miércoles, 21 de enero de 2015

Despertar a oscuras

Iniciar el día antes de que el sol se levante es terrible. Hay algo inhumano y contranatural en despertar antes que el resto de la naturaleza. Es como si de pronto uno se convirtiera en el miembro enfermo o adolorido del conjunto natural, y mientras el resto de órganos descansa en paz, uno está alerta, listo para el ataque.

También es cierto, aunque suene un poco ridículo, que hay algo en la oscuridad de la madrugada que me da miedo. Es como carecer de testigos. Como si el mundo entero estuviera dedicado a la noble labor de descansar, y a nadie le interesara mi persona. Me siento sola contra el mundo. Sin cómplices como los pájaros, el sol, las nubes, la luz. Un fantasma obstinado.

Por otro lado, es innegable que me cuesta más trabajo quitarme la modorra cuando aún está negro el cielo. Mi cuerpo me grita, me exige, que siga descansando, que lo que estoy haciendo no está bien, que ésta es la hora apropiada e incluso socialmente aceptable para reposar. Y la luz del baño y de la recámara se abalanza sobre mí, como en un asalto a mano armada, y me pide que le entregue todos mis sueños y mi tenue ritmo cardíaco.

Lo que más me gusta es levantarme de la cama al mismo tiempo que los pájaros abren los ojos y los piquitos para entonar sus melodías de buenos días. Así sí, siento que mi entorno me da la bienvenida a un nuevo amanecer y que me estoy integrando a una fiesta, a una alegoría de voces felices por haber despertado una vez más.

Me encanta el justo momento en que el sol, aflojerado pero decidido, va combatiendo las tinieblas con sus rayos sutiles y, mientras en el cielo se van dibujando colores inauditos, las hojas de los árboles se mueven sutilmente con el aleteo contento de las aves que en ellos pernoctaron, y de entre los troncos y el follaje salen esas vocecitas animales que agradecen a Dios por la nueva oportunidad de vivir. Entonces siento que, en sintonía con el universo, comienzo las labores.

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