Cerré los ojos y dije en un susurro: papá, ven aquí, e inmediatamente escuché su voz masculina y dulce decirme "hola, hijita". Ahora estoy llorando y el perro se ha sentado a mi lado porque sabe que algo se ha salido de la normalidad.
Veo sus ojos tiernos y suaves mirándome y siento que me ahogo en la triste impotencia de no tenerlo físicamente. Quisiera haberle escrito esto hace unos días, en su cumpleaños, pero en cambio lo hago ahora, el día de los muertos. Y qué pena tan grande me embarga.
Mi papá estuvo siempre conmigo. En lo más importante, por lo menos. Me llevó a Europa, me inscribió en la universidad (y hasta me enseñó la ruta de camión que me llevaría de mi casa al campus), me llevó a que me pusieran y a que me quitaran los braquets, a que me pusieran lentes por primera, segunda, cuarta, séptima y decimoquinta vez, y luego a que me operaran con láser la miopía.
Me trajo al mundo y luego se fue solo. Y nos dejó un hueco perpetuo, una ausencia incurable. Condenados a una orfandad de casa sin techo.
Te quiero con la mejor parte de mi corazón, papá. Vivo con los valores que me heredaste y trato de continuar tu herencia en este mundo. Pero también reniego de que te hayas ido. Estoy inconforme, frustrada, tristísima.
Hoy me puse esa camiseta de calavera que tanto me chulean. Me la puse como un modo de que sepas que me acuerdo de ti, que te llevo vivo y cerca. Pero no funcionó. No hizo ni madres. Esta ropa no cambió nada. Y te sigo extrañando con una desolación de mar en tormenta.
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