martes, 21 de octubre de 2014

El miedo a cierta oscuridad

Todos tenemos temores. Algunos de ellos son irracionales. Es decir, no están fundamentados en la realidad. Yo también tengo los míos.

Uno de ellos es enfermar de Alzheimer, o sufrir una eventualidad que impacte negativamente a mi cerebro y que haga que olvide el lenguaje, que olvide hablar, que olvide todo. (Una vez leí la historia de una mujer brillante -¿escritora?- que sufrió algo que le hizo olvidar el nombre de las cosas. Creo que era un documental en blanco y negro. Tristísimo.) (Por otro lado, abundan las historias de los artistas que pierden lo que más necesitan para su creación: Borges y su vista, Beethoven y su oído, por mencionar dos muy famosos. ¿Por qué no habrían de escapárseme a mí mis preciadas, mis necesitadas, mi repudiadas palabras y memorias?)

No sé por qué. A veces tengo fantasías al respecto. Tristes, siempre. En ellas soy una señora (nunca una joven) indefensa e inofensiva que necesita de los demás en la misma medida en que los desconoce y los teme. Sin amarras, suelta de este mundo, pendiendo de un pequeño hilo, conformado por quienes me aman y se esfuerzan por mí, por hacerme recordar o por lo menos, por tenerme paciencia.

De repente tengo la impresión de que mi memoria es muy buena. Me acuerdo de qué tenía puesto cierto día de hace cinco años, o nombres o personas o lugares o frases o fechas que son más o menos remotos o insignificantes.

Pero a veces también me ataca la angustia de pensarme como una olvidadiza crónica. Sobre todo en el ámbito de lo inmediato. Me dicen "vámonos de compras" y me arreglo, me calzo, dejo limpio mi espacio, y olvido el dinero. Voy al médico, me dice que estoy mal, que compre tales medicinas y por completo se me pasa llegar a la farmacia en el camino a casa. Estoy cocinando y en la plática se vuelven invisibles los tiempos, los fuegos, los ingredientes. De tal suerte que temo el completo olvido.

Todo esto lo traigo a colación porque ayer (¿hoy? -y aquí se comprueba el punto del párrafo anterior) estaba pensando en  que siento un poco de pena ante la idea de repetir aquí temas y textos tratados con anterioridad. Muchas veces, cuando estoy escribiendo, tengo la impresión de haber ya redactado aquí mismo algo al respecto, y la única razón por la que sigo adelante es porque 1) no tengo la certeza de que así sea, 2) me da pereza comprobarlo y 3) en el caso de que así sea, prefiero la desvergüenza de repetirlo que el esfuerzo de idear otra publicación.

Pero la verdad es que esto es algo así como una advertencia para ustedes, lectores. Si vuelvo a hablar de mi pediatra odioso, de Acaponeta, de mis sueños, habrán de perdonar. Algunos de ellos son equivocaciones ingenuas; otros, obsesiones que me persiguen.

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