viernes, 26 de diciembre de 2014

Bestia de madrugada

Son las cinco de la mañana y hay un monstruo feroz en las calles. Mi cama, suave y horizontal y cálida y amorosa, permanece inmóvil. Escuchó el ruido que se filtra por las ventanas y los muros de la casa y se ha quedado paralizada de miedo, ella también. Las dos nos despertamos bruscamente y permanecemos tumbadas, con los ojos muy abiertos y la boca llena de un grito que también por miedo teme salir.

La bestia, afuera, camina despacio, y cada vez que avanza un poco expulsa un ruido infernal que trata de amenazarnos a todos quienes lo escuchamos. Y funciona. Intuimos la fuerza de su poder, de su ferocidad. Pero es más una energía vieja, potente y temeraria pero vieja, como un anciano amargado que golpea con su bastón. Después de cada alarido, es capaz de dar sólo unos pasos. Será acaso un demonio en agonía.

En ocasiones parece alejarse y en otras acercarse. Quizás huele un rastro, observa una mínima huella, busca la menor pista. ¿Detrás de quién va? ¿A quién busca? Sufre y se le nota. Tiene carencias, penas y pesares. Es un gigante adolorido. Y sé que su dolor se va acercando hacia mí. Ha llegado mi turno.

Está afuera de la casa. Ha rugido breve y furiosamente antes de llegar y ahora ha estacionado su delirio a la puerta de mi casa. Ahora es cuando se decide todo. ¿Serán mis últimos instantes? ¿Tendría que despedirme del mundo? De pronto escucho el movimiento de unas criaturas. No las había percibido antes. Parecen salir del vientre de la bestia. Algo recogen y se llevan consigo. El gigante se pone en movimiento con otro aullido.

Me relajo. El pánico cede. Sigo escuchando los tormentos de aquel ser indescifrable, que vaga por las calles de la colonia. Seguirá su curso, atormentará a otros. Lo peor ha pasado.

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Este texto es producto de haber experimentado, varias veces ya, despertar con el terror de un ruido extraño en la oscura madrugada. Tras unos momentos de incertidumbre y aprehensión, he comprendido que se trataba de un camión, viejo pero funcional, que recoge la basura.


miércoles, 24 de diciembre de 2014

Tres canciones para sobrevivir a la Navidad

Hace algunos días (¿ayer?) circulaba por el Facebook una imagen perteneciente a la página cinismoilustrado.com. Se titula "Bingo para la cena navideña" y me parece de una precisión y una semejanza a la "vida real", que he decidido no sólo compartirla, sino inspirarme en ella para la redacción de estas líneas.


Sé que la realidad detrás de estas letras tiene resonancia con (casi) todos, así que para esos momentos realmente terribles, álgidos y tensos, recomiendo pensar en alguna de las siguientes melodías para calmar el espíritu, dependiendo de la situación en la que se encuentre o de la personalidad o valores que se posean:

-La vida no vale nada, de José Alfredo Jiménez. Aunque está poblada de referencias a puntos geográficos de especial significación para el músico, el estribillo de la canción lo dice todo. Si usted se está sintiendo asfixiado, sobrepasado o estresado por las interacciones sociales y los mandados y quehaceres, recuerde esta poderosa reflexión como medio heterodoxo de relajación personal.

-Fuck you (very much), de Lily Allen. Ciertamente que la canción tiene sobre todo un trasfondo político, pero la verdad es que su mensaje puede ser adaptable a cualquier consigna: ¿que está mal que no tenga un empleo pagado?, ¿que me veía mejor antes de engordar o de adelgazar?, ¿que mi opinión política se hace merecedora de una de tus caras de fuchi? Pues "fuck you, fuck you very much".

-All you need is love, de The Beatles. Si lo que buscan es ir empezando por adoptar una buena actitud para el año que pronto comenzará, qué mejor que este himno de la agrupación inglesa, internacionalmente conocido y alabado. "Namaste, prójimo. Que la fuerza esté contigo. Yo me amo y te recomiendo lo mismo".

martes, 23 de diciembre de 2014

El complejo de la sabrosa

Todos lo sabemos: diciembre es el mes más vanidoso. O mejor aún: el mes en el que las gentes de todas profesiones, procedencias y perversiones tratan de enchulearse con propósitos pseudo narcisistas y de aceptación e integración social. Las ocasiones sobran: las posadas (una tras otra, infinitas), la cena de Noche Buena, la fiesta de Año Nuevo y todos los cumpleaños que tienen lugar en el último mes del año.

Hace unos días estuve haciendo un recuento de las fotos que me han tomado a lo largo de varios años, siempre en las mismas fechas: 24 y 31 de diciembre. Se los digo: es una verdadera pena. Se percibe en todos los retratos la triste pretensión de lucir al máximo mi guapura. Y el problema ha sido, precisamente, ése. Esforzarme, aferrarme a un objetivo concreto: ser atractiva. Algo me salía siempre mal: ropa que no era de mi talla (ya sea demasiado grande o chica); maquillaje que no me quedaba bien; accesorios forzados; peinados fracasados. La verdad estaba ahí, en todas las imágenes: sufro del complejo de la sabrosa.

No vayan a creer, sin embargo, que es algo mío o incluso algo excepcional. Muchos (¿la mayoría, todos?) estamos marcados con esta debilidad. El complejo tiene las siguientes etapas: la cabeza de uno lo lleva a uno a pensar que el cuerpo tangible que le fue dado en esta vida tiene potencial para ser bello; el corazón de uno lo lleva a desear con ahínco ser, entonces, bello, pero además, reconocido por esa belleza; la cabeza, nuevamente, lo lleva a uno a pensar que ese propósito requiere de ciertos ajustes o cambios. Y el resto es historia: tintes, cremas, polvos, zapatos, peinados, combinaciones, actitudes, sonrisas, temas de conversación... Todo es modificable para cumplir el objetivo de la belleza y el reconocimiento. Es cierto: para un psicótico o un obsesivo, este es el contexto perfecto para, literalmente, volverse locos.

Así pues, cuando llegamos al evento al que fuimos requeridos, nos sentimos más o menos guapos o lucidores o cómodos o socialmente aceptables o atractivos o excepcionales o todas las anteriores. Nos sentimos como esas figuras sabrosas que los medios se encargan de bombardearnos para adoctrinarnos en lo que es deseable, aunque sea por un momento, porque por muy blanco, delgado, alto y simpático que seas: no estés tranquilo: siempre hay algo que está mal en ti y en mí y en todos. Pero ese es otro tema.

Así que por favor: cuando vayan a sus reuniones en los siguientes días, mantengan en mente que todos los ahí presentes están acomplejados y buscan ser sabrosos, apetitosos. Igual que usted, lector. Y ante tal certeza, sólo quedan tres opciones: 1) sea usted compasivo con los demás y consigo mismo; 2) ríase de la ridiculez de los otros y de la suya propia; 3) dese cuenta de lo absurdo del complejo de la sabrosa y abandone todo anhelo por serlo (una figura sabrosa) y todo juicio hacia quienes han decidido ser, simple y llanamente, ellos mismos.

lunes, 22 de diciembre de 2014

"Yo les sugiero un antro gay"

El sábado salimos de casa mi esposo y yo rumbo a un mandado. Abandonamos la casa con nuestras personalidades de costumbre, con el mismo modo de caminar y hablar y mirar que de costumbre. Éramos él y yo, simplemente. Pero pronto íbamos a ser transformados, sin que nosotros lo supiéramos aún.

Dejamos el carro en el taller mecánico y, matando dos pájaros de un tiro, comenzamos a caminar hacia nuestro destino. El primer pájaro que matábamos era el del transporte: llegar del taller al mercado sin nuestro vehículo. El segundo, era el de unas rutas pseudo turísticas peatonales que mi compañero y yo queremos llevar a cabo en los próximos meses. Dado que poco conozco este puerto al que me he mudado para residir indefinidamente, necesito recorrerlo y olerlo para poder domarlo, gozarlo, vivirlo.

Íbamos muy contentos, tomados de la mano, andando sobre las piedras que conforman las calles vallartenses, desiguales, gastadas, grises. En una esquina, me dice mi cónyuge con júbilo: ¡Y éste era un cine! Tan pronto escucho esta última palabra, levanto la cabeza para encontrarme con un edificio blanco, sin letreros ni indicaciones, pero con el aire y la presencia, efectivamente, de un cine de antes. El corazón me brinca, con la sabia felicidad de un niño.

Nos habíamos acercado a las puertas principales y estaban completamente bloqueadas por unas cortinas verdes, pesadas. "No se ve nada", dijo triste mi marido. Estábamos a punto de irnos y de pronto vemos que hay un guardia en una entrada lateral diminuta. Un personaje extraño, con los brazos deformados, extrañamente pequeños. Como si sus extremidades se hubieran aferrado a la infancia para así poder abrazar a todos con el amor y la inocencia de los primeros años.

"¿No podemos entrar, verdad?" dice mi acompañante y guía turístico por el momento. "No, no los puedo dejar pasar, señor", contesta el personaje de fábula. "¿O están interesados en comprar el edificio?" Y entonces, justo ahí, ocurrió la metamorfosis. Dejamos de ser nosotros para convertirnos en aquellos: un par de jóvenes inversionistas recorriendo la ciudad para adquirir una propiedad que engrose sus de por sí adineradas arcas.

Nos dejó pasar el vigilante y nos introdujo a una sala relativamente grande, completamente oscura y perfumada de un olor a húmedo y cerrado que nos sedujo por su misterio. Ahí estaban, las butacas, el escenario, la pantalla, las cortinas, un techo conformado por cubos de distintos tamaños. Una segunda planta (a la que no subimos) y los espacios indispensables para la administración de un local así.

Íbamos ya rumbo a la salida, para transformarnos de nuevo en quienes somos regularmente -difícilmente explicable-, cuando de pronto el guardia, como cómplice de nuestros personajes alternativos, nos dice "Si les interesa, yo les sugiero poner un antro gay. Como ésta es la zona roja, la verdad pegaría." y ya estaban de nuevo, vivos y coleando, los jóvenes ricos en búsqueda de más riqueza.

Le hicimos preguntas sobre la zona roja, nos dio una cátedra sobre el buen físico de los travestis, lo cuestionamos respecto al precio, nos recomendó incluir un show de travestidos. Agradecimos, nos despedimos y por último, nos pidió encarecidamente no confesar a nadie que nos había dejado entrar. Le prometimos que así sería. Caminamos unos cuantos metros y mi marido asesta "Seguro se ha acostado con travestis". Creo que estoy de acuerdo, pero me despido con nostalgia de esa vida paralela en que con mis millones de dólares quise establecer un antro gay en la zona roja de un puerto mexicano.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Caras y vidas

"Porque, como todas las personas complejas, independientemente de su altura o de su peso, tiene muchas caras", dice Etgar Keret en su libro "Los siete años de abundancia", refiriéndose a su bebé de dos semanas de edad, que ya es al mismo tiempo, según el autor israelí, iluminado, adicto y psicópata.

En Netflix hay un archivo de video que corresponde a un show de comedia en vivo que realizó Zach Galifianakis, y que intercala su espectáculo con un pequeño documental sobre su vida y con un mockumentary (documental falso o de broma) en el que supuestamente se le hace una entrevista a su "hermano" (que es en realidad otro personaje más del propio Zach). En esta grabación, el comediante estadounidense reflexiona sobre los límites de la cordura y la delgada frontera hacia la locura. Tanto en el escenario como en su vida cotidiana, constantemente está creando personajes que surgen en su imaginación de forma espontánea. "Qué loco está", podría decir uno con descuido, acostumbrados como estamos a tener una identidad, una línea recta, una noción estricta de lo normal.

¿Pero qué se hace con las múltiples creaciones de nuestra inteligencia? Volviendo al texto del escritor judío: todas las personas complejas son polifacéticas. Y de acuerdo a la psiquiatra junguiana Jean Shinoda Bolen, dentro de cada uno de nosotros habitan varias deidades (con esto quiere decir que los arquetipos de los dioses griegos -fértiles, profundos, alegóricos- coexisten en nuestra psique), contradictorias entre sí, con distintas necesidades y opiniones. Es así, por ejemplo, que gracias a Hestia podemos ser muy hogareños y meditativos, a la vez que gracias a Artemisa disfrutamos de la vida al aire libre y de la libertad.

Ciertamente, yo tengo varios rostros qué mostrar. Está Sara la amable y educada, que sonríe, saluda, escucha y agradece; Sara la payasa que en una reunión de amigos o familia se vuelve bufona y protagónica; Sara la melancólica que escucha Radiohead y Lemolo en repeticiones sin fin; Sara la adicta al trabajo que pasa de una ocupación a otra; la floja que puede permanecer todo el día en la cama. Y muchas más. Pero para más detalles habría que entrevistar a mi marido.

Pero también están las vidas que he imaginado y que por tanto son reales en algún plano metafísico, interfísico, alternativo y tangente:

-Modelo de bikini. Con un cuerpo joven y fotoshopeado, viajo por el mundo entero para ser retratada en los destinos más hermosos, exóticos y antojables. Sin embargo, los disfruto poco, debido al cansancio que me causan los vuelos tan frecuentes. Ocasionalmente me acuesto con alguien del equipo de producción, aunque es un encuentro poco satisfactor. Me tienta el uso de drogas, pero en vez, me refugio en la meditación y el vegetarianismo.

-Gerente de Domino's. Comienza mi carrera como residente ilegal en Montreal. Me contrata un Domino's que busca mano de obra barata, para meter las pizzas al horno y posteriormente a la caja en la que serán transportadas. Soy una empleada ejemplar (siempre llego a tiempo, soy eficaz, tengo buen trato con los demás) y me voy ganando la confianza de todos. Me ayudan a conseguir la residencia legal y tras varios años de fiel labor, me nombran encargada de esa sucursal.

-Hippie trotamundos. Me despido de todo lo que conforma mi vida hasta entonces: familia, amigos. Quemo las naves de forma pacifista. Salgo de mi casa un día cualquiera, lleno de tráfico y de un sol latoso. Empiezo a caminar, como si fuera a un mandado, pero el mandado es mi destino: el resto de mi vida. Eventualmente alguien me recoge en una carretera y tras contarme las penas y las glorias de sus días, me deja en un pueblo en Michoacán. Del mismo modo candoroso llego hasta el extremo sur y norte y este y oeste del continente americano. Difícilmente se me reconoce bajo unas rastas que me llegan a las nalgas y unas mejillas tostadas por la intemperie. Pájaros y nubes y miradas amorosas pueblan mi corazón.

-Concertista de piano. Tras una estancia fructífera en el Conservatorio de las Rosas, en Morelia, se descubre y reconoce internacionalmente mi talento único y extraordinario para el instrumento romántico de cuerdas. Me llevan de gira por distintas organizaciones y festivales culturales; me hospedan en hoteles donde siempre estoy sola; me enamoro de un guitarrista que me deja por una italiana que baila flamenco; atravieso un periodo de adicción a las hamburguesas y postres de McDonald's; una agencia discográfica se encarga de "arreglarme" (me ponen a dieta, me limpian los dientes, me maquillan) y me vuelven un éxito de ventas. Termino casándome con el recepcionista amable y poco educado de un hotel en Berlín que frecuento bastante.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Pleitesía

Hoy en la mañana, al bajar las escaleras que unen la planta alta de mi casa a la baja, como una alcancía que sólo recibe monedas de oro, a mi cabeza cayó del cielo la palabra "pleitesía". Así nomás. De la nada, como dicen por ahí.

Hace unos días, en Guadalajara, escuchaba a mi tía contarme una historia. El relato se detuvo cuando ella trataba de remembrar lo que alguien le había dicho. "Es que usó una palabra que no frecuento", alegó como defensa para el olvido. Y entonces otra moneda de oro metió la vida al cochinito que es mi cerebro.

Las palabras son viejas amigas o completas desconocidas. Material para la construcción de nuestras vidas. Barrios que visitamos o que permanecen ignotos u olvidados. Con ellas podemos vestir un uniforme ("Buenos días, habla Janet García, de Teléfonos de México. Su llamada es muy importante para nosotros. ¿En qué le puedo ayudar?"), un escudo ("No. Es que...", "Pues tú lo hiciste peor", "Fue tu culpa, no la mía") o una flor ("¡Muy buenos días!", "Gracias, "Pásele").

Hay palabras que usamos muchísimo y se van volviendo la arquitectura de nuestra cosmovisión, nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestra vida. Son la casa o la cuadra donde vivimos. Son denigrantes o enaltecedoras. Peligrosas o seguras. Amorosas u hostiles. Fecundas o vacías. Antiguas y sabias, o jóvenes e incómodas. Pueden ser un poco de todo.

Yo estoy convencida de que hay palabras más hermosas que otras. El gusto y la opinión pueden cambiar de persona en persona, pero creo que preferimos ciertos vocablos. Hay gente que no lo sabe, que nunca lo ha notado, que no se ha puesto a pensar en la musicalidad o la energía de los términos que usa. Personas que creen que es lo mismo "césped", "pasto" y "zacate". Cada una dibuja una escena en nuestra imaginación y pasa por nuestra boca igual que un dulce o un hueso. Yo prefiero zacate, porque la enérgica "ca" que se acomodó en medio y que protagoniza la escena es poderosa, tiene presencia, no pide disculpas por ser quien es. Además, me pinta en las paredes de la cabeza escenas de la vida precolombina (zacate proviene del náhuatl zacatl), mientras que "césped" me parece pretenciosa, y pasto, aburrida y ordinaria.

En la universidad, dos palabras más o menos fuera de uso se convirtieron en mis preferidas. Una era indefectible. Me parece fuerte la combinación entre la "n" y la "f" y su significado merece un aplauso. "Que no puede faltar o dejar de ser". Ahora bien, piensen: ¿qué personas, cosas, animales, situaciones son indefectibles para su vida, queridos lectores? El otro vocablo era inefable. También la "n" y la "f". "Que no se puede explicar con palabras". ¡Qué maravilla! ¡Lo mejor de esta vida es inefable! El amor, Dios, los atardeceres... No hay nada mejor para la humildad y el oficio de un escritor que admitir esto.

Por otro lado, Mandarina, mi nombre dado a mí misma, tiene su origen en mi admiración por su belleza. La encuentro musical, alegre, jovial, fresca, deliciosa, jugosa, juguetona. Y todo eso quiero encarnarlo yo. Así que me bauticé como Mandarina. Y así, regalo la dicha a los demás de tener por un instante el placer inesperado de pronunciar una palabra exquisita. Común, pero no por ello menos gourmet.

Barrios conceptuales en los que no suelo turistear (más bien me pierdo en ellos) suelen ser los de la ciencia: medicina, física cuántica, genética, filosofía alemana, neurocoencia... O también, los de la religión, cualquiera que ésta sea: eucaristía, sabbat, mandala... Con trabajos puedo decir lo que es una mezquita. Y los que francamente me causan rechazo son los barrios bajos: todas esas palabras que me hacen sentir como que el mundo es un lugar inhóspito. Todos los vocablos que me dibujan un horizonte triste, violento.

Pleitesía es una palabra que no frecuento, dijera mi tía. Sé como se escribe, por razones desconocidas. No estaba segura de su significado. Es, según averigué en la Real Academia Española de la Lengua, "una muestra reverente de cortesía". Pues bien, que esto sea eso: una demostración de respeto hacia las palabras, mis amadas palabras.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Misterio (in)sondable

No he tenido muchas suerte con los profesores a lo largo de mi vida. De cualquier género o edad que ellos hayan sido, en cualquier momento de la existencia en que haya estado yo. En el kinder, aunque en general yo era una niña "linda y trabajadora", como me describían las maestras, también me apodaron "la comadrita", porque me costaba trabajo quedarme callada. Además, me obligaban a comer, porque por lo visto rara vez tenía apetito.

En tercero de primaria, aunque no sé si cuente, el profesor nos confesó, a sangre fría, que Santa Claus no existía. Es cierto que no me lo puedo tomar personal, pero fue un golpe bajo y una de las primeras cicatrices que habrían de dejarme mis maestros.

En segundo de secundaria me mandó a llamar el Director de Secundaria. El bimestre anterior había reprobado dos materias y constantemente aparecía un "6" en mi boleta, en el apartado de conducta. Me confesó que no sabía qué hacer conmigo, puesto que era la única alumna de todos los "problemáticos" que tenía notas brillantes en la mayoría de las asignaturas en la mayoría de los bimestres.

En tercero de secundaria el profesor titular del grupo me dijo, públicamente y en el área de las canchas deportivas: "te vas a quedar sola en la vida". Un augurio que a los 14 años no me llenó precisamente de júbilo ni de ganas de seguir adelante en mis ya de por sí atormentados días (repito: tenía 14 años: por supuesto que era atormentada). La maestra de inglés, ese mismo año escolar, mandó llamar a mis papás para decirles que yo tenía el corazón podrido. Me acusó (falsa e injustamente) de haber humillado a una secretaria del colegio (les aseguró a mis progenitores que, sabiendo que era estéril, le pregunté frente a todos por qué no tenía hijos. Ni lo uno ni lo otro eran ciertos.)

En España, alguien en la escuela decidió que la mexicana nueva debía de ingresar en el aula de los alumnos con "necesidades y características especiales de aprendizaje". O sea, con los atrasados. Pues bien, la maestra de inglés me odiaba con un desprecio gris y desgastado. Un día me gritó en frente de todo el grupo (y yo le grité de vuelta. Es la única vez que he tenido el descaro de hacer esa grosería) y creo que me expulsó de clase. Era la alumna más sobresaliente del salón. El de filosofía, por otro lado, sacó cita con mis padres para decirles que estaba "a años luz" de mis compañeros, y se convirtió en un gran amigo. Los de economía, historia y lengua me tenían en gran estima por mi interés y mi participación en clases.

En tercero de preparatoria, de vuelta en México, la titular del grupo me llamó "líder negativa" e "influencia diabólica". Me miraba con antipatía y se amargaba cuando sacaba buenas calificaciones en su materia (que creo que era religión, la asignatura más importante y peor impartida de ese colegio tan retrógrada al que asistí: Dios se volvía un político dictatorial y pedorro en esas cátedras, muy aparte de mi ateísmo recalcitrante en la época).

La universidad fue un periodo de bonanza. Hice de mis maestros un grupo nutrido de amigos. Una de ellas, que impartió la clase de fotografía, me dijo un día "Tú tienes mucho aquí (señalando mi cabeza) y aquí (señalando mi corazón)". Esas palabras me cambiaron la vida y me aferro a ellas en repetidas ocasiones de inseguridad e incertidumbre.

Ahora han vuelto las malas vibras. En posgrado (¿quién lo iba a pensar?) hicieron su reaparición los profesores que, sin saber precisamente por qué, sienten un rechazo tremendo hacia mi persona. Comentarios negativos, miradas hostiles, comportamientos groseros, trabas, obstáculos, dificultades, habladas... Con decir que en dos ocasiones distintas (al comienzo de la maestría y al final de la misma) una persona de gran importancia para el programa me dijo que estaba "gratamente sorprendida" de averiguar que soy inteligente. Sorprendida, primero, de que mi ensayo haya sido el mejor del grupo. Sorprendida, por último, de que mi discurso público haya sido elocuente.

Por otro lado, están los tratos y gestos que he recibido de personas desconocidas en la calle. He notado que soy llamativa (no sé a ciencia cierta por qué: alguna energía habrá en mí) y eso causa miradas de admiración y también de desprecio. Las de desprecio vienen mayoritariamente de mujeres; las de confusión o consternación, de hombres. Las de admiración, de niños y niñas, jóvenes y hombres también.

Alguna vez, una amiga en España me dijo que yo era, al mismo tiempo, la persona más inteligente y más estúpida que había conocido en su vida. No sé si estúpida, pero sí puedo decir que no soy precisamente la más convencional o modosita. Soy irreverente, emocional, espiritual, bromista, de sentido del humor raro y simple. Y estas líneas son una carta de agradecimiento para todos quienes han visto lo mejor de mí a través de esos rasgos. Y también de gratitud para los que no han sabido verlo, porque sólo han conseguido reafirmarme. Parece que encarno y despierto opiniones apasionadas. Que así sea.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

El estilista

Para mí, ir al estilista es sinónimo, disculpen la expresión, de que todo valió verga. Es como un ritual de iniciación o el día en que me rebautizaría en una nueva religión. No sé qué esperar. No puedo saberlo. Cualquier cosa es posible. Y no hay nada qué hacer al respecto. Desde el momento mismo en que hago una cita, o en que salgo de mi casa hacia la estética, sé que le estoy cediendo el poder a un ente mucho más poderoso y caprichudo que yo.

Hubo un evento en especial en mi vida que marcó mi actitud hacia los estilistas. Yo tenía 15 o 16 años y vivía en España. Me estaba dejando crecer el cabello junto con mi mejor amiga porque creíamos que eso nos haría mágicamente más hermosas (aunque nunca lo formulábamos así: esa confesión nos hubiera hecho cursis y débiles, creíamos). Un trágico día, que tenía la apariencia de ser como cualquier otro, fui a que me cortaran las puntas maltratas del cabello.Salí con la mitad de la cabellera: la otra mitad estaba tirada en el piso del salón de "belleza". Llegué a casa y en medio del único ataque de furia que he experimentado en mi vida, comencé a gritar y a golpear las almohadas. Mi mamá, asustada, me recriminaba "¡Cálmate, estás como loca, qué te pasa!"

Después de eso, cada visita al estilista está caracterizada por ansiedad, angustia, desazón, desasosiego, temor profundo. No es al dentista o al ginecólogo a quienes temo (sinceramente también ellos me dan miedo) sino a quien se encarga de "arreglarme" el pelo. Por más que explico qué es lo que quiero, siempre salgo con algo distinto. Me causa una profunda curiosidad pensar en los problemas lingüísticos que hay entre quien tiene una necesidad en su pelo y quien tiene las tijeras y los tintes. ¿Será que desconozco los términos apropiados y por eso resulto incomprensible? Un tema perfecto para una tesis de investigación en una maestría de Filosofía del lenguaje.

Ha habido algunas loables excepciones. Profesionales en quienes he confiado con los ojos cerrados y que, aunque nunca sé qué es lo que me van a hacer, tengo la certeza de que ese resultado incierto me va a gustar. El problema ha sido que han cerrado sus negocios o que yo me he mudado de ciudad. Pero de ahí en fuera, la inmensa mayoría ha sido un fracaso que me enerva hasta la médula. No puedo con la frustración. Me parece inverosímil. Como de un cuento de ciencia ficción. "Fui a que me hicieran esto, lo pedí claramente, e hicieron otra cosa. Horrible, además. Completamente distinta a lo que pedí" "Ah, señora Zeta, eso es normal en este universo alienígena. Si quiere algo, tiene que pedir lo contrario, pues todos en este mundo obramos de forma inversa".

Procuro no ir a que me corten el pelo. Nunca. Esta última ocasión estuve a punto de hacerlo yo sola (una vez me corté el cabello con tijeras para podar el jardín, y me quedó bien) pero como tengo algunos mechones teñidos especialmente maltratados, preferí que alguien más, con supuestos conocimientos en el tema, lo hiciera por mí. No salí insatisfecha, aunque sí me siento extraña. Quizás sea por el simple cambio. Quizás esa persona sí tenga conocimiento de la materia. Pero lo he decidido ya: tan pronto como mi melena vuelva a ser virgen de nuevo (qué milagroso: ser virgen de nuevo) y así de larga como está, seré yo la encargada de manipular mi cabeza.

Comezón

Por razones completamente desconocidas para mí (podría averiguarlo, pero me gusta tener cosas completamente desconocidas. Le da al mundo la sensación de ser nuevo, mítico, a-científico de nuevo), las heridas, al momento de cicatrizar, dan comezón (la palabra "comezón" no se usa o no la conocen en España; dicen "me pica"). A mí a veces me da por pensar que es una prueba de la vida para averiguar tus niveles de fuerza de voluntad. Como si la vida dijera: "A ver, demuéstrame cuántas ganas tienes de que se te cierre esa herida".

Ayer, en un momento inesperado, le llegó a mi cerebro una señal extrañísima que le decía "pon atención en tu mano izquierda". Mi cuerpo, en fracciones de segundo, había girado la cabeza hacia la izquierda y un poco hacia abajo, había levantado el antebrazo izquierdo y había girado los ojos en dirección del centro de la palma de la mano. Efectivamente: había una herida. Qué raro, pensé, no recuerdo haberme lastimado con nada.

Aunque la verdad es que estos últimos días esa frase de "no recuerdo..." es por completo inválida en mi persona. He estado tan saturada mentalmente con mandados, pendientes, obligaciones, responsabilidades y ocupaciones, que la verdad es que he estado más bien como autómata, como secretaria zombie. Si me ponen a prueba, probablemente no recordaré mucho de las últimas 72 horas. Eso sí: qué bien me la pasé en la boda de mi amiga el sábado.

En fin, algo de lo mucho que he estado haciendo últimamente me provocó una pequeñita herida en el centro de la palma de la mano izquierda. Se me levantó la piel, parece. Justo en la línea de la vida. Bueno, una décima de milímetro al lado. Pareciera que la cortadita decidió estacionarse en el acotamiento de la línea de la vida. Será que estos últimos días se han salido del flujo vital, también, para concentrarme en una burbuja ultra eficiente y responsable. Pues bien, parece que literalmente me lastima andar tan ocupada. Igual que la herida, necesito estacionarme en el acotamiento de la vida para tomar un respiro.

El caso es que el mentado rasguñito me provoca una comezòn oscura, coqueta, inmoral. Es un picor parecido a las ganas de revolcarse con otro ser humano en unas sábanas. O en donde sea, seamos francos. Ese picor que las monjas en la secundaria llamaban "tentaciones satánicas". Miro la zona de conflicto en mi mano y está enrojecida en su perímetro. Rojo. El color del diablo. Y bueno, el color de los glóbulos que se arriman para auxiliar en la sanación. Pero les aseguro: lo que pasa en mi extremidad es tremendo: indecible. Es un club de la pelea. Es un movimiento político subversivo. Es el barrio de prostitución y decadencia en mi cuerpo. Llevo en la mano la tentación de un tugurio de placeres fugaces y sombríos. Basta rascarme para caer en espiral al abismo.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Proyecto Recolocación

Admitámoslo: la vida puede volverse aburrida. No, para ser más precisos: la vida se vuelve rutinaria. La mayoría de nosotros tenemos una estructura existencial que más o menos se clona día tras día, provocando así la sensación de que cada periodo de 24 horas es muy parecido al anterior.

Admitamos otra cosa también: hemos sido educados para agradar. Los valores que nos enseñan en casa tienen que ver con la buena relación con el prójimo, la supervivencia y el progreso de la especie, el respeto por la experiencia y conocimiento de los ancianos, etcétera, etcétera.

Pues bien, como una alternativa de vida, como una forma discreta de rebelarnos del mundo (o de sumarnos a su caos, depende de qué perspectiva se mire), vengo aquí a proponer el Proyecto Recolocación. Es sencillo, fácil de entender y de ejecutar y sí puede ser practicado en su casa sin necesidad de ser un profesional.

El Proyecto Recolocación consiste en cambiar de locación pequeñas cosas en el ámbito cotidiano, preferentemente doméstico. Es decir, ese florero al que todos en la casa ya se acostumbraron: desaparézcalo temporalmente. El exprimidor de limones indispensable en la cocina para el jugo de cada mañana, ubíquelo en el cajón para las calcetas de cualquier miembro de la familia. El Santo Niño de Atocha de la parroquia más cercana: trasládelo a la regadera del sacerdote.

¿Qué provocará con esto? En mi primera instancia, un brote psicótico o de locura en una escala micro. Su madre entrará en un trance neurótico (o creerá que ya se ha terminado de volver loca); el padre se sorprenderá (quizás con enojo, quizás con jocosidad); los hermanos y la señora de la limpieza experimentarán una sensación de comezón en el alma, un repentino vacío; la secretaria de la Iglesia palidecerá.

Ahora bien, ¿cuál es el propósito de lo anterior, que más bien podría parecer desventurado? La finalidad es, no se confunda, revitalizar a aquellos alrededor suyo. ¿Cómo, por qué? 1. Notarán, a través de su ausencia, la presencia de algo (por favor no recoloque seres humanos o mascotas, la histeria podría salirse de sus manos). 2. Acto seguido, valorarán la ahora extinta presencia de ese algo. 3. Su día se verá refrescado con la asombrosa e inesperada llegada de una desaparición absolutamente imprevisible. 4. Las células del cerebro y del corazón de todos a quienes usted quiere se reactivarán furiosamente y rejuvenecerán a sus portadores.

Como se podrá ver, los beneficios del Proyecto Recolocación son amplísimos y el esfuerzo que implica o el costo que conlleva es más que viable. Anímese, sálgase de su zona de confort, de su ideal de lo "normal", lo "lógico", lo "deseable". Sea raro, enloquezca: todos a su alrededor ya lo son. De hecho, usted también es raro y loco, aunque quizás no lo haya notado. Venga: recoloque algo. Hágalo hoy.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Crónica de un viaje en autopista

Como una especie de maldición mitológica, en mis múltiples viajes en autobús por el triángulo de ciudades que forman el territorio de mi dispersa existencia, alguien siempre decide, descaradamente, poner sus nalgas en el asiento que escogí y pagué yo.

Me gusta mucho ver los paisajes que voy atravesando y por eso escojo inequívocamente asientos de lado de la ventana. Últimamente, además, escojo en las filas más próximas al conductor, porque no quiero caminar primero por el pasillo hasta mi asiento o después hasta la puerta de salida, y porque tampoco quiero estar cerca de los baños.

Pero por un designio suprahumano que no alcanzo a entender, cuando me subo a la unidad, ya hay alguien cómodamente instalado en donde me corresponde a mí. Suelen ser señoras llenas de hijos o viejitas listas para manipularme.

Sea esto, quizás, una prueba latosa que me pone Dios para aprender a defenderme. Pues bien, así lo he hecho. No importa quien sea, levanto mi dulce voz y con toda la amabilidad y civilidad que aprendí en mi casa y en cursos budistas, digo valientemente: "Disculpe, ese es mi asiento. Necesito ir allí porque me mareo".

Hoy, qué sorpresa, había una señora de la tercera edad demasiado perfumada e invadida de tiliches sentada con júbilo en mi asiento número 1. Chingado, pensé. Qué cabrona, pensé. "Disculpe, ese es mi asiento. Necesito ir allí porque me mareo". "¡Ay, yo también!" me responde la viejecilla, agitando su bigote chocomilero. Pues por qué chingados no compró un asiento en ventana, señora, pensé. Me quedé mirándola en silencio, lista para sacar la espada que cargo en mi mochila de la computadora y degollarla, cuando de su boca salen las palabras clave para lograr una victoria sin sangre: "por eso compré el asiento 2". ¡Ja, ya se chingó, señora!, pensé. "Ay, sí, es que el 2 es pasillo, señora", dije con una voz irresistiblemente linda. Todo los pasajeros en tensión, callados, mirando el desenvolvimiento de la escena. "Bueno", dice la mujer, "si avanza el camión y no se sube nadie, me cambio a otro asiento más atrás", y mueve sus anchas y torpes caderas hacia la derecha, liberando el trono que me corresponde. A huevo, pensé.

No quiero que piensen que soy una desalmada. Me mantuve tranquila todo el tiempo, y hasta me disculpé (¡!). Ella, a cambio, en una venganza sutil, me dejó parte de sus bolsas e itacates a los pies, imposibilitándome bajar el descansa-piernas o deshacerme de la carga de mi bolsa de mano.

Aunque esto último lo acabo de descubrir, mientras Dave Matthews canta en mis oídos "how could we know our lives would be so full of beautifully broken things?" y mientras veo un graffiti en un puente en la carretera que dice, sabia y lacónicamente, "PITO". La realidad es que no me molesta tener los triques de mi vecina a las faldas de mi anatomía.

En vez de eso, disfrutando del horizonte, dejo que mi mente divague y de pronto me encuentro recordando que a mis alumnos de Literatura de segundo de preparatoria, hace dos años, les encargué escribir un texto de lo que fuera. Uno de ellos, tremendo, vaguísimo, escribió su flujo de conciencia, y versaba sobre una de sus compañeras de salón y cómo le parecía "bien buena". Qué gracia me hace ahora, al mismo tiempo que percibo, gracias a sus miradas insistentes, que a la señora del asiento 2 no le hace nada de gracia verme clavada en la pantalla escribiendo esto y no clavada en la ventana, como le hice creer. La engañé parcialmente, es cierto, pero en este mundo sin sentido, ¿qué clase de validez tienen argumentos tan sensibles como el de "me gusta la belleza del paisaje" o como el de "¿qué chingados le tengo que explicar yo a usted, si ya escogí mi lugar y lo compré en tiempo y forma?"? Si hace falta, seré capaz de asegurarle al ladrón de asiento en turno que si no se quita corre el peligro de ser bañado con mis jugos gástricos.

Termino de escribir lo anterior y volteo discretamente hacia mi lado, porque me parece ver a la anciana con el pico clavado en el pecho. Efectivamente, se ha dormido. No está mareada, como ella me aseguró. Ella también me engañó -o lo intentó. Quizás la próxima vez ella también amenazará con vómito al pobre honesto cuyo asiento esté siendo secuestrado por un par de nalgas septuagenario.

martes, 2 de diciembre de 2014

La redención de los reprimidos

Hay unos mechones en mi cabello que están hechos una pena. Son la peor pesadilla de las mujeres adictas a los tintes y los tratamientos químicos. Tienen una textura como de paja. Podrían ser utilizados como materia prima para la fabricación de escobas para brujas. Y si bien es cierto que tengo teñido unas áreas de mi cabellera, este problema me ha perseguido a lo largo y ancho de mi vida. Los estilistas me dicen que se debe a que son las áreas más próximas a mi cuello y espalda, lo que ocasiona que con el sudor se maltraten.

El resto de mi cabello no presenta esta característica. Es sedoso y se agrupa en bucles que caen con gracia o desgracia por todos lados. Con orgullo y satisfacción puedo decir que la mayor parte de mi pelo es, sencillamente, bonito. Pero esos cabellos como de mecate arruinan la fiesta. En un desfile de belleza y moda, serían las modelos que llegan al evento crudas o con síndrome de abstinencia de crack, arruinando la imagen general.

Por eso, a veces, me da por trenzar esos pocos pero latosos mechones. De ese modo quedan disimulados, maniatados. Como una trenza delgadita pasan desapercibidos y el espectáculo de moda vuelve a su esplendor.

Hace unos días me hice tres trenzas con estos cabellos amorfos y deleznables. Efectivamente, lo feo de mi cabellera había pasado a la sombra y suelto y alborotado, mi melena podía concentrarse en ser bonita y en calentarme el cuello, el pecho y la espalda en este frío de finales de noviembre y principios de diciembre. Sin embargo, eventualmente tendría que deshacerlas, porque sólo conseguirían cobrarme muy cara la represión: se metamorfosearían en nudos indómitos que sólo traerían a mi vida llanto y desgracias.

Por eso, me senté con mucha paciencia en la cama y me dispuse a destrenzarme con amor y artesanía, del mismo modo en que me las había hecho, para poder exentarme de la mayor cantidad posible de dolor. (Normalmente me las habría quitado con brusquedad, con prisa, a regañadientes.)

Así que ahí estaba yo, cerca de las diez de la noche, en mi lado de la cama, completamente absorta en la tarea de no hacer enojar a mis pelos de muñeca barata, porque su venganza y su furia son temibles. Mientras avanzaba en la tarea de rebobinar el proceso de trenzado, iba aceptando estoicamente las puntas abiertas, la orzuela, los trozos de cabello resecos y muertos en apariencia.

Efectivamente, hoy que me bañé me dolió y muchos cabellos, suicidas, se desprendieron del cuero cabelludo, porque decidieron que no valía la pena formar parte de una cabeza que no fuera bella en su totalidad. Adiós, les dije yo, mientras los desprendía de entre los dedos de mis manosgarras, que son las encargadas de desenmarañar mi pelojungla. Váyanse los cobardes, los arrepentidos. Me quedo con los cabellos que realmente me quieran acompañar en la aventura de vivir, aunque sean feos y de paja.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Burt's Buzz

Es la primera vez que escribo una entrada en este blog desde el techo de mi casa, quizás mi lugar favorito de todo el edificio. Desde aquí veo los colores del atardecer, y escucho a los pájaros que están por dormirse en un bambú gigante que forma parte del jardín de una casa cercana. Aquí me siento libre, sosegada, inteligente, amorosa. El viento me envuelve y las montañas me coquetean.

Hace unos días vi un documental (disponible en Netflix, para los interesados) acerca del creador de una marca mundialmente conocida de productos de cuidado personal llamada Burt's Bees. A mí las barras para humectar los labios me gustan bastante (tengo una de sabor mango que me encanta), y el nombre siempre me pareció muy peculiar. De hecho hace poco se las recomendaba a mi hermano y a mi mamá, y juntos nos burlábamos de que "todo lo mejor viene del norte" (falso pero cierto pero falso).

Pues resulta, ni más ni menos, que el creador de dichos artículos es un hombre, ahora de más de setenta años, llamado Burt. Gringo, hippie, solitario, vagabundo. Tras rechazar una fábrica que su abuelo quería heredarle, se fue a vagar por su país natal, hasta que se topó con unos religiosos que le enseñaron los secretos de la apicultura. Algunos meses más tarde, con toda la información, los utensilios y los libros necesarios para iniciarse con el trabajo en las abejas, se topó con toda una colonia de estos animalitos, y con ellos empezó a trabajar en producir miel. La vendía al lado de la carretera y con el dinero que obtenía se ponía a comer, a beber y a gozar.

Así estuvo hasta que empezó a hacer derivados de la miel para la salud y la belleza y entonces fue cómo, poco a poco, Burt's Bees (nombre simple y concreto) se fue consolidando como una empresa multimillonaria de exportación a todo el mundo. No obstante, como es común en estos casos, su socia (que coincidentemente fue la única mujer de la que se enamoró Burt en toda su vida) lo botó con una jugarreta sucia y se quedó con las ganancias más jugosas, además de con la empresa misma.

Hoy en día, al viejo y sencillo Burt no le hace falta nada en términos materiales, sobre todo, quizás, por el estilo de vida que lleva: tiene una pequeña cabaña en un terreno extenso donde aún conserva abejas, además de un perro golden retriever y una especie de mayordomo o asistente o secretario que lo ayuda con todo y que lo trata con una especie de tierno sarcasmo. Es la vida, prácticamente, de un contemplativo. Pasa grandes cantidades de tiempo observando la naturaleza y leyendo. Luego, dice, cuando llega la noche se duerme y cuando el sol se mete a su cuarto por la ventana, se despierta, sin necesidad de ningún otro tipo de despertador. Sus días más felices, confiesa, es cuando nadie va a visitarlo y él no tiene que salir a ningún mandado.

En varios detalles me siento identificada con Burt: el deseo de una vida tranquila, la bendición de poder formar parte real, activa, sensible del mundo que me rodea, el sueño de poder vivir de lo que me gusta y me apasiona, la oportunidad de tener disposición de tiempo, de paciencia y de recursos materiales para abrirle espacio a la vida: los árboles, los humanos, los animales (salvajes y domesticados), las flores, las plantas, los cielos y los mares.

En otras cosas no me siento igual que el apicultor: no soy una amante de la soledad acérrima, no sé si puedo o quiero vivir en condiciones tan modestas todos los días (sin agua corriente o caliente). Pero, sobre todo, no sé si puedo estar solamente con la Naturaleza, en un estado de gracia perpetuo, porque, la verdad es que lo mío, lo mío, es escribir, y el lenguaje es social, es cultural, es mental.

P.D. Otras recomendaciones de documentales en Netflix para ponerse en sintonía conmigo: I Am y Happy. Buenas, sencillas, centradas, sensibles.
P.D. 2 Siento ganas de dejarles fotos de este momento. La primera es de la luna grandota y brillante de esta noche. La segunda es una embarradita de atardecer al fondo y la tercera es otra del atardecer, pero sin mí.