viernes, 16 de enero de 2015

En el coche

Vamos los dos en el coche. Él maneja, yo finjo que veo el paisaje. La verdad es que sólo miro fijamente, obsesivamente, a los pensamientos que me llegan y se van.

Él insiste en viajar con los cristales de las ventanas abajo. No estoy de acuerdo, pero consiento. El frío se cuela. El aire duele en el pecho, las montañas están azules y estoy a punto de quedarme sola.

No hemos hablado nunca del momento de la despedida. No le he dicho, tampoco, que sé que él quiere mi partida. No me ha dicho, tampoco, que quiere estar solo. O quizás no solo, pero sí sin mí.

Nos dijeron que el hospital es muy frío y por eso no me opuse a que abriera las ventanas. Es preferible que me vaya acostumbrando a las bajas temperaturas.

Lo miro y lo encuentro impasible. Maneja con indiferencia. Maneja como lo hacía aquel día, en que fuimos por frutas y verduras e inesperadamente las naranjas salieron volando, los plátanos se aplastaron y nuestro niño quedó atrapado para siempre entre el piso del coche y la lámina de la puerta que aquel otro carro impactó y deformó.

Todos dicen que es cierto, que es mejor que los dolores y la sensación de asfixia los experimente sola, calmada, en el edificio blanco del hospital. Y él maneja.

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