martes, 17 de junio de 2008

La corta y sorprendente historia de Romina Yadira

Romina Yadira tiene planes para la noche. Se deja caer encima el vestido negro, ese que no tiene espalda y con el cual sus nalgas están casi al aire. Se sube la minúscula tanga roja de encaje que le costó 50 dólares en Miami.

Romina Yadira siempre fue una niña sola. Era hija de un narco muy acaudalado que creía que sus hijos tenían que recibir la mejor educación. Por eso (y para tener de vez en cuando gastos honestos) metió a su hija a la escuela de monjas más cara de la ciudad. Todos sus compañeritos tenían miedo de juntarse con ella porque era vox populi el giro al que afanosamente se dedicaba su padre. Al salir de la preparatoria, sola como siempre, Romina Yadira tomó una decisión: voy a ser mejor que los demás, y por si fuera poco, se los voy a restregar.

Romina Yadira se había ya delineado con mucho cuidado y maestría los párpados superiores de sus grandes ojos con un lápiz negro y recién afilado; había también sedimentado copiosamente sobre su superficie facial un polvo beige y denso que le tapaba los poros que ella creía (y efectivamente así eran) muy grandes; había encima de este polvo otro más, aunque dispuesto únicamente sobre los pómulos y de color rosado; sus pestañas, por último, habían sido ya cuidadosamente alargadas y densificadas al extremo con artilugios varios. En este preciso instante, como detalle final, lo que hace es pasar y repasar lenta y concienzudamente el lápiz labial rojo carmesí, acentuando sus ya de por sí gruesos labios.

Romi (como le hubiera encantado que le dijeran los amigos que nunca tuvo) comenzó por ponerse a estudiar arduamente sus libros de la facultad (“Derecho, m’hija, por si acaso”, había dicho su papá); con el mismo empeño pedaleaba las bicicletas estáticas del gimnasio y leía ávidamente las revistas “Hola” y “Quién”. Un buen día se pintó el pelo de negro (“pa’ que te veas más tigresa, wei”, le había aconsejado la prima que había vivido en el rancho de su papá pero que había emigrado a los quince años al norte) y se puso unas uñas postizas largas y llenas de cristales swarovski.

Lo único que hacía falta eran las botas. Esas hermosas y carísimas botas de charol que le llegaban hasta las rodillas, negras como el vestido y el cabello, con 13 centímetros de altura en el tacón, y punta en pico. Las acercó a la cama y ella se sentó. Tomó una cuidadosamente y empezó a deslizar hacia dentro su pierna derecha. Sorpresivamente, incluso para ella misma, Romina Yadira se acariciaba tierna y ferozmente, ambas características al mismo tiempo, su pierna mientras la enfundaba. Una vez que sintió con el dedo gordo el límite del zapato, se recostó sobre la cama y siguió acariciándose hasta llegar a los muslos y al sexo. Tuvo una idea. Se llevó el dedo corazón y anular de la mano diestra a la boca, los lamió despacito, y los bajó al sitio de donde los había arrebatado. Se acarició con mucho cuidado, alerta como estaba de sus propias uñas. Se humedeció. Sonrió. Se limpió los dedos contra la colcha de la cama en un movimiento rápido y descuidado, se incorporó y rápido se puso la bota que correspondía al pie izquierdo.

Romina Yadira cree en dios fervientemente, pero las misas le aburren. Le encantaría conocer París pero le da flojera el vuelo. Nunca tuvo necesidad de acostarse con ningún profesor para ser la mejor de clase. Le encantan los frijoles y la nieve de vainilla. Nunca sonríe en lugares públicos. Rompe sistemáticamente el corazón.

Acariciando rítmicamente al viento con el movimiento de sus caderas, Romina Yadira bajó al garage de su casa, donde le esperaba su Porsche descapotable. Se subió. Lo encendió.

Eran exactamente las veintitrés horas con once minutos cuando en el cruce de dos avenidas importantes se le encaró una luz roja en el semáforo. Frenó. Desinhibida, como de costumbre (ya la describió alguna vez, sin conocerla, Joaquín Sabina: “siempre tuvo la frente muy alta, la falda muy corta y la lengua muy larga”), bailaba y cantaba “Gimme more” frente al volante. Romina Yadira se da cuenta que un coche a su derecha frena bruscamente, pero sigue en lo suyo. Lejos, pero persistente, escucha “Hey, oye, tú”. Voltea. Dos hombres cuyas erecciones se reflejan en sus quijadas ligeramente caídas y sus ojos demasiado abiertos la saludan. Ella los mira fría y firmemente.

Conductor: Hola, mamacita. ¿Te gusta montar cosas buenas, verdad?

Romina Yadira contestó “Sí, me gusta montar mi Porsche y a hombres que no se parecen a ti”. Y el ruido de su coche rompió la tranquilidad de la noche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Romina Yadira...bello cliché

Los “clichés”, o tópicos, como me gusta llamarles, son un recurso extraordinario cuando de desbloquear la actividad literaria se trata; de lo mismo preparamos algo que es tan parecido a lo de siempre, que al final puede tener algo propio y resulta sencillamente diferente. Romina Yadira, castigada por la vida desde su nombre, estigmatizada por la ocupación de su padre y en profundo debate interno por su infinita desocupación, se castiga con aislamiento, ropa cara -más no sabemos si fina-, relaciones superficiales, exhibicionismo y potentes autos (un gran acierto en mi opinión elegir un Porsche, el más femenino de los autos promovidos para hombres), convirtiéndose de entrada en un exquisito tópico de la mujer fatal que, a falta de afecto se enfrenta al mundo con desplantes emanados de consumados aires de superioridad, de los que obtiene una mayor soledad repleta de orgasmos inconclusos -por el apartado de la cama en el que interrumpe un maravilloso momento de satisfacción para terminar de acomodarse la bota faltante, ya que humedecerse no es equivalente a derretirse-, y faltante de amigos.

Romina Yadira…bello cliché al que doy la bienvenida, por sugerir una atmósfera especial, particular, poblada de paradojas que nacen de su personalidad. Espero la próxima entrega.