lunes, 6 de octubre de 2014

Ninfomanía y superficie.

Precisamente hoy me topé en el mundo digital con un video de un periodista que da un discurso para hacer conciencia sobre la importancia de ralentizar nuestras vidas, que se han vuelto tan aceleradas. 

(Ahora que lo pienso, ayer o antier precisamente estaba leyendo una apología a las siestas escrita por el gran ensayista Jesús Silva-Herzog Márquez, donde habla del descanso como un bastión íntimo de subversión contra un sistema que pretende arrebatarnos nuestro tiempo. Será que estoy atrayendo el tema, ahora que estoy tan cerca de terminar la maestría y cuando empiezo a prospectar la vida que llevaré una vez titulada, que espero que sea una de satisfacción y conciencia.) 

En él habla acerca de un movimiento internacional nacido en Italia muy parecido al ya conocido Slow Food Movement, aunque éste se refiere a otro placer que no es el gastronómico: el sexual: Slow Sex Movement. 

Mucho (¿cuánto es mucho?) he reflexionado sobre el tema del sexo apresurado, superficial e impersonal. Hay aquí, en este mismo blog, un texto que reflexiona sobre el tema (escrito quizás de forma más categórica e inmadura: data ya de algunos años). Tal vez porque siempre he tenido dificultades para tener sexo sin amor, con prisas, por encimita ("por encima" es una paradoja física insoportable para mí como mujer, precisamente porque a pesar del contacto profundo, de la recepción, de la penetración, la noción de que fuera algo superficial me parecía enloquecedora). Terminé comulgando con la idea de que mi cuerpo es un templo y la entrada a él, en cualquier sentido, requiere de un proceso sagrado. 

Si bien trato de no juzgar a quienes toman este camino, de la satisfacción sexual y la búsqueda del placer físico independiente de la satisfacción espiritual y la búsqueda del placer emocional, es cierto que en el fondo opino que se están perdiendo de algo estupendo. Insuperable, a lo mejor. 

"The secret ingredient to sex is love", dice uno de los personajes de la película Nymphomaniac, la última de Lars Von Trier, que vi recientemente, tras un periodo dubitativo donde no sabía si valdría la pena sentarme a ver mujeres y hombres desnudos haciendo algo que prefiero practicar antes que contemplar. Joe, la protagonista, contesta a esta frase saliendo de la habitación enojada, decidida a seguir su propio camino, bastante distante del que había encontrado su interlocutora. 

La película no me molestó. No sé si me gustó. Me desconcertó. Ciertamente no fue incómoda la parte sexual, puesto que fue mucho menos explícita o poderosa de lo que había escuchado que era. Pero sí me atrevo a decir que despertó en mí una mezcla de ternura, lástima y compasión la vida convulsa del personaje femenino principal. Y la forma terrible en que termina el film. 

Un amigo me decía que a él no le parece que hubiera una adicción al sexo, sino una búsqueda por placer como la de cualquiera de nosotros. El asunto está en que la línea que distingue el éxtasis corporal de la trascendencia espiritual es muy fina en apariencia, y fácilmente se pueden confundir. Así pues, es común ver a seres que lo que desean es ser amados y contraproducentemente se lanzan a un círculo vicioso en el que entregan el cuerpo para recibir el alma, pero a más complacencia física menos satisfacción amorosa y así ad infinitum. Sólo así me explico ese grito desgarrador que cierra el largometraje, en el que Joe parece estar inevitablemente aislada en sí misma. 

La sensibilidad requiere de tiempo, de espacio, de estar alerta, de vivir cada parte del proceso, cada sensación. Por eso automáticamente me adhiero al Slow Sex Movement, para sentirlo todo. 

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