martes, 6 de enero de 2015

Saber esperar

Nadie me lo enseñó. No lo leí en ningún lado ni me topé con una entrevista en la radio que hablara de ello. No sé cómo llegó a mi vida (o si acaso me puedo adjudicar la gloria de haberlo inventado yo misma), pero el punto es que tengo una estrategia o, mejor, una metodología para la espera.

Quienes me conocen podrán decirles que soy una persona paciente. A mis alumnos puedo explicarles una y otra vez las cosas, hasta lograr la satisfacción de ver en su carita (no es que sean niños, pero los miro con ternura) que comprenden. A los niños que conozco los puedo acompañar, escuchar, cargar o corregir las veces que haga falta. En una discusión suelo mantener la cabeza fría. En el tráfico... Bueno, en el tráfico me pongo a bailar. Pero mi paciencia no es eterna (y mi marido está para confirmarlo). Hay situaciones, personas, frases, hechos que me sacan de quicio, inmediatamente o poco a poco.

Una de esas cosas que me exasperan es esperar con la sensación de que no hay sentido en la espera. Llega el punto en el que más que aguardar la llegada de alguien, lo que creo que estoy haciendo es abrir la llave del tiempo y dejar que un chorro lleno de segundos y minutos escurra por la manguera de mi existencia. Siento que me voy a caducar. Que me voy a echar a perder, que mi cabello se volverá canoso y mi cara agrietada. Que nada tiene propósito o lógica.

Así que para ahorrarme el delirio, mejor establezco cierta coherencia o reglas básicas al desagradable juego de la espera. Cuando llego al sitio en cuestión, me planto con buena actitud y, sin más adornos mentales, me siento con la esperanza de vislumbrar, pronto, el rostro que busco. Sin embargo, si pasan algunos minutos sin ninguna novedad, entonces entra en acción mi estrategia.

Busco un reloj en la proximidad de mi persona (no llevo uno atado a ninguna de mis muñecas) y dependiendo de dos factores, decido en ese momento la inflexible hora de mi partida. Los dos elementos a considerar son: 1) la importancia de la cita o de la persona desaparecida o impuntual en cuestión; 2) la prisa que tengo o lo fastidiada que me siento ya para entonces (porque la cantidad de tiempo que he esperado sin consultar la hora puede ser muy variable).

Así pues, si son las 16:22 y ya he esperado un buen rato y sólo es para regresarle un libro a alguien, determino que la hora de mi partida serán las 16:30. Ni un minuto más ni un minuto menos. La verdad es que para que esta estrategia funcione requiere de disciplina. Algo, un poco, no demasiada disciplina. Pero la suficiente para tener las agallas para permanecer en un sitio en contra de los deseos y la voluntad propia. No ceder al placer de largarse. Más bien, otorgarse el gusto de haberse sabido paciente, de no darle al otro una posibilidad de excusa por su irresponsabilidad. "Esperé hasta que ya no pude esperar más".

Hace poco, sin embargo, llegué a un sitio donde había acordado verme con alguien a cierta hora. Llegué sin celular, reproductor de música, carro, reloj... Sólo llevaba las llaves de mi casa y un billete de 50 pesos con la cara de un Miguel Hidalgo tan consternado como yo, ignorantes como estábamos de la hora. Evidentemente, no podía establecer mi parámetro para esa situación. ¿Y qué hice? Esperé hasta que ya no pude esperar más. Me largué cuando me sentí harta.

No hay comentarios: