sábado, 23 de agosto de 2014

Rebelión cotidiana

Siempre me he sentido la fémina más peluda que jamás haya poblado la Tierra. En secundaria me tenía que rasurar prácticamente diario porque mis vellos en las piernas no sentían temor hacia la navaja del rastrillo, sino audacia. Vellos temerarios, altivos, irreverentes. 

Después, me fui a vivir casi dos años a Europa y pasó lo que tenía que pasar: me dejé embriagar por aquel furor de muslos y axilas naturalmente abrigados contra los fríos de aquellas latitudes. Y briaga, volví a México.

En el último año de prepa, que hice en mi natal Tepic, me declaré en contra de depilarme las piernas, a pesar de llevarlas desnudas por exigencia del uniforme escolar (falda a cuadros y calcetitas blancas) y a pesar de recibir las miradas y juicios de mis compañeritos. (Algunos de ellos, compañeritos insignificantes, como aquel que me preguntó si no me daba vergüenza o remordimiento estudiar una carrera de humanidades, puesto que su lógica lo llevaba a entender que sería una muerta de hambre, y por lo tanto una ingrata con mis padres, que tanto dinero habían invertido -gastado, diría yo- en mi educación privada.) 

Estuve sin depilarme varios, muchos meses, hasta que me sentí incómoda en mi condición de oso. 

En la universidad, recibí una crítica ácida de parte del novio en turno, porque sus amigos y yo habíamos ido a un río, y yo decidí, con las piernas despeinadas, ponerme un shortcito. 

Y así, tengo varias anécdotas acumuladas. 

Pues, ¿saben qué? Mientras esto escribo, froto los vellos de mis piernas contra las sábanas. Y las froto con descaro, con comodidad, con rebeldía. Porque llevo en mis extremidades inferiores una protesta silenciosa pero constante contra un mundo lleno de ideas imbéciles y de gente que las cree.

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