martes, 14 de octubre de 2014

Notas de un resentimiento reminiscente

Mi mamá decidió llevarme al mismo (estúpido) pediatra hasta pasada la edad adulta, cuando ya resultaba vergonzoso y socialmente inaceptable. Yo accedí a ir porque... Digamos que soy poco conflictiva y altamente adaptable. 

El caso aquí es que a muy temprana edad, dicho pediatra, cuyo nombre conservaré anónimo por la falta de energía para hacerle la perrada de desprestigiarlo públicamente, comenzó la edificación del castillo de mis inseguridades. 

A los ocho años (creo) me dijo "tienes el cuello muy gordo". Sin nunca haber considerado el grosor del tronco sobre el cual de apoya mi cabeza, la Sara infante se quedó petrificada en la camita de su consultorio, atónita ante la noticia de un desperfecto (más) en mi anatomía, desnuda (de la garganta, por lo menos) y al alcance de la burla de mis compañeros que, bien pensado, seguramente eran más que conscientes de la obesidad de mi pescuezo.

Por supuesto, mi gaznate era de tamaño regular y nadie había notado su supuesta gordura, aunque si se veía con ojos de quererme encontrar gorda, iban a encontrarme gorda. Mi mamá, claro, después de verme con atención, concluyó "pues sí, lo tienes un poquito gordito". 

Fue hasta muy entrada mi edad universitaria cuando logré librarme del fantasma del cuello gordo. 

Pero ojalá fuera el único reclamo que tengo contra aquel doctor poco profesional de mi infancia (poco profesional también). La inseguridad que más me alimentó y más marcó mi vida fue la de "tienes los ojos demasiado grandes". Y los midió con una estúpida regla para medir ojos que estoy segura que los avances tecnológicos ya sacaron del mercado. Y dijo que estaba en el límite. Pero, una vez más, en vez de incitarme a que me concentrara en ver la belleza de mis ojos de vaca, inclinó la balanza hacia la fealdad propia de un sapo.

Esta burla me acosó por los salones de primaria, secundaria y prepa. Creo que fui capaz de soltarlo, también, hasta la etapa universitaria. 

Y sólo escribo estas líneas para mandarle energías perturbantes y pesadillescas a ese médico y decirle "¡No me he olvidado de tus fechorías, perro del mal!". 
 

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