Y es que en gran medida, los menores resultan tan desgastantes porque son preciados. Representan el futuro de la humanidad, son depositarios de nuestra esperanza y son la mejor manifestación del karma: todo el amor que les damos, nos lo regresan.
Pero una situación en la que me veo especialmente afectada es en los autobuses que viajan de una ciudad a otra. La aparición de críos en el escenario es pavorosa. Significan, comúnmente, llantos, berrinches, vómitos, vocecitas chillonas que no encuentran descanso y cómo no, significan también funestas patadas al asiento.
Pero en lo que también se traduce la existencia de un infante viajero, y que es inconmensurablemente peor, es en un padre o madre que está histérico y que, a pesar de gritos y esfuerzos, no logra controlar a su descendencia. (¿Será directamente proporcional la histeria con la falta de control? Más aún: ¿es la histeria falta de control?) Qué gusto da ver a jefes de familia que de hecho consiguen disciplinar a sus hijos. Y qué gusto da, por supuesto, ver a niños jugando al muertito durante todo el trayecto.
Ahora me encuentro viajando de un sitio a otro. Y mientras que pude haber hablado de la mujer sentada a mi lado, gorda y de brazos pozoleros que no consiguen quedarse pegados al tronco de su cuerpo y en cambio me propina codazos de vez en cuando, rubia de paquete de 35 pesos en Walmart y comedora compulsiva de galletas Emperador, no lo haré.
Simplemente le dedicaré todo mi desprecio al niño atrás de mí que sigilosa y efectivamente me esta fastidiando los riñones con sus pataditas castrosas. Los odio, niños de autobús. Los odio.
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