viernes, 10 de octubre de 2014

Un día de gala en La República Mexicana

La primera vez que la vi tenía un gesto de sufrimiento, como de asco hacia su propia vida. Estaba barriendo La República Mexicana, la escuela a la que iba mi hermanita. Desde ese día les dije a mis papás que yo recogía a Samantha diario. Ellos encantados.

Al llegar, lo primero que hacía era buscarla a ella, no a mi hermana. Registraba todo el lugar con la vista hasta topármela. Luego me quedaba cómodamente sobre mis pies, observándola. Barría, trapeaba, sacudía. Siempre limpiando. Y desplazándose con ese paso lentísimo, castigado. Era la típica gorda que evidenciaba el peso de su peso.

Había algo en ello que me causaba un morbo irresistible. Sería que su desgracia y la mía eran la misma. Me daban tantas ganas de lanzarme a su cuello y estrangularla como de vomitar todo lo que comía o de romper los juguetes de Sam. Algo en ella, igual que en todo, merecía morir.

Me lo empecé a plantear con más seriedad después de algunos meses, cuando sentía que la amaba tanto como la despreciaba.

La verdad es que no soy de esa gente que se obsesiona con algo y se la pasa pensando en ello. Yo hacía mi vida, dormía normal y sólo me enganchaba viciosamente con ella cuando la tenía en mi mirada. Por eso realmente no hubo ocasión de planearlo.

Podría decirse que simplemente sucedió. Ese día tuve el impulso y la noción de que era correcto. Los astros se alinearon, como dicen. Estaba muy concentrada en la explanada, barriendo la basura que habían dejado los niños en los honores a la bandera. Todos los monstruillos vestidos de gala, muy pulcros con su camisa blanca y falda o pantalón beige. Ella, en cambio, sudada, ensuciando su blusa de encaje barato y sus pantalones apretados.

Estaba a la mano, pues, igual que el compás y la escuadra de mi hermana. Me fui directo al cuello, como en aquel video que vi en YouTube. Le grité a Samantha que no se acercara, no se le fuera a ensuciar la ropa.

Y ahí estaba la mujer, tendida en el piso como ballena varada y su sangre embarrada en todos lados, cuando llegó el policía que siempre me pareció amable y educado. Me agarró un brazo y el cuello y yo intenté decirle que estaba haciendo lo correcto, que no se asustara.

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