miércoles, 25 de enero de 2023

Mientras haya vida...

Llegamos a Higuera Blanca, una de nuestras playas favoritas, llenos de entusiasmo porque sólo vamos a ese lugar en ocasiones especiales y con la gente que más queremos. Esta vez íbamos a encontrarnos ahí con Jess y Tom y sus tres hijas, para reunirnos por última vez antes de que se regresen a Canadá, donde viven casi todo el año. 

Las horas pasaban, la plática no se terminaba nunca, las niñas iban y venían del mar, jugando felices. Hasta que llegó corriendo una de las hijas de nuestros amigos a decir que mi hija mayor se había lastimado. La miré a lo lejos, sentada a la orilla del mar, llorando. Me levanté como resorte pero caminé lento, al principio, hasta que reconocí su llanto: ese llorar feroz que casi no te permite respirar y que te asfixia más de lo que te desahoga. Corrí. Y cuando llegué mi hija estaba sumida en un profundo dolor, en un sufrimiento caótico. 

La cargué como bebé hasta nuestra mesa y mientras ella hiperventilaba yo la acomodaba lo mejor que podía: recostarla en una silla, levantarle el pie, taparla con una toalla, pedir hielo. La cuenta. Guardar los juguetes de playa, los cambios de ropa. Recibir la ayuda de nuestros amigos que ni siquiera tuvimos el tiempo de pedir. Vámonos. 

En el camino las dos niñas lloraban, la mayor adolorida y la menor exhausta porque no había hecho siesta. Parecía una cámara de tortura, el coche. Una pareja de casados encerrada en una burbuja de metal con los aullidos de sus cachorras. Nos reímos porque si no hubiéramos llorado junto con ellas. 

Al llegar a nuestra colonia las niñas ya estaban despiertas, después de haber tomado una siesta de casi una hora desde la playa hasta nuestra casa. Las dos estaban tranquilas, parecían personas distintas. Les compramos una nieve y decidimos no bañarlas, sino quitarles la arena lo mejor que pudiéramos y ponerlas a dormir. 

A la mañana siguiente, tras despertar, mi hija mayor se rehusó a poner el pie lastimado en el piso y de nuevo empezó el llanto (de dolor pero sobre todo de miedo). Hay que ir al hospital, pensamos mi marido y yo. Así que preparé lo básico para una estancia larga (no sabía lo que se avecinaba) y me fui con ella, mientras mi hija menor se quedó en casa al cuidado de su papá. 

Nos sentamos a esperar en la sala de urgencias. Mi hija estaba de buen ánimo, a pesar de todo, y escogió leer uno de los libros que me llevé para su entretenimiento. El médico de guardia estaba en consulta. Tras un rato sale una chica pálida, delgada en extremo y con una mueca en la cara que daba a entender que venía del infierno. Se sentó a nuestro lado y el doctor se arrimó a decirle en inglés qué estaba en la receta y cuál medicina era para la diarrea, cuál para el vómito y cuál para el dolor de estómago. La volteé a ver pero no dije nada. Quizás por ser extranjera. Tenía en la punta de la lengua un "I'm sorry you're having such a bad time" pero en las películas gringas la gente siempre quiere que la dejen en paz, así que la dejé sufrir en soledad. 

Luego fue nuestro turno de pasar al consultorio, que estaba lleno del olor del médico: claramente había olvidado ponerse desodorante esa mañana. Le hizo preguntas a mi primogénita y con sus manos envueltas en guantes (y en una gentileza que era invisible pero evidente), tocó con cuidado algunos puntos clave. Mi hija, con una madurez que me sorprendió, le contestaba con absoluta claridad "ahí no, ahí sí, ahí mucho" a pesar de que no quería que nadie le tocara el pie y mucho menos quería sentir ese dolor que le estaban provocando en nombre de la ciencia y la sanación. 

Por los puntos que le dolían y por la intensidad de dicho dolor, el doctor me dijo que con gran probabilidad había una fractura. Había que hacer rayos x. Quince minutos después: efectivamente, una fractura. "Si le llamamos al traumatólogo le va a salir muy caro, señora, mejor venga a consulta en la tarde". Le llamo a mi agente de seguros para confirmar que es la mejor decisión. La llamada no se enlaza. Chingado. Le marco a mi esposo y mágicamente, el teléfono no tiene ningún problema. Le explico todo y agitado, en inglés (es canadiense), me dice que no pague nada, que por reembolso no, que es un accidente, que obviamente lo cubre el seguro. Me siento como una niña. Peor, como una niña regañada. Siento una frustración inmensa de no tener experiencia, no entender nada y estar paralizada, con el padre de mis hijas nervioso del otro lado del auricular y la secretaria, nerviosa, frente a mí. "Llámale a la agente para preguntarle", le dije con la voz más adulta que tengo, "no quiero especular" (un verbo muy, pero muy adulto). 

Después de unos cuantos minutos (mi esposo es una de las personas más eficientes que conozco, característica que al mismo tiempo admiro, detesto y envidio) me regresa la llamada para decirme que dice Iris (la mentada agente) que hay que pedir que venga el traumatólogo, poner todo en la misma cuenta y que ella ya está escribiendo reporte sobre "el siniestro" (qué miedo me da esa palabra), que el seguro lo va a cubrir todo. 

El traumatólogo tardó una hora en llegar. Durante esos sesenta minutos llegó Hugo, en silla de ruedas, con la cabeza vendada y una gran venda también en la pierna. Se veía mal pero sonreía mucho. Escuché que tenía 24 años pero parecía de 12, no físicamente sino por la ternura de sus gestos. "Me duele mucho el pecho", me dijo. "¿Qué te pasó?", le pregunté. "Estaba a punto de llegar a mi casa y vi que en sentido contrario venía una camioneta zigzagueando e invadiendo mi carril; traté de evitarla pero me chocaron de frente, a 80 km por hora". Le dolía el pecho porque la camioneta de Hugo quedó aplastada y el volante le golpeó el plexo solar. Le habían dado puntadas en la pierna (que luego supe que le tenían que volver a hacer porque los practicantes que se las hicieron en un hospital público las dejaron mal y con riesgo de infección) y su cabeza chocó contra el parabrisas y había estado soltando mucha sangre. Estaba esperando que le hicieran análisis, a ver si había fracturas o hemorragias internas. 

Hablé un rato largo con Jorge (que el traumatólogo creyó que era mi marido y por diversión personal no lo corregí), el papá de Hugo. Cultiva maíz y yo creo que también su intuición (como mi propio papá, que soñó meses antes el terremoto de CDMX del 85), porque sintió el accidente de su hijo. Le pidió a su hija enviarle un mensaje a su hermano para ver dónde y cómo estaba (mensaje que Hugo nunca contestó) y poco después llegaron a la puerta de su casa a darle de azotes. "Nadie de mis amigos o familia toca así", me dijo, "mi mujer se dio el parón". Era un amigo de Hugo, que a quince metros de distancia vio todo el accidente. "A tres minutos de mi casa se me accidentó", dijo Jorge. "Al principio creímos que los de la otra camioneta eran de la maña y no nos queríamos quejar por lo mismo, pero luego vimos que eran un señor y su hijo que venían de Guadalajara y cuando vimos sus heridas yo creí que se iban a morir". Hugo dejó un mechón de cabello incrustrado en el parabrisas, salpicado de sangre. 

Yo por mi parte le platiqué al señor de la vez que mi hermano, en sus años universitarios, tuvo un accidente vial que casi lo deja sin vida. Necesitó cirugía reconstructiva en una oreja y se quedó hasta la fecha con los dientes frontales inferiores partidos a la mitad. Viajaba en el asiento trasero y salió escupido por el parabrisas posterior. Su cuerpo derrapó varios metros contra el concreto. Recuerdo la llamada telefónica a altas horas de la noche, el pánico en la voz de mi mamá, cómo ella y mi papá improvisaron una maleta y se largaron inmediatamente rumbo a la capital jalisciense, donde él estudiaba. Esa noche de mi adolescencia creí que me quedaba sin mi hermano, que también era en ese entonces mi mejor amigo y mi ídolo. 

Seguíamos en el limbo mi hija y yo, sin recibir noticias del seguro, cada vez más hartas, cuando llegó, también en silla de ruedas, una mujer bañada de sangre. Lloraba quedito, como cuando sabes que una situación no tiene remedio y nomás sacas unas lágrimas para no ahogarte en la desesperanza. "¿Qué te pasó?", le pregunté a bocajarro. "Me atropelló el señor que me trajo", me dijo, ahora llorando con más fuerza. "¡Cómo!", le contesté yo, impactada, incrédula. "Te juro que no venía nadie", contestó, como buscando pedir perdón por la situación en la que se encontraba. "Me salió de la nada". "Ay, mamacita. ¿Ya te revisaron?", le pregunté. "Nomás me detuvieron la hemorragia". Tenía la cabeza, el cuello, el pecho, todo cubierto de sangre. Temblaba. "Me duele todo". "¿No te han dado medicina para el dolor?" "No". "¿Quieres que te traiga un vasito de agua? ¿Quieres que pregunte si puedes beber agua?" "No". "¿Ya sabe tu familia que estás aquí?" (yo sentía una necesidad  desesperada de ayudarla). Y justo en ese instante entró un hombre seco, tosco, que me miró como si yo fuera una amenaza y no abrió la boca; se puso de pie a su lado sin mostrar el menor interés por su situación. Me dijo al ratito que tenía dos hijos y que ese hombre era su pareja actual. A la secretaria le dijo que tenía 36 años (casi la misma edad que yo) y que venía de Guerrero. Todos los documentos que le pedía la secretaria los tuvo que sacar la pobre mujer atropellada, moviendo con agonía sus extremidades. El hombre no movía, literalmente, un dedo por ella. 

Recordé cuando estuve yo también en esa sala de urgencias, en silla de ruedas, interrogada por una secretaria, hace casi siete años, cuando el parto en agua de mi hija (la del pie fracturado) no fue como habíamos pensado y terminé agotada y con diez centímetros de dilatación en ese hospital que está a escasas cuadras de mi casa. Mi marido sí se hizo cargo, a diferencia de este mequetrefe, pero recuerdo vívidamente el miedo, el dolor, el cansancio, el desamparo. El trauma de un parto mal acompañado. El trauma del abuso sexual que viví en la infancia, aún acosándome más de veinte años después porque aún, más de veinte años después, seguía sin trabajarlo ni sanarlo ni superarlo. 

Se llevaron a la mujer atropellada y me quedé acongojada, porque sentí que no supe cómo acompañarla, cómo ser mensajera y conducto del amor de Dios. Sí pensé en ofrecerle rezar por ella pero pensé que quizá eso la estresaría más, como si estuviera despidiéndola de este mundo. Además yo siempre empiezo mis oraciones diciendo "Diosa Madre naturaleza" y eso de por sí es bastante extraño. 

Nos cambiaron de sala de espera, compré café y pan dulce, mi hija se recostó sobre mi regazo un rato, compré más pan dulce, conseguí por WhatsApp unas muletas infantiles prestadas, y al cabo de cinco horas en el hospital sin que se resolviera el asunto del seguro, me di por vencida. Le exigí a mi esposo que viniera a sustituirnos, que prefería quedarme con las dos niñas, cargar a la lastimada por todos lados y hacerles de comer. 

Y al día siguiente amanecí como un trapo. Y al día siguiente de eso (hoy) también. ¿Qué pasó con Hugo? ¿Y su papá? ¿Y los otros dos hombres lastimados en ese accidente? ¿Y la señora atropellada? ¿Y sus hijos? ¿Y el esposo, la maltrata? La cintura me duele incluso cuando estoy acostada. He cargado a mi hija tanto, y sus 20, 25 kilos cada vez se sienten más pesados. Y las tres semanas de reposo total apenas empiezan. 

Mi niña tiene una excelente actitud y puede estar sentada, sin aburrirse, por horas. Lee, juega, colorea, ve tele. Y el tiempo vuela. Esto pienso para reconfortarme. Y que mi hija y Hugo y la señora atropellada no estaban heridos de muerte. Y mientras haya vida, hay esperanza. Todo tiene solución menos la muerte.