lunes, 9 de febrero de 2015

Una pésima amistad

Tengo muchos años viviendo con el temor de considerarme a mí misma una mala amiga. Permítanme replantear la frase anterior, simplificarla: desde hace diez o quizás más años me considero una mala amiga y dicha consideración me mortifica. Ahora bien, ¿en qué me baso para formular tal juicio?

En primer lugar, y como he reflexionado ampliamente con anterioridad en este blog, no mantengo una comunicación constante con mis amigos de ninguna manera que involucre al teléfono: mensajes de texto, Facebook, whatspp, Twitter, llamadas, e-mail. Ya sé que algunos de éstos también pueden ser utilizados en la computadora, pero debido a mi rechazo general hacia la tecnología y no sólo hacia los celulares, estas redes sociales o herramientas digitales de comunicación quedan eclipsadas también. (Sí, llevo un estilo de vida anacrónico.)

Es decir, la mejor forma en la que opero es presencial. Puedo conectarme de manera más profunda con quienes puedo tener una interacción cara a cara. Me concentro en lo que me están diciendo, los miro al rostro, detecto la sutil comunicación que se desprende de los gestos y los tonos de voz. La verdad es que no soy multitask ni de plática trivial. Más bien me gustan los intercambios intensos, honestos.

Esto que acabo de describir es suficiente para fungir como un mata-amistades. Suelo no enterarme de las grandes (buenas y malas) noticias en las vidas de mis amigos, ni de sus emociones, opiniones, afiliaciones e ideas. Y cuando me reclaman "desaparecida", "perdida", o "ermitaña", no tengo otra opción más que admitirlo.

Lo anterior genera un círculo vicioso: me da vergüenza pensar que mis amigos crean que no los quiero o que no me importan y esto me inhibe aún más de hacer el esfuerzo por contactarlos y sólo deriva en culpa y remordimiento. Y pienso: "mañana" o "la próxima vez que vaya", o "en cuanto tenga tiempo" y la realidad es que no sucede. Simplemente voy postergando la comunicación con quienes más quiero (porque, lo confieso, es el mismo tratamiento que reciben mis hermanos y mi mamá). Podrá parecer inaudito, pero así es: vivo incapaz de enviar saludos o buenos deseos a quienes quiero. En mi cabeza, todo sería perfecto si yo no tuviera que trabajar y viviera en la misma ciudad que todos a quienes quiero y pudiera verlos cotidianamente: ir a sus casas, de compras, al cine, al mercado, al café, a la playa, al cerro.

El año pasado me hice el propósito de hacerle una llamada telefónica por semana a cada amigo o amiga de los que más quiero y atesoro. No lo pude lograr ni una sola vez. Siempre hay algo que secuestra mi tiempo, mi atención o mi valentía: obligaciones, mandados, comidas, libros, videos, charlas, cansancio...

Para reunirme en persona con mis hermanos del alma o de la sangre se presenta otro gran problema: ha transcurrido tanto tiempo desde que vi por última vez a quienes quiero, que la siguiente oportunidad que tengo quisiera verlos a todos el mismo día o la misma tarde o el mismo fin de semana. Y ellos no pueden, o yo termino exhausta después de una o dos citas de intenso intercambio. Además que desde inicios del 2013, con el comienzo de la maestría y el fallecimiento de mi papá, no he tenido un respiro para poder relajarme y simplemente platicar, reencontrarme con mis viejos amores. Todo lo que hago y decido parece inspirado por la responsabilidad de cumplir con algún deber.

Otro argumento que tengo en favor de mi juicio y en contra de mi felicidad, es que durante los mismos diez años en que me he autoflagelado con la idea de ser mala amiga he pasado de novio en novio, priorizando mis relaciones de pareja (o, lo que es lo mismo, mi temor a estar sola) a mis relaciones de amistad. Así que en vez de haber salido cada fin de semana a bares, fiestas, encuentros y tertulias, me organizaba para hacer algo o para no hacer nada, pero casi siempre en compañía de mi compañero.

No se queden con la idea de que no tengo amigos en absoluto, o de que no he tenido relaciones de amistad verdaderas. He hecho viajes, pijamadas y sesiones de llanto y espiritismo con quienes más quiero. Aunque es cierto: me atormenta pensar que no les haya hecho favores, que no haya estado disponible para cuando me necesitaban, que me haya vuelto un cero a la izquierda en sus vidas.

Lo que me consuela ligeramente es pensar que es mutuo: poco me llaman o me buscan a mí también. Aunque casi siempre es a mí a quien contactan y no yo quien sale en búsqueda, y también es cierto que esto quizás se deba a esta incomunicación y aislamiento que yo le estoy imponiendo a la relación. O será simplemente que todos estamos madurando, que tenemos familias y trabajos, que las ciudades son gigantes y el transporte difícil. No sé qué creer, pero me atormenta pensar que yo sea una pésima amistad.

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