martes, 2 de septiembre de 2014

Yo, mujer.

A mi marido, por su amorosa contribución a la mujer que soy y por recordarme, tan gozosamente, que lo soy. 

Me di licencia de no escribir por cuatro días, así que me ausenté de estas tierras electrónicas. No puedo decir que lo siento, pero sí que ya volví y que estoy alegre por ello.

Algunas cosas lindas pasaron en estos días. La que sobresale es platicar con mi amiga Emicel sobre cómo han ido cambiando nuestros gustos, la preferencia que hemos ido desarrollando por las actividades domésticas y una vida de relativa calma, sin demasiadas fiestas ni gente ni calle. Me sentí feliz con la comunión que sentí entre nosotras dos y con la agradable combinación de tener una conversación honesta e íntima con una amiga de la universidad y escuchar de fondo canciones del álbum "Ten", de Pearl Jam, interpretadas en vivo por una banda cuyo bajista estaba vestido con una falda escocesa. Canciones que me recuerdan a los días de la adolescencia, la inconformidad, la calle, el ruido, el alboroto de fiestas, la agitación interior para salir de mi espacio y rodearme de gente, especialmente de hombres, que durante mucho tiempo fue el género con el que me sentía más cómoda. Las mujeres me parecían superficiales, competitivas, aburridas, hipócritas, cursis, manipuladoras, vanidosas. Y desde mi experiencia vital, yo estaba en posición de hacer esas críticas feroces, porque no me veía a mí misma como femenina, sino como masculina. Una mujermasculina. Mujerhombre. Mujernomujer. Renegaba de mi pelo (y lo corté), renegaba de mis pechos (y los oculté bajo ropas flojas), renegaba de los estereotipos de belleza que me prohibían terminantemente considerarme bella (así que nada de maquillaje, nada de tacones, nada de vestidos o faldas).

Pero no fue eso de lo único que renegué. También me molestaba la noción de vulnerabilidad, de seres emocionales y sentimentales en oposición a intelectuales y racionales. Por eso, yo decidí ser siempre fuerte, incansable, autónoma, autosuficiente. Y también decidí almacenar todas mis opiniones y mi sentir en el estómago y en la garganta (curioso: las dos áreas de las que siempre estaba enferma, desde los 14 hasta los 24 años), porque era ridículo expresarlos. Me sentía débil e inferior al expresarlos. Me sentía mujer. Me sentía tonta, torpe, incómoda, trágicamente desnuda. Expuesta a la crítica y la burla de otros. Y paradójicamente, ese silencio me hizo aguantar humillaciones, rechazo, desdén. Sobre todo de algunos hombres (¿sería precisamente porque los prefería, porque los admiraba?). A veces visito recuerdos de algunas bajezas que viví estoicamente y ahora, en mi versión del pasado, cada vez que me dicen o hacen algo grosero, yo les grito "¡Imbécil!" y me voy para nunca volver. Con el tiempo he descubierto que era falta de respeto por mí misma, porque ni mi opinión ni me sentir eran ridículos o tontos o torpes. Eran míos. Y merecían respeto, a toda costa.

Ayer, más o menos a esta hora, estaba sentada en el asiento del copiloto, en el coche familiar, llorando en el hombro del conductor, mi marido. El cielo lloraba junto conmigo. Estábamos estacionados frente al restaurante donde me había invitado a cenar, y yo no podía ni quería salir porque estaba hecha una pena, como dicen los españoles. Habíamos dedicado la tarde a buscar ropa o zapatos o accesorios para mí, porque recibí un dinero en mi cumpleaños que decidí gastar en cosas lindas que halagaran y resaltaran mi belleza, que ahora reconozco con generosidad. Pues bien, lloraba porque me sentí como fuera de órbita. El problema empezó en el hecho de que casi nada seducía mi vista. Luego se empeoró cuando me quejé de prácticamente todo lo que me probé, y casi todo lo que me probé se quejó de mí. Unos pantalones que no me hacían ningún favor, otros pesados que obstruían mi movimiento, una falda que en una talla estuvo muy grande y en otra apretada, shorts demasiado cortos, vestidos demasiado formales, prendas cuyo precio son un insulto, ya no sé si a la inteligencia o a la decencia. Por un momento me supe perdida entre una imagen de formalidad y elegancia que ahora, asumida mi femineidad, conforma mi ideal de vestimenta pero se contrapone al clima del sitio donde vivo; unas prendas frescas pero informales y sueltas que me recuerdan demasiado a quien era antes y que ya no quiero ser; tacones que me coquetean pero que retan a mi sentido común y a mi vocación de pedestre comodidad; faldas que acentúan mi figura curvilínea de forma exquisita pero que también revelan una pancita que prefiere permanecer disimulada.

Por un momento no supe si ahora me quiero a tal grado que no reconozco que estoy gorda o si la cantidad de ropa hecha en materiales sintéticos ha ido en aumento o si mi ropa interior no me favorece o si estoy en crisis entre vestirme como señora o como muchacha costeña o como estudiante metropolitana o si el diseño de las prendas se hace pensando en mujeres sin muslos ni cadera ni un vientre que no esté pegado a la espalda. Y lloré. Lloré un buen rato. Lloré todo lo necesario. Lloré el desconsuelo de sentirme incomunicada entre mi universo interior y la impresión que quiero causar entre los prójimos que alrededor de mí se encuentran. Lloré la imposibilidad de celebrar mi corporeidad.

Hoy, a mediodía, también quise llorar. (Hay días y semanas en que quiero llorar cada 6 u 8 horas, como si fuera un tratamiento médico.) Esta vez, porque me di cuenta de que el ideal de autosuficiencia que tengo y que mencionaba antes sigue siendo, aunque en mucho menor medida, un obstáculo para mi entrega completa, para ser realmente vulnerable. Sigo exigiéndome hacer las cosas bien y hacerlas sola, a pesar de que aceptar ayuda, más que una debilidad, es el hermoso regalo de permitirle a otro compartir su bondad y su amor conmigo. La exigencia por ser autosuficiente es, también, no respetar los momentos de debilidad propia. Es un bloqueo en el acto de recibir. Es un bloqueo para la femineidad.

Quiero terminar este texto con gratitud. Agradezco, pues, a mis amigas mujeres, por ser siempre tan hermosas y por haber permanecido conmigo a través de los años en que yo no sabía a ciencia cierta el tesoro que somos. Agradezco a mi mamá y a mi hermana, las primeras mujeres en mi vida, por haber sido grandes factores en mi camino y en la mujer que ahora soy. Y sobre todo, quiero agradecer en esta publicación a mi compañero amoroso, por todo.

No hay comentarios: