensamiento, el pasado, el presente y el futuro. Si las mujeres, encerradas en cuatro paredes al fondo de una casa, eran la autoridad de esta materia, eran ellas las encargadas de heredar y de crear cultura: valores, perspectivas, reflexiones, creatividad, elocuencia, socialización, religión, posturas, educación, información, capacidades, actitudes, aptitudes, fortalezas.

Por otro lado, y de esto creo haber hablado ya en ocasiones anteriores, la compañía e interacción entre mujeres puede ser sumamente provechosa. Las mujeres somos criaturas divinas, en tanto que estamos más conectadas con la Naturaleza, principal manifestación de Dios(a). El embarazo es la prueba más fehaciente de esto. Y es por ello que la convivencia exclusivamente femenina se presta para temas y atmósferas gloriosas. Es decir, dado que se nos ha consignado a lo largo de los siglos las tareas familiares y domésticas, comprendemos (o hemos comprendido, o podríamos comprender) temas de educación, espiritualidad, salud, muerte, nacimiento, alumbramiento, alimentación, fenómenos naturales, psicología, emociones, etc.

Por desgracia, el privilegio conquistado por el movimiento feminista de acudir a una escuela o de tener un puesto de trabajo, el día de hoy se ha convertido en el drama en el que las niñas son analfabetas funcionales, crueles (o bullies) y ciberadictas, o las empleadas o emprendedoras son esclavas modernas de las que además se espera que sean jóvenes, bellas, esbeltas, madres responsables, esposas encantadoras y eficientes administradoras del hogar. Lo anterior es una generalización, pero pretende dibujar la caricatura de la dinámica social en que está inscrita la fémina del siglo XXI. Una criatura enloquecida.

Es cierto que la mujer, igual que el hombre, debería tener acceso a la educación, a la consecución de metas y sueños, a decidir sus gobernantes, a ejercer su inteligencia, habilidades y tiempo en lo que mejor le parezca. Es cierto. Pero también es cierto que en la misma medida en que el hombre está siendo incapaz de lograrlo, la mujer se está alejando de este ideal equitativo y valeroso. Como dice Gabriel Zaid, "las instituciones educativas son un fraude. El graduado promedio tiene el nivel del presidente Fox".

Se habla, pensando aún en este sueño caduco, de que permanecer en casa y ser educada por madres y abuelas en los menesteres del hogar y de la familia es arcaico, sexista y anacrónico. Puede ser que sí sea sexista, en tanto que es un rol no sólo impuesto, sino exclusivo de los miembros de un sexo. Sin embargo, me parece en extremo vigente y contemporáneo el hecho de que los seres humanos, no sólo las mujeres, necesitamos pasar más tiempo con nuestros padres y abuelos, que necesitamos retomar tradiciones que fortalezcan a la comunidad y le den sentido a la vida, que los niños y jóvenes sean educados por seres humanos y no por pantallas, que los adolescentes estén acompañados y no a la deriva en el Internet, que las personas sean animales capaces de sobrevivir en su entorno (conocer plantas curativas, recetas, ejercicios para dolores, los ciclos naturales, los síntomas de las enfermedades, el comportamiento de los animales, la obtención de alimento...).

No estoy de acuerdo con que las expectativas de vida de una mujer estén socialmente impuestas y que se limiten a ser esposa y madre, y que un buen ejemplar deba ser callado y sumiso. Pero la verdad es que tener un compañero de vida y tener hijos es algo a lo que aspiramos muchas, si no es que la mayoría de las mujeres contemporáneas. Excepto que ahora estamos enfrentadas a vivir esta etapa de matrimonio y maternidad sin haber crecido entre madres y esposas, desvinculadas de la comunidad y con la obligación (ya no necesariamente el gusto) de trabajar, porque el salario de tu compañero es insuficiente. Y trabajas para pagar ropa porque ya no la haces. Para pagar comida porque ya no la cocinas. Para pagar electricidad para encender el microondas para descongelar la comida, para poner en marcha la lavadora con productos que se descubrirá que producen cáncer, para encender la secadora porque ya no tienes sol ni espacio donde secar tus prendas con calor y viento gratuitos. Para pagar la colegiatura, porque la escuela gratuita que ofrece el gobierno (por el que votaste tú o las personas desesperadas por 500 pesos en Soriana) emplea a profesores ignorantes y no tiene el presupuesto para mantener las instalaciones en condiciones dignas.

La Historia se ha fragmentado. El curso de la cultura se ha quebrado. Hemos perdido el rumbo. La continuidad de la educación, la información, los valores, el arte, la filosofía, la ciencia, el sentido y la vida misma se ha roto. Y volver a la mujer, a la madre, a la Diosa, al interior, al silencio, al retiro, a la reflexión, a la comunidad es un intento de recuperar a la Humanidad. De recuperarnos.

¿Cómo puede un gineceo ser un modo de empoderar a la mujer contemporánea? ¿Cómo puede ser la compañía e interacción entre mujeres sumamente provechosa, como sostenía hace algunos párrafos? Mi propuesta es crear espacios a los que las mujeres acudan voluntariamente para compartir dudas, dolores, reflexiones, conocimientos, inquietudes, temores. En otras palabras: crear comunidad femenina. Porque las mujeres somos distintas de los hombres, hay cosas que sólo nosotras podemos comprender, proponer, dialogar y transformar. Y si de un espacio de convivencia y comunicación pueden surgir mujeres más fuertes, más alegres y mejor preparadas, también pueden crearse lazos familiares y sociales más fuertes, sanos y fructíferos.

Ya hay proyectos e iniciativas sociales en el mundo que buscan apoyar a las mujeres de las comunidades como una forma de impulsar el desarrollo. Digamos que yo propongo la creación de una Casa de la Mujer, que surja de la iniciativa de la comunidad femenina y no de un proyecto gubernamental, que sea auto regulada, y cuya dinámica y temáticas surjan de y satisfagan las necesidades particulares de las integrantes de la Casa. Porque sigo creyendo en la verdad de un verso que escribí hace varios años: en una mujer está contenida toda la belleza y toda la violencia. Hay que trabajar en acrecentar la belleza (o en los ojos de quienes la miran, en todas sus formas) y en disminuir la violencia, que tan sutiles manifestaciones ha adquirido en la modernidad.

martes, 23 de febrero de 2016

Mi más grande amor

Hace más de un mes que no escribo y eso es un problema. No tanto que sea un problema en sí mismo, sino que, como creo haber dicho en otras ocasiones anteriores, cuando transcurre mucho tiempo sin que escriba, mi escritura se vuelve más rígida y dificultosa. Me entumo. Me da artritis creativa. Parálisis literaria. Pierdo el ritmo, el tono, el léxico, los temas, la emoción, la seguridad, el hábito de mover los dedos rápidos sobre las teclas y hacer que éstas se traduzcan en letras en la pantalla que forman palabras que forman frases que forman sentido.

Uf. Acabo de escribir eso de corridito. (Como cuando tienes una cita con alguien que te gusta mucho y recién se ven y estás hablando muchísimo porque estás nervioso y no quieres que el silencio se cuele como la destructiva humedad entre ese diálogo que en realidad es monólogo que podría transformarse en un futuro en una relación hermosa y fructífera, como las de Disney, como la que siempre has soñado. Uf. Esto también lo acabo de escribir de corridito.) Intentemos esto con más calma.

El hecho de que lleve más de un mes sin escribir no quiere decir que lleve más de un mes sin pensar literariamente, por ponerlo de algún modo. Pienso, por supuesto, que tengo que continuar con la edición de la antología de estos gajos, pero lleva en receso tanto tiempo que me intimida un poco. Me he auto saboteado, lo confieso. Lo dejo para luego. No lo he priorizado. Y el legajo de papeles está metido en mi mochila de la computadora, invisible y silenciosamente reprochándome el abandono.

También he pensado en escribir sobre el embarazo. Las crudas verdades del embarazo. Aquello que sólo encuentras en Internet cuando ya te está sucediendo y buscas un foro con gente real que comparta la locura contigo y en quienes halles consuelo y compañía. Por ejemplo, las veces que toso o estornudo y un pequeño chorrito de orina se despide de mi vejiga para aterrizar en mis bragas. Cosas nada glamurosas como ésa.

O, por otro lado, escribir sobre las cosas asombrosas y bellísimas y portentosas y sobrecogedoras sobre estar embarazada. Como sentirme un árbol en primavera que está dando frutas. O una flor en apogeo. O una Diosa. O un torbellino, O tierra fértil. O un paisaje hermoso. Un río limpio y caudaloso. Una planta frondosa. Un melón jugoso. Una encarnación de la Abundancia.

Así mismo, he pensado en escribir -confesar- los detalles de lo que ha sido para mí el hábito de la codependencia a lo largo de mi vida. Cómo se me manifiesta, qué implica, de dónde viene, en qué se traduce, cómo me jode y cómo jodo yo a los demás. Ya hasta tengo el título para ese texto. Se va a llamar Los placeres de la codependencia. Directo. Al punto. Pero sorpresivo. Casi aberrante, contradictorio. Pero infinitamente honesto. Y autodestructivo, también.

He querido escribir ficción también. Algún cuento con final horrendo, o con personajes perturbados. Algún cuento que hable de lo que sea, pero que hable. Que exista. ¡Que exista, por dios, que exista! ¡O que exista ese otro texto que quiero escribir en donde divago sobre las posibles respuestas y causas de una pregunta que por primera vez en mi vida me asaltó hace unos días y que es la interrogante sobre qué quiero o espero o necesito de mis sesiones de meditación!

Estoy desesperada por escribir. Por eso lo de hoy, aunque fue una especie de trampa porque digo todo sin decir nada, es una victoria sobre el mutismo. Extraño el jugo y el peso y la forma y la atmósfera de cada palabra. Extraño la concentración con que busco en mi cerebro las piezas del rompecabezas, y las selecciono, y las tecleo en un segundo gracias a mis clases de mecanografía en la secundaria, y milagrosamente encajan en el paisaje que voy pintando con los signos y los significantes que me heredó mi madre, mi familia, mi país, mi cultura, mi mundo. La lengua hispana es mi droga, mi alimento, mi cobijo, mi más grande amor.