lunes, 10 de noviembre de 2014

Amargor añejo

Yo fui alumna del mismo colegio desde el primer año de primaria hasta el último de bachillerato. Éramos muchos los que nos conocíamos desde que teníamos cinco o seis años de edad. Sabíamos cómo eran nuestras personalidades, qué nos gustaba, con quién juntarnos y de quién huir. Pero claro, inevitablemente llegaban nuevos de vez en vez. Extraños que poco a poco dejaban de serlo. Algunos que siempre permanecieron como un misterio. Otros que irremediablemente echaban sombra sobre los ya existentes. 

En secundaria, en medio de la despreciable crisis que atravesaba mi cuerpo, que se desplazaba monstruosa y lentamente de la infancia a la edad adulta, llegó una nueva. Una de esas que eclipsaron a las que poblábamos los pasillos jorobadas porque nuestros pechos nos avergonzaba. Ella, en cambio, se meneaba con exageración, como una vulgar Lolita que a los 12 años ya va derramando deseo por donde pasa. Sacaba el pecho, para llamar la atención sobre aquello que en realidad nunca le maduró. 

Con chichis o sin ellas, la nueva llegó para quedarse y, sobre todo, para romper corazones. Las otras tontas que por ahí andábamos suspirábamos por atraer la atención de algunos de los chicos. Jurábamos que nosotras los trataríamos bien, que con nosotras serían felices. Aquella no juraba nada, y precisamente por eso los tenía haciendo fila afuera de su casa, con el anhelo de verla, de pasar un ratito con ella. 

Debo admitir que la chica era bastante cool. Vivía en una colonia cool, en la que tenía como vecinos a decenas de alumnos de aquel colegio arrogante y mamón en el que terminé inscrita. Sus papás eran cool y la dejaban ir a fiestas y a viajes y hasta le prestaban el carro. Yo definitivamente no era cool. De hecho, era de lo más equis. (Una vez le pregunté al chico del que estaba enamorada: ¿soy bonita? Y me contestó: eres normal.)

Pero también tengo que admitir que la odiaba. A pesar de que fuera una emoción irracional, a pesar de que ella no tenía la culpa de que yo fuera fea o gorda o tonta, a pesar de que envidia fuera lo único que alimentaba ese sentimiento, seguía odiándola. Es más, creo que la sigo odiando, y eso que no la he visto en veinte años y ahora lo menos que siento hacia ella es envidia. 

Me llegó la invitación hace unos días. Un par de compañeros entusiastas decidieron que sería una idea buenísima volver a vernos las caras después de veinte años de haber salido de la prepa. Están muy claras la fecha, la ciudad, la locación y la hora del encuentro. A mí, efectivamente, la idea se me hace buenísima. Una forma efectivísima de alimentar el morbo. La intensa estimulación del Facebook llevada a la vida real. Perfecto. 

No fue inmediatamente que pensé en ella. Fue hasta hace poco. Ayer o antier, quizás. Hace tiempo me llegó el rumor de que se implantó pechos, nalgas y botox, y que por el contrario se retiró costillas, arrugas y un poco de nariz. Cuando la vea me voy a reír y, directo a la cara, le voy a decir: ¡ay, Carmen, qué operada te has puesto con los años! 

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