martes, 27 de enero de 2015

Modificando la historia

En mis años universitarios frecuentaba con mi novio en turno un restaurante de sushi localizado en Plaza Bonita, en Guadalajara. Era un sitio de buffet, así que procurábamos ir con hambre y nos atascábamos de rollitos con distintos ingredientes, colores, olores y sabores.

Recuerdo que me molestaba mucho el hecho de que las mesas estuvieran tan pegadas unas con las otras, de tal modo que se dificultaba ir desde nuestra mesa hasta la barra de la comida, una y otra vez, rellenando el plato. También recuerdo que pasamos algunos momentos lindos en ese lugar y que, entre otras cosas, él una vez me dijo que yo era lo mejor que le había pasado en la vida.

Pero lo que más recuerdo es a la hostess. Es decir, a la muchacha que estaba de pie al frente del lugar recibiendo a los comensales y dirigiéndolos hacia sus mesas y sillas: la primera -y la mejor- cara del restaurante (el dueño, o el gerente, o quien quiera que fuera ese hombre que siempre estaba al tanto del negocio, era feísimo).

Siempre usaba unos tacones altísimos, incluso antes de que se pusieran de moda. También le gustaba la ropa entallada y corta: vestiditos, falditas. Era muy blanca y le gustaba ponerse porciones generosas de maquillaje. Tenía unas piernas preciosas -en general su cuerpo estaba bastante bien hecho- y su rostro, a pesar de la máscara colorida con que lo cubría o adornaba, era muy atractivo también.

Sé que ese muchacho que era mi novio tenía una fascinación más o menos declarada por aquella ninfa urbana. Y yo, insegura y celosa, me hundía en espiral en unas fantasías destructivas en las que ellos dos, la bella y la bestia, se trenzaban en un lío amoroso. O me gustaba imaginarme a la señorita propinándole un rotundo "no" a mi extraviado compañero, que se había perdido en el "escalafón estético", como lo llama Phillip Lopate.

De algún modo, las inseguridades propias no permiten que uno vea a los demás como simples prójimos, como individuos que padecen y gozan, tanto como uno mismo. Creo que un agazapado impulso autodestructivo me llevaba a querer imaginar a esa joven como mejor que yo. Yo ya había aceptado de antemano mi derrota en la imaginaria batalla entre ella y yo: sabía que yo era inferior en belleza, en atractivo, en guapura, en simpatía, hasta en ingresos laborales -yo era una estudiante de universidad privada mantenida por mis padres.

Por eso, yo creo, me gustaba imaginarme que ella por fin lograba seducirlo y quedárselo, como si los novios fueran una propiedad o un trofeo -que yo, si así fueran, no hubiera merecido. O me gustaba fantasear con una hipotética humillación que ella le suministraría a él, porque en mi cabeza él era culpable de mis temores y mi desdicha: ella podía ser hermosa, pero él jamás debía haber considerado su existencia.

El tiempo ha pasado, ese chico se ha ido y algunos de mis terrores también. Ya no me molesta que mi compañero mire a otras mujeres, ni me siento indigna de un buen acompañante, ni fea ni tonta ni perdedora. Y, por otro lado, conforme los años se han esfumado, me he podido percatar también que por mucho que fisgoneara otras piernas, ese novio me tenía un gran afecto, un cariño muy especial.

Pero la historia no es lo que pasó, sino lo que recordamos que pasó. Y la realidad no es una existencia objetiva, sino lo que llevamos en la cabeza. Entonces, si a mí me preguntan, ese joven que fue mi pareja en la universidad tuvo un amorío tórrido con una mujer despampanante.

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