martes, 25 de noviembre de 2014

Venecia

Uno piensa en Venecia y se imagina las góndolas y a sus gondoleros, vestido con camisa a rayas negras y blancas. Uno ve el agua de los canales, a mujeres y hombres guapos, pasta, pizza, café, moda, fiestas, glamour y, cómo no, la Basílica de San Marcos.

Pero no vengo yo a hablarles de nada de esto. Estas letras están aquí porque les he pedido que cuenten cómo fue mi experiencia en Venecia. La vivencia real, no la postal de recuerdo.

Mis papás, mi hermano y yo fuimos a parar en Venecia en verano de 2004. Hicimos un viaje por varias ciudades de algunos países del occidente de Europa, y entre otras locaciones míticas de Italia, Venecia tuvo la suerte de contar con nuestra presencia.

Aunque no fuera tan común como ahora, el intrépido y siempre innovador de mi padre reservaba anticipadamente los hoteles y hostales a través de Internet. Así, cuando llegábamos al lugar en cuestión, ya teníamos una cama asegurada (a excepción de París, que no recuerdo exactamente qué pasó, pero no sólo nos perdimos buscando el hotel sino que cuando llegamos a él, nos negaron la entrada y tuvimos que buscar otro sitio ya entrada la noche).

En Venecia, lo que nos encontramos al seguir las direcciones para llegar a nuestro hospedaje que El Patriarca había impreso, fue nada menos que una gran sorpresa. La política imperante para escoger dónde sí y dónde no pernoctar era el precio. No estábamos en posibilidades de pagar grandes cantidades y con tal de conocer Europa, nos adecuábamos a lo que fuera. Sin embargo, lo que Venecia trajo consigo no era "lo que fuera".

Llegamos de noche y no nos quedaba muy claro dónde nos encontrábamos. Sin duda, aquello no era un hotel o un hostal. Habíamos arribado, ni más ni menos, que a un campamento. Un gran espacio de tierra lleno de casas de campaña y casas rodantes, pequeñas cabañas, un área de comida y hasta una especie de discoteque hippie.

Los vecinos eran en su mayoría jóvenes con rastas, poca ropa y sonrisotas en la cara. Algunos descalzos, otros sin bañarse. Yo, a mis casi dieciséis años, sentí una mezcla de rubor indescriptible y de emoción contenida. Había llegado al paraíso, pero con braquets, unos kilos de más, una melena rizada autónoma y unos papás sobreprotectores. Es decir, una ñoña con corazón cool acababa de sumarse a una pseudo comuna en compañía de sus papis. Chafa.

Mi hermano y yo, alguna de aquellas noches que estuvimos hospedados en aquel campamento, nos fuimos a la discoteca local a tomar cerveza (que yo a esa edad odiaba pero fingía que me gustaba) y a "bailar", "pasarla bien". En realidad, yo me sentía asombrada de estar en ese lugar con gente mayor que yo y más bien me la pasaba viendo a mi alrededor, observando ñoñamente el comportamiento de los demás. Mi hermano, buena onda, me tenía paciencia y él también, seguramente, zorreaba a las chicas europeas de moral relajada.

En la cafetería que allí había cenamos una noche pizza, los cuatro. Hay una foto, en algún disco duro o algún disco compacto, que me muestra a mí sonriente y cachetona. No sé quién la tomó, si mi papá o mi hermano. No la he vuelto a ver desde hace muchos años. Hay fotos, también, de nosotros cuatro posando frente a la Basílica. Mi mamá la conserva en un buró. Yo traigo una blusa negra, jeans y una actitud que intenta sobre compensar las inseguridades propias de mi edad de entonces.

Hay una pequeño fragmento en la película "Into the wild" que filmaron en un campamento como el que menciono. Ahí, el protagonista conoce a una chica que canta y toca la guitarra y que eventualmente se enamora de él. El lugar es muy parecido al de mi historia, pero la diferencia entre Kristen Stewart y quien esto escribe es más bien abismal.

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