lunes, 20 de octubre de 2014

Sueños

Hace años tuve un sueño que no fue exactamente una pesadilla, pero que me asustó mucho. Había algo muy sórdido en él.

Recuerdo poco: estaba en una manifestación estudiantil junto con muchos otros jóvenes en un canal urbano, exigiendo no sé qué cosas. Luego estuve en un campo de béisbol, donde había una torre de agua. El lugar estaba desierto y en el extremo superior de la torre, donde está el recipiente con el líquido vital, había un chico que era mi novio o me gustaba o yo le gustaba a él: nos besábamos con ferocidad. Por último, recuerdo haber estado viviendo en un edificio de departamentos en una ciudad enorme, anónima y contaminada. Pero yo no vivía en uno de los departamentos. Mi hogar era el cuarto de servicio que estaba en la azotea, minúsculo, sucio, a la intemperie. Había alguien que quería entrar en mi casa, por las noches, y me tenía que proteger de él. Era un hombre pero al mismo tiempo era el diablo.

Me acuerdo que la mañana siguiente de ese sueño me desperté con una sensación siniestra de peligro, de abandono, de locura. Fue muy agradable abandonar esa realidad onírica tan verosímil e intensa.

Hace mucho, también, tuve otro sueño tenebroso. Estaba en Guadalajara, aunque la ciudad de mi cabeza no era la misma que la capital jalisciense de la Minerva y los Arcos. Era otra Guadalajara pero la misma. Inmensa, acelerada. Había algo muy árabe en la gente de esa ciudad imaginaria. Yo caminaba y caminaba y llegaba a un mercado que ocupaba toda una manzana y era el interior de un edificio que era una mezcla entre alhóndiga y el Taj Mahal. Había mucha gente, mucho ruido y mucho movimiento.

Fuera de ahí, cerca, había una glorieta con una fuente. Comenzaba a anochecer y yo seguía caminando. La Sara del sueño estaba llena de ansiedad (cuando siento ansiedad en grandes cantidades, me empiezan a doler las rodillas) pero había una fuerza que me empujaba a seguir andando. Me adentraba poco a poco en una zona de la ciudad con espacios gigantes llenos de gente, como los centros históricos a mediodía. Estaba perdida, lo sabía, no podía parar de caminar y era presa de un miedo sobrecogedor que me impedía preguntar por direcciones. Supongo que la atmósfera que permea ese sueño es el de la violencia agónica de un laberinto poblado de desconocidos atemorizantes.

Esta noche tuve dos sueños. En el primero, estaba en una ciudad colonial, como Guanajuato o Querétaro. Había ido por un congreso o una conferencia o un evento importante, algo así. Estaban ahí mi hermano, mi mamá y un muchacho flaco a quien no puedo llamar mi amigo pero que en algún momento cruzó su camino con el mío. Al parecer estábamos en un lugar público, era de noche, y había que trasladarnos al hotel. Mi mamá se fue, feliz. Mi hermano y el chico que conozco se marcharon también, sin esperarme a pesar de que se los había pedido explícitamente. Cuando salí a su encuentro y me di cuenta que ya no estaban, me emperraba y me iba caminando sola, enojada, sin miedo a causa de la adrenalina que me ofrecía la rabieta.

Cuando llegaba al hotel, me daba cuenta que era un lugar extrañísimo, con varios desniveles y con apariencia de museo instalado en una hacienda o una casona del siglo XVI. Me daban la llave de mi cuarto y una bicicleta para recorrer el hotel y la ciudad. Al llegar a la habitación me volvía a topar con mi hermano y el otro muchacho. Me saludaban y yo, enojadísima, me salía sin decir nada, montada en la bicicleta que me llevó contra el viento lejos de aquellos dos patanes. El muchacho se salía atrás de mi, angustiado, pidiendo clemencia y mi atención. Más coraje me daba.

El segundo sueño, el que estaba teniendo para la hora en que sonó el despertador, estaba protagonizado por mi marido y por mí. Al parecer trabajábamos para una revista de fotografía profesional y habíamos ido a algún lugar exótico del mundo comisionados para capturar la vida y los escenarios locales. Inventábamos y usábamos algo que se llamaba La Técnica Pony o El Efecto Pony.

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