lunes, 17 de noviembre de 2014

Ritual de amor materno

Hay algo de antediluviano en los recuerdos que guardo de mi mamá peinándome por las noches, antes de dormir. Anoche, inesperadamente, llegaron a mí. Me senté a la orilla de la cama porque mi esposo me iba a hacer un masaje con un aparatejo que compramos recientemente. Y de pronto, para mi sorpresa, volví a tener seis o siete años y a estar sentada en el borde de la cama de mis papás, con mi cabello larguísimo y las manos suaves y gorditas de mi mamá arreglándolo, como una gata que lame a sus críos.

He mencionado anteriormente que de niña no me gustaba bañarme. Y cuando efectivamente sucedía la ducha, solía ser en esas horas de luz ambigua entre que la tarde muere y la noche se instala. Y poco después llegaba la hora de dormir, así que mi madre resolvió secarme el pelo con una secadora y cepillarlo cien veces antes de acostarme en mi recámara.

No podía haberme dejado el cabello mojado o húmedo siquiera, porque mi mamá creía que se me podía maltratar mi melena o, peor, que yo me podía resfriar. Ciertamente, nunca me he acostumbrado a dormir con el pelo húmedo. Sobre todo porque desde la universidad me acostumbré a bañarme por las mañanas, justo después de despertar, para marcar una diferencia entre la hora nocturna y la diurna, para oxigenarme el cerebro y limpiarme de la pereza. Y si añadimos a esto que el tamaño de mis rizos era de menos de diez centímetros, se comprenderá que prácticamente desconozco la experiencia de dormir con la cabeza empapada.

Pero este no es un texto sobre mis hábitos o sobre la mejor forma de encontrar la comodidad en las noches. Estos son apenas unos apuntes someros que tratan de expresar entre líneas el amor inmenso que recibí en mi infancia por parte de mi mamá, y el amor inmenso que despertó en mí hacia ella y hacia el mundo entero, creo.

Regularmente estaba muy cansada ya a esas horas, y me parece recordar que a esa edad los regaderazos me cansaban más de lo que en ahora, en mi vida adulta, me vigorizan. Así que como un fantasma dócil, arropada en mi pijama me subía a la cama de mis papás, del lado en que dormía mi papá, el que está más cerca del baño, y me entregaba a las decisiones y modos de quien me trajo al mundo. A menudo me quedaba dormida en ese quehacer.

Me arrullaban la oscuridad del cielo, el zumbido de la secadora esforzándose por desterrar el agua de la selva capilar de mi cabeza y el recorrido uniforme del cepillo desplazándose a través de los caminos sinuosos que son las mechas de mi pelo. Aunque también es cierto que frecuentemente me despertaban e incluso me hacían llorar los nudos que, protestando en abierta anarquía, impedían el paso del civilizador cepillo y éste, como cualquier misionero que busca traer el progreso, se empeñaba en abrirse paso y domar a los rebeldes. "¡Ya, mami!", gritaba la niña Sarita, víctima de la herencia de tirabuzones que padres y abuelos se habían encargado de dejarle. Y de los sutiles ruiditos nocturnos emergía un sonido dulce y lleno de misericordia y vida, como una miel ambarina de calidad extraordinaria. La voz de mamá cargada de consuelo.

Por otro lado, el afán por conseguir para mí una melena hermosa con el ritual de un centenar de cepillazos me llena, a mis 26 años, de ternura y gratitud. Hoy en día difícilmente me cepillo el cabello. Cuatro, cinco veces después de bañarme y deshacerme los nudos con mis manos convertidas en garras recubiertas de acondicionador. No he vuelto a conseguir esa textura suave y ondulada, amaestrada. Ahora es inequívocamente una cabellera china, suave, pero desorientada en su energía.

Creo que finalmente se reduce a la amabilísima sensación de estar en un contexto no sólo inofensivo, sino rodeado de cariño, de bienestar. Soltar el cuerpo y el alma en una piscina rellena de amor incondicional. Ahora que me adentro en ese recuerdo es como si la habitación principal de la casa en la que crecí fuera un rincón de magia y seguridad. Y tras abandonar ese rincón, me iba peinada, bonita, seca, a entregarme a otros brazos amorosos: los de Morfeo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tu melena te aporta un 50% de tu sensualidad!