jueves, 30 de octubre de 2014

Estampa vespertina de parque

El perro corre. Pareciera que cada una de sus patas se mueve a un ritmo distinto. El espectáculo es bastante gracioso: un galope descoordinado y feliz. Si yo fuera perro también correría así. Sin ton ni son. En ocasiones va por adelante, en ocasiones por detrás. A veces se queda atorado en un área minúscula del pasto, oliendo intensamente algo que desconozco por completo pero que parece fascinante. Algunas veces bautiza esa historia que huele con una pequeña orinada. Luego se desatora de ese sitio y se va como loco, como perseguido, a la siguiente aventura. Se mete entre parejitas que se sientan en los bancos, o se sube a los bancos a hacerle breve compañía a algún solitario, se les avienta en la cara a perros desprevenidos, de todos los tamaños, que lo reciben o lo rechazan. Sea como sea, tras el encuentro, mi perro reanuda la marcha feliz, ligero, habiendo olvidado todo. Hay algo verdaderamente profundo y humano en la forma que tiene este can de existir. Es un maestro de la vida, de la felicidad, del amor.

Por un momento me sustraigo del trajín al que me ha sometido mi amigo de cuatro patas y de pronto entro en un estado de gracia. Como si Dios me hablara, allí y entonces. Una especie de epifanía de la existencia de Lo Bello, Lo Bueno, Lo Verdadero. Un insecto (¿grillo?) hace un sutil barullo en el trasfondo de la escena. Volteo alrededor y no hay nadie. Sólo un cielo azul y abajo de él y encima de mí, un tabachín. Un árbol hermoso de hojas delicadísimas y hermosas como una bailarina de ballet. Como una pluma o un encaje o las manos de mamá. Y unas floras rojas intensas. Como si fuera, al mismo tiempo, una sonrisa cómplice y un sexo provocador. A mi perro le encantan las vainas que de él se desprenden, pero mi marido le ha prohibido metérselas a la boca. Ahora se consuela oliéndolas, a veces.


Estoy ahí, pues, como suspendida (flotando, levitando), envuelta en el sonidito de una criatura que desconozco pero que algo hay en su canción que reconozco en la mía propia; cobijada por aquel tejido finísimo de un verde exquisito y vivo; sola; bendecida por un viento calmo que sólo pretende saludarme y darme un abrazo tierno, cordial, como alguien que estima en sumo grado a alguien más. Sin esperármelo, el amor de Dios se me ha revelado en el parque, como un momento cualquiera. La Gracia de Dios me hizo suya y yo misma me volví gracia. Y por ello, doy gracias.

No hay comentarios: