jueves, 23 de octubre de 2014

La regadera y yo

De pequeña, detestaba la hora del baño. En algún lugar leí que es común que a los niños no les guste bañarse, porque implica que el juego queda suspendido en pos de la limpieza. La verdad es que yo no sé si eso me aplique a mí, porque no tengo la noción de que yo haya sido muy juguetona de niña. Más bien creo que desde pequeña fui medio melancólica y contemplativa. Pero lo que sí puedo asegurar es que no me gustaba bañarme.

El ritual tedioso de quitarme las ropas, quedar expuesta a la temperatura exterior (lo que frecuentemente se traducía en pasar fríos), echar agua encima y por todos los rincones de mi cuerpo (¡qué insólito: pasar como si nada de estar seco a empapado, qué descomposición, qué fractura de la realidad!), tener que hacer movimientos extraños para llevar al jabón a través de la ruta de su vocación y además, tallar más o menos frenéticamente mi cabeza, llena de chinos anárquicos, gruesos y poco amistosos con el agua. Me parecía una tarea monumental y me provocaba mucha pereza.

Recuerdo una anécdota sumamente vergonzosa y humillante. Yo tenía nueve años y a una prima de visita que venía desde Veracruz. Téngase en cuenta que no la veía casi nunca y tambén que ella es un par de años mayor que yo. Estábamos en el carro, no me acuerdo ya si de salida de la casa o llegando al hogar, dulce hogar de algún mandado. En eso, de la nada, mi mamá me espeta: "Hija, te tienes que bañar hoy, llevas tres o cuatro días (no recuerdo cuál de las dos) sin bañarte". A continuación, un silencio mortal. Hubiera sido mejor que mi papá interviniera con un "Ay, hija", para yo saltar al ataque y defenderme, o que mi prima se hubiera reído para yo burlarme de mí junto con ella. Pero nada de eso pasó. No pasó nada en absoluto. Todos guardaron un silencio de asombro y dolor al enterarse de que mi cuerpo llevaba tantos días en estado de suciedad. Como si se hubieran enterado que yo había entrado ya en la fase de putrefacción. Por supuesto, ese funesto día me bañé.

En la universidad me bañaba diario por la mañana, para quitarme la sensación de cama y darle júbilo al día que apenas comenzaba. Tenía el cabello re chiquito y la actividad de limpiarme en conjunto me llevaría cerca de diez minutos. Me vestía muy rápido, también. No me maquillaba. No me peinaba. Todo era amor y paz.

Cuando egresé y me convertí en nini/freelance/estudiante de todo un poco inventé la política personal llamada "Domingo Sagrado". Me inspiré en la canción esa de Shakira donde decía que no sabe de futbol ni se baña los domingos. Dije "si ella no lo hace, yo tampoco tengo por qué". Así pues, de lunes a sábado todo era frescura y elegancia y los domingos caía en una comodidad, una calidez y un estar seca maravillosos.

Hoy en día, la batalla ha vuelto a librarse. Hay semanas en los que de plano gana uno u otro aspecto de mi persona. Rachas en las que me baño religiosamente todos los días y periodos en los que una oscura complicidad con mis olores se apodera de mi persona. A veces, incluso, voy a las clases de la maestría sin un regaderazo, nomás habiéndome dado una manita de gato.

Y es que ahora, el reto se ha multiplicado: lavar mi cabellera que ahora mide decenas de centímetros (que se sienten como metros enteros), ponerme un jabón especial en la cara que la proteja y la mantenga bella, enjuagarme todo lo anterior, ponerme acondicionador y dejarlo reposar, lavar mi cuerpo y por fin, enjuagar esto último. Después secarme y como la cereza que corona el pastel, armar un turbante en mi cabello kilométrico (no deja de crecer) que dizque lo seque. Uf, la faena es pesada, pero las consecuencias agradables: un olor rico, una sensación de ligereza, el cabello listo para ser peinado de una nueva manera. La relación entre la regadera y yo... de amor y odio.

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