lunes, 8 de septiembre de 2014

Llueva, truene o relampaguee

Recuerdo con mucha claridad la estupefacción, la impotencia, la orfandad que sentí una vez que platicaba con mi mamá acerca de su juventud y al preguntarle si tenía fotos, me respondió que seguramente se las había llevado el río. 

Cuando mi mamá era niña, el río que alimenta (literalmente) a Acaponeta se desbordó debido a una lluvia intensa cuyas consecuencias no pudieron ser previstas. Un día antes, su maestra de primaria les había advertido que al día siguiente tenían que ir forzosamente a honores a la bandera, o entregar una cierta tarea (no recuerdo con precisión) "así llueva, truene o relampaguee". No incluyó la posibilidad de una inundación, así que ningún alumno se presentó. 

Las inundaciones (reales o metafóricas) tienen un elemento de sobrecogimiento, incluso de traición. Cuando el agua que cotidianamente nos limpia y da vida a nuestros alimentos se vuelve furiosa y asesina todo lo que encuentra a su paso, quedamos indefensos, víctimas de una agresión que no sospechábamos. Cuando las emociones nos inundan quedamos también pasmados ante una falta de control sobre nosotros mismos, abandonados a nuestra suerte, orillados a la catarsis. 

Es muy asombroso el efecto nocivo que pueden tener, en dosis excesivas, el agua o el fuego, dadores de vida en condiciones normales. Son la manifestación de los dioses destructivos, la otra cara de la misma moneda que contiene a la creación.  

En esa inundación se fueron fotos, animales, vestidos, documentos, zapatos, camas, muebles... Una devastación tristísima. Una intemperie insalvable. Y no resta más que la aceptación, la resignación. 

¿Cuántas cosas nos hemos llevado a nuestro paso cuando estamos dominados por impulsos destructivos? ¿Cuánto hemos destruido, irrecuperablemente? A veces quisiéramos sólo llover, tronar o relampaguear. Pero otras veces nos quedamos de pie, desolados, contemplando la devastación.

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