miércoles, 7 de enero de 2015

En pie de lucha

Hace algunas horas me sentía apretada entre el pecho y la espalda. Como si me poblara un barullo, un enredo, una madeja de hilo desquiciada. Sentía una mezcla confusa de miedo, enojo y resentimiento. Eventualmente me puse a hablar con mi esposo y el hilo vagabundo y enloquecido dentro de mí empezó a desenredarse, a adquirir más sentido y volverse más aprehensible.

Ayer salimos con una pareja de amigos que están casados. Son canadienses, pero viven la mitad del año en una playa del sur de Nayarit. Construyeron una casa en la que sólo hay puertas para las recámaras y el baño, todo lo demás está prácticamente al aire libre y hecho de modo inteligente, aunque improvisado. Son lo que uno llamaría hippies. Son padres de tres niñas y se mantienen relajados y de buen humor, descalzos, amorosos. Mientras están en México no trabajan, así que su vida es un extendido ocio activo.

Hay algo en la convivencia con ellos que me disparó una reacción psicológica inesperada. Verlos tan libres (de compromisos laborales, de neurosis, de vecinos, de rutina) me hizo sentir opaca, aburrida, citadina, contaminada, enloquecida. De pronto me construí una versión romántica e idealizada de su vida y ya quería vivirla yo, encarnar su piel. Y es que, como ya he dicho antes, yo fui más bien una niña de casa, bastante domesticada y más lectora que juguetona. Mis papás, por su lado, eran unos académicos responsables, un ejemplo a seguir en múltiples sentidos. Pero no eran particularmente aventureros. Así que yo crecí entre dos hermanos adorables pero llenos de hormonas y unos padres entregados a sus obligaciones laborales y familiares. Lo cual me lleva a la próxima cosa de la que quiero escribir.

Desde el lunes pasado, comencé a levantarme a las seis de la mañana para bailar durante 30 minutos, bañarme y a las nueve comenzar mis horas de trabajo ya arreglada y desayunada. Todo esto para incrementar mi calidad de vida, mi salud, mi estado de ánimo. Hoy, mientras bailaba, escuchaba a través de los audífonos el sonido de mis tenis contra el piso. Me angustió la idea de despertar a mi esposo y a mi hijastro (qué fea palabra). Y cuando subí a la recámara para bañarme, me molestó que la puerta hiciera tanto ruido y que mi marido fuera a perder sus preciadas horas de sueño. Me causó un conflicto tremendo que mis necesidades y mis metas tengan como efecto secundario algún tipo de incomodidad para mi familia.

Yo recuerdo con mucha claridad estar pequeñita (cinco, seis años) y decidir por cuenta propia ser invisible, en el sentido de no ser notoria, no dar problemas, no llamar la atención de mis ocupados padres. Me parecía que mis hermanos, adolescentes para ese entonces, ya eran suficiente fuente de angustias para mis progenitores, así que me comprometí conmigo misma a ser la hija sencilla, fácil, adorable. Y así, una tras otra vez, me suprimía en situaciones sociales o familiares. Volverme transparente se convirtió en un hábito tóxico que comenzó a acompañarme a todos lados. No ser una molestia, no llevar la contraria, no levantar polémica.

Fue hasta hace muy poco, con mi último novio (que eventualmente se volvió mi cónyuge), que aprendí que podía ocupar un espacio, usar la boca, tener personalidad propia, opiniones distintas. Comprendí, en pocas palabras, que tengo el derecho absoluto de ser feliz y de serlo siendo yo misma.

Sin embargo, parece que para lograr esa meta debo luchar incluso contra mí misma. Algo que me parece insólito. Y eso era justamente con lo que estaba lidiando esta mañana. Si yo me lo permito a mí misma, si las condiciones son propicias, yo podría pasar todo el día dormida, o leyendo o viendo películas. Es decir: sin salir de casa. Si yo me lo permito a mí misma, podría volverme translúcida: anularme, sacrificarme, ser negligente conmigo misma, con tal de aportar un ambiente cómodo y agradable para mis seres amados.

Ayer le describía a mi compañero y a otro amigo nuestro que siento sed de aventura. En los términos de la doctora Jean Shinoda Bolen y de su libro "Las diosas de cada mujer", Artemisa, la diosa de la vida al aire libre y la libertad, me está gritando que se siente asfixiada, que necesita estímulos, que requiere saberse perdida, rodeada de animales, irredenta, insumisa. Y también siento necesidad de expresar mis emociones, de estar en condición física, de escribir diario, de crear historias y proyectos. Pero todo esto sólo lo puedo lograr si lucho contra la inercia, contra las otras diosas (Hestia y Perséfone), domesticadas, tímidas, inmaduras, dependientes, contra mí misma.

Y aquí estoy. En pie de lucha.

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