viernes, 28 de noviembre de 2014

Sobre mi apego a la belleza y mi terror a ser fea y rechazada

Hace unos días, un amigo me contaba de los "pecados" según el budismo hindú. Según recuerdo, éstos son: miedo al dolor, apego a los placeres, creer que soy mi cuerpo, creer que soy mi mente y... Otro que ya no recuerdo. Por supuesto, sufro un poco de todos los anteriores, pero el que me tiene más resonancia hoy en día es el apego a los placeres.

El apego, han de saber, es el primer paso hacia la adicción. Esto, porque tras el apego hay una creencia de que no podemos vivir o no podemos ser felices sin cierta cosa, persona, lugar, sentimiento, animal, etcétera. Entonces lo queremos una y otra vez, lo queremos siempre.

Yo no me considero, en general, una persona muy aferrada a las cosas. He tenido épocas en mi vida, es cierto, que he jalado más fuerte, pero mi personalidad más bien tiende a dejar ir y adaptarse a las nuevas condiciones. A veces me cuesta mucho trabajo, lo admito. Cambiar de un paradigma a otro, de una estructura o de un hábito al siguiente. Pero regularmente suelto.

Sin embargo, hay un área de mi vida en la que me siento más o menos insegura, y es precisamente por eso que hay más presencia de ataduras. Esa área es la de la vanidad. La de mi imagen personal, o la evaluación que hago de mi belleza.

Mi mamá tiene un sentido bastante refinado del gusto. Se le nota en sus ropas, accesorios y decoración de la casa, principalmente. Las cosas son finas, armoniosas, bellas. Combinan o resaltan con gracia. Son especialmente curiosas, atractivas. Creo que esto es causa, en gran medida, de que tanto mi papá como mis hermanos y yo hayamos crecido y vivido rodeados de un entorno con cierta exquisitez. Me parece que ocasionó que todos fuéramos algo vanidosos y amantes de la calidad.

Hablo con cierta frecuencia y facilidad de mis años de adolescencia y primera juventud, pero no sé si a mis interlocutores o a mis lectores les queda claro el verdadero impacto, la dimensión que tuvo en mi vida la vivencia de esos años. Yo fui una adolescente masculina. Yo negué mi feminidad y, en gran medida, mi belleza (en todos los sentidos). Yo me negué a mí misma.

Mis papás son gente muy atractiva. Mi papá era muy masculino, alegre, seguro de sí mismo, vestía con buen gusto y tenía una gran presencia, una brillante sonrisa. Mi mamá, blanca y más o menos chaparrita (para su desgracia, ahora descubro), es de unos ojos grandes y verdes muy expresivos, de boquita linda y de curvas peligrosas. Mis hermanos, delgados ambos y más altos que yo, muy atractivos desde los 17, 18 años. Y la triste verdad es que yo crecí acomplejada.

No fue culpa de nadie. Creo que ni mía. No sé si se pueda culpar a los niños o a los adolescentes por ser víctimas de una falta de sabiduría, de madurez, de estabilidad emocional o de amor propio. Así pues, rodeada de cosas bellas y ordenadas y de gente guapa y atractiva, yo, bajita, regordeta, despeinada, con lentes gruesos, braquets, espinillas y vellos por todos lados, me sentía más bien repulsiva. Por eso me escondí bajo códigos de vestimenta y comportamiento que eran masculinos. Me parecía que yo no era digna de lo bonito. Creía que mi fealdad afearía todo lo bello. Mi simple anatomía arruinaría ropas, maquillajes, aretes, zapatos...

Quizás lo más duro de ese tiempo fueron mi frustración, mi desprecio hacia mi cuerpo (porque yo en realidad me sentía lista y simpática, con chispa) y sobre todo, el teatro que tuve que montar para engañar a los demás y procurar que no se dieran cuenta, que no pudieran ver que había una niña, rosa y cursi y triste, abajo de esa adolescente vestida de pantalones flojos, camisetas de varón e incluso bóxers por ropa interior. El teatro de la masculinidad. Porque lo cierto es que nunca fue genuino. Yo siempre quise usar falditas, perfumes y tacones, pero estaba muerta de miedo, muerta de autorechazo. Me hubiera encantado ser linda, ser delicada, ser gustada. Pero como me parecía inaudito, imposible, cerré toda posibilidad. Si ya era fea y repulsiva, lo sería al 100%.

Por eso, cuando crecí y llegaron tantos cambios (adelgacé, aprendí a entender y convivir con mi cabello, usé pupilentes, tuve dientes sin aparato, cara limpia y me hice depilaciones por muchos rincones de mi cuerpo), me adentré en un período de euforia conmigo misma. Y cuando digo "crecí", estoy hablando del 2011 para acá. Tres años. Por primera vez en mi vida me sentí hermosa a los 23 años, y aún no se acaba la racha de belleza ni la de alegría existencial. Y aquí es cuando llega el apego.

Quisiera tener, ya y de una vez por todas, todos los vestidos, las faldas, las blusas, la ropa interior, las sandalias, los zapatos, las botas y los lápices labiales que no había podido usar nunca antes. Quisiera ser linda y refinada todos los días. Por fin me siento integrada con la belleza de mi familia y de mi casa familiar, y lo quiero explotar al máximo. Soy tan guapa como mi hermana y mi mamá. Soy tan llamativa como mi hermano. Tengo tanta presencia como mi papá.

Desde pequeña, cuando salgo a comprar cualquier objeto que quiero o necesito, termino siempre atraída hacia los de mayor precio. Una constante que lamentaron mis papás y ahora mi marido. Y es que lo realmente triste es que, en efecto, son cosas buenas y bonitas, pero no baratas. Entonces se está ante una disyuntiva: o se gasta el dinero con cierta nostalgia de verlo partir en grandes cantidades, o se despide uno del objeto con cierta nostalgia de verlo partir. Siempre hay una despedida y una nostalgia, nada más tiene que optarse por cuál.

No obstante, esto que acabo de escribir es falso, y ése es el punto de este texto. Despedirse de las faldas, los zapatos, los labiales y las bolsas no tiene por qué representar un acto de nostalgia. La verdad es que en esta etapa en la que me encuentro, tengo que y quiero aprender a dejar de desear posesiones materiales con tanta vehemencia. Quiero sentirme chula con lo que ya tengo, y dejar de vivir como si hoy fuera el último día para mi vanidad. En realidad, lo que realmente me gustaría, es dejar de prestarle tanta atención a mi físico y, sabiéndome linda, poder concentrarme en vivir el mundo, espiritual y emocionalmente, como si fuera el último. No quiero que el fantasma de mi fealdad de otrora se vuelva la cruz que me convierta en consumista o en adicta a las compras. ¡Sólo quiero ser feliz!

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