domingo, 7 de septiembre de 2014

Común, y por lo tanto extraordinario

Mucho tiempo pasó en mi vida en que fui, sencillamente, Sara Carolina. El suficiente como para acostumbrarme a la idea de ser, solamente y sin mayores aclaraciones, Sara Carolina. Cuando me preguntaban cómo me llamaba, no había necesidad de preguntas y respuestas esclarecedoras. 

Sin embargo, de un tiempo para acá, me han tomado por sorpresa en los consultorios médicos, las tiendas, los Starbucks, las oficinas de gobierno, las ventanillas en las universidades. ¿Sara con Z? ¿Con H al final? ¿En medio? Para mi inconmensurable sorpresa, ayer o antier me preguntaron que cómo se escribía Carolina. Tras un momento para reponerme del impacto, lo único que pude acertar a decir fue "¿con C?".

Me cuesta mucho trabajo imaginarme como Zara Karolina (aunque me gusta la idea de un personaje femenino de ascendencia rusa o polaca, con sangre judía en las venas y un abuelo políticamente activo, perseguido en la Segunda Guerra Mundial y asesinado mucho antes de que nuestra protagonista llegara al mundo, hija de un seguidor de Bakunin melancólico que huyó de Europa para caer, ni más ni menos, que en la capital de la república mexicana). 

Lo que sí es cierto es que pareciera que cada vez más estamos rodeados de niños y adolescentes con nombres producto de una efervescencia por lo exótico y lo extranjero que sólo se explica por aburrimiento de lo conocido y repetido hasta el infinito (Juan, Carmen, Dolores, José, Susana...), por una exposición masiva y no educada hacia las culturas de cualquier parte del mundo, o por el intento de originalidad o elegancia. 

Aquí en México, desde hace ya varias generaciones, nos hemos estado acostumbrando a los nombres anglosajones: Candy, Elizabeth, Brandon, Kimberly, Ethan... También han estado presentes desde hace mucho los nombres, siempre pocos pero muy conocidos, de procedencia indígena: Xóchitl, Quetzalcóatl, Cuauhtémoc, Eréndira...

No obstante, esta tendencia aún más reciente de la que hablo ha incluido nombres indígenas hasta ahora inéditos, que la gente no sabemos cómo escribir, pronunciar o memorizar. (No incluiré ninguno, porque no los recuerdo.) Y también nombres hindúes, belgas, vikingos, celtas, africanos, griegos, italianos, chinos, incas... En fin: el objetivo es ser original y, de preferencia, encontrar una palabra de significado profundo, fértil, bondadoso. 

Con la reciente campaña publicitaria de Coca-Cola, en la que cientos de nombres propios aparecieron en las latas del refresco, se suscitó en las redes sociales un movimiento de burla hacia los nombres que allí aparecían, por ser considerados comunes y corrientes. Andrea, Pablo, Pedro, Ana, Luis... Todos tachados de ordinarios. Claro, hubo miles de criaturas en este mundo (o por lo menos en este país) que compraron las latas para sí mismos, su pareja, su amigo(a), su jefe, sus hermanos o sus padres. Y aunque Sara no apareció en las latas (no sé si Carolina), sí puedo decir que una de las razones por las que esa campaña fue tan exitosa es que eligieron nombres de esta cultura, la mexicana. Será que dentro de algunos años los que llevamos los nombres de esas latas seremos los más simples y por tanto, los más extraordinarios. Que quede claro que detesto toda la publicidad de Coca-Cola, pero me fascina la idea de que un día dentro de muchos años esas latas se conviertan en el recuerdo no sólo de algunos nombres personales, sino de la manera y de las circunstancias en que se nombraba a los hijos.

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