viernes, 24 de octubre de 2014

Alegato contra los infantes viajeros

Seamos francos: los niños son insoportables en una multiplicidad de ocasiones. Interrumpen las reuniones familiares, estresan en el banco, perturban en las salas de cine. Son un método probado para desgastar los nervios, no ya sólo de los pobres y enjundiosos padres, sino del común de los mortales. 

Y es que en gran medida, los menores resultan tan desgastantes porque son preciados. Representan el futuro de la humanidad, son depositarios de nuestra esperanza y son la mejor manifestación del karma: todo el amor que les damos, nos lo regresan. 

Pero una situación en la que me veo especialmente afectada es en los autobuses que viajan de una ciudad a otra. La aparición de críos en el escenario es pavorosa. Significan, comúnmente, llantos, berrinches, vómitos, vocecitas chillonas que no encuentran descanso y cómo no, significan también funestas patadas al asiento. 

Pero en lo que también se traduce la existencia de un infante viajero, y que es inconmensurablemente peor, es en un padre o madre que está histérico y que, a pesar de gritos y esfuerzos, no logra controlar a su descendencia. (¿Será directamente proporcional la histeria con la falta de control? Más aún: ¿es la histeria falta de control?) Qué gusto da ver a jefes de familia que de hecho consiguen disciplinar a sus hijos. Y qué gusto da, por supuesto, ver a niños jugando al muertito durante todo el trayecto. 

Ahora me encuentro viajando de un sitio a otro. Y mientras que pude haber hablado de la mujer sentada a mi lado, gorda y de brazos pozoleros que no consiguen quedarse pegados al tronco de su cuerpo y en cambio me propina codazos de vez en cuando, rubia de paquete de 35 pesos en Walmart y comedora compulsiva de galletas Emperador, no lo haré. 

Simplemente le dedicaré todo mi desprecio al niño atrás de mí que sigilosa y efectivamente me esta fastidiando los riñones con sus pataditas castrosas. Los odio, niños de autobús. Los odio. 

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