Cuando mi mamá era niña, el río que alimenta (literalmente) a Acaponeta se desbordó debido a una lluvia intensa cuyas consecuencias no pudieron ser previstas. Un día antes, su maestra de primaria les había advertido que al día siguiente tenían que ir forzosamente a honores a la bandera, o entregar una cierta tarea (no recuerdo con precisión) "así llueva, truene o relampaguee". No incluyó la posibilidad de una inundación, así que ningún alumno se presentó.
Las inundaciones (reales o metafóricas) tienen un elemento de sobrecogimiento, incluso de traición. Cuando el agua que cotidianamente nos limpia y da vida a nuestros alimentos se vuelve furiosa y asesina todo lo que encuentra a su paso, quedamos indefensos, víctimas de una agresión que no sospechábamos. Cuando las emociones nos inundan quedamos también pasmados ante una falta de control sobre nosotros mismos, abandonados a nuestra suerte, orillados a la catarsis.
Es muy asombroso el efecto nocivo que pueden tener, en dosis excesivas, el agua o el fuego, dadores de vida en condiciones normales. Son la manifestación de los dioses destructivos, la otra cara de la misma moneda que contiene a la creación.
En esa inundación se fueron fotos, animales, vestidos, documentos, zapatos, camas, muebles... Una devastación tristísima. Una intemperie insalvable. Y no resta más que la aceptación, la resignación.
¿Cuántas cosas nos hemos llevado a nuestro paso cuando estamos dominados por impulsos destructivos? ¿Cuánto hemos destruido, irrecuperablemente? A veces quisiéramos sólo llover, tronar o relampaguear. Pero otras veces nos quedamos de pie, desolados, contemplando la devastación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario