miércoles, 22 de octubre de 2014

Llamadas del mundo exterior

Hoy en día soy presa de una aversión instantánea y abrumadora cada vez que mi celular vibra. El timbre del teléfono de la casa también me estresa, pero puedo delegarle a mi marido la tarea de contestar. En mi número privado, sin embargo, la situación cambia. Es a a quien buscan; yo quien es requerida por alguien de rostro e identidad desconocidos. Así, mi realidad inmediata y tangible queda suspendida, interceptada por la voluntad de alguien de comunicarse conmigo.

Cuando conozco el número de quien remite la llamada y en mi pantalla móvil me aparece un nombre familiar, por lo menos sé (más o menos) a qué enfrentarme. Qué intenciones, qué temas, qué tonos, qué duración vienen con esa conversación. Aún así, no obstante, siento aprehensión. ¿Por qué me llaman? ¿Por qué están pensando en mí? ¿Para qué me quieren? ¿Por qué no me mandan un mensajito, mejor? Hay algo terrible en la imprevisibilidad y la intimidad de una voz en mi oído sin cara, sin cuerpo, sin control.

Podrá parecer un rasgo lamentable en mi personalidad, casi paranoico u obsesivo. Puede que así sea. Sin embargo, parte del problema nació cuando en este país se volvieron comunes y hasta populares las llamadas para extorsionar (nunca he recibido una y planeo que la cifra permanezca invariable). También, cuando los bancos comenzaron una política desvergonzada de acoso y violación de la intimidad, llamando a cualquier hora y con cualquier diabólico propósito: más crédito, un seguro de vida, un préstamo, una deuda. Y el abuso bancario ha llegado al grado de que dan luz verde a cualquiera de las anteriores aunque uno diga que no. ¡Basta! La solución radical es no contestar y eso es lo que hago yo. Nunca contesto llamadas de teléfonos que desconozco, sin importar la lada.

Además de lo anterior, por supuesto, hay un ingrediente personal. Muchos sujetos sabrán cómo lidiar con las situaciones mentadas: colgar, ignorar, resistir, burlar. Pero yo, aparte, tengo una característica que muchos en el mundo comparten conmigo pero que no por ello resulta menos solitaria, aislante, atemorizante: me cuesta trabajo establecer límites con el entorno exterior (incluidas personas y situaciones). Es decir, no siempre soy la mejor defensora de mis intereses. Me cuesta trabajo decir "no", "deténgase", "váyase", "me molesta", "estoy en desacuerdo" o, entrados en calor, "chingue a su madre". Es más, para resumirlo todo: se me dificulta el simple hecho de entrar en calor. Siempre trato de resolver las cosas de manera cool, fresca, tranquila, fría, calmada. No me gusta enojarme (es mal karma y además me provoca dolor estomacal) pero, principalmente, no sé cómo ni cuándo ni dónde hacerlo.

Así pues, determino no coger la llamada. Prefiero ni siquiera establecer la conexión (con desconocidos, como ya he dicho. A quien sí reconoce mi celular le concedo el botón verde de aceptar, con agonía pero buen ánimo). Y hay en esto algo triste, nostálgico, como de proyecto fallido. Una meta pequeñísima, como enlazar una llamada (aunque esto es relativo, pues las hay de carácter vital), puede naufragar y convertirse en una botella en alta mar con un mensaje en su vientre que a nadie ha de llegar.  Me pregunto cuántas voces lindas o información relevante he dejado al margen, sin la oportunidad de manifestarse. A veces fantaseo con las historias que hay detrás de la vibración anónima de mi celular, que abandono a su suerte y, tras un momento de insistencia, se extingue.

He tenido la ocasión de conocer algunas de estas historias con las que a veces sueño despierta. Por ejemplo, una vez me di cuenta que tenía dos llamadas perdidas de dos diferentes números con lada de Guadalajara. Aprehensión. Continuación de mis actividades. Más tarde, me llama Fernando, cuyo número móvil tengo registrado en el mío. "¡Hola, Fer, cómo estás!" "Bien, gracias. Te llamé hace rato desde mi casa". "¿Ah, sí? ¿Cuál es tu número?" "Tal" Lo compruebo en mi base de datos telefónica, efectivamente coincide con uno de los dos. El otro permanece como un enigma. Aprehensión. Continuación de mis actividades.

No recuerdo que yo fuera así antes. Es más, de estudiante disfrutaba las llamadas y me parecían divertidas, amenas, una forma de estar en contacto con los amigos o los novios. Quizás el mundo no era tan amenazante entonces. Los bancos me propinaban su indiferencia y el narco aún no había colonizado el país descaradamente. Pero mi verdad ahora es que, a pesar de ser licenciada en Ciencias de la comunicación, no quiero comunicarme, no quiero una comunión ni una comunidad ni poner en común asuntos con otros. Por lo menos no a través de llamadas telefónicas. Lo que quiero es sustraerme de este mundo vano. Recluirme en el mío, conformado por ciertas personas físicas y muy queridas, y tratar de mantenerlo coherente, agradable, compasivo, amoroso.

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