viernes, 12 de septiembre de 2014

Otra llegada que antecede a otra partida

Una mancha de incontables puntitos de luz ambarina comienza a divisarse a la izquierda. El autobús se aproxima inexorablemente a la capital nayarita. 

Inevitablemente me llegan los recuerdos de cuando era una estudiante universitaria y venía a visitar a la familia los fines de semana. Ahora tengo un piercing más, un tatuaje más, un marido más, un proceso de maestría más, un kilo de pelo más, unas botas vaqueras más y una definitoria cantidad de amor propio más. El reflejo de la ventana me devuelve la imagen de una cara delgada, cansada, de ojos grandes y boca acentuada por un rojo intenso que prefiero antes que casi cualquiera de mis lápices labiales.

Llego a Tepic después de unas horas de espera en la central camionera, donde la caída del sistema de Ómnibus de México ocasionó un panorama apocalíptico de ballenas urbanas paradas en el límite de la ciudad. Llego a Tepic después de llorar larga y catárticamente, porque nuevamente me ha gritado esa maestra que en vez de ayudarme parece desesperarse de la idea que se ha hecho de mí como molesta o incompetente; porque ante mí yace un mes de intenso trabajo intelectual; porque me duele la cabeza; porque extraño a mi papá. 

Llego a Tepic. Me encuentro ya recorriendo las calles de luces ambarinas. El horizonte escondido tras el manto negro de la noche ha quedado atrás. La llanura que parece infinita se mezcla con la planicie oscura del cielo, cuyas nubes le dan la espalda a las estrellas, que permanecen invisibles igual que las montañas.

He llegado a Tepic. Mañana llegaré a otros lados. Literal y figuradamente.

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