lunes, 19 de enero de 2015

Ver ballenas

El día de ayer, por primera vez en mi vida, fui a ver ballenas. Me pusieron una versión minimalista de un chaleco salvavidas, me subí a un bote y junto con un grupo de extranjeros simpaticones (entre los que se encontraban mi marido y mi suegra) y del capitán, un investigador de la Universidad de Guadalajara y la bióloga líder de la excursión, despegué hacia el horizonte azul.



De por sí es maravilloso ver las capas de montañas que parecen quedarse en la tierra, tristeando por nuestra partida. Tienen distintos colores y texturas, cada montaña distinta a la anterior y a la siguiente, todas formando un ensamble maravilloso de formas. El mar, por otro lado, insondable, generoso y lleno de misterio. El viento que juega con el cabello y besa las mejillas. Pero ver a unos seres vivos inmensos, llenos de fuerza, de belleza, de una vitalidad que no entiendo: eso ya es otra cosa.

Soy escritora y tengo una relación de amor y odio con las palabras. Las necesito para vivir y a veces la relación se vuelve pasional, enfermiza, dependiente. En otras ocasiones las desprecio por altaneras, por insuficientes, por traidoras y por desgastadas. Y en medio del océano, frente a la majestuosidad de esas criaturas (una ballena adulta hembra y su bebé), ni las odié ni las amé. No las necesite y no las pude encontrar. Simplemente comencé a llorar.

Lloré porque de algún modo, con un conocimiento que no es mental ni lógico ni científico, supe con total certeza que esos seres son superiores a mí, y en esa superioridad son humildes y se acercan, se dejan ver, tienen la sencillez de lucir su esplendor, de asombrar. Lloré porque son una manifestación brutal, agigantada, del milagro de la creación. Lloré porque son amor, y en su hermosura y su acuática existencia reflejan que yo también lo soy. Lloré porque sentí a Dios a mi lado, dándome el regalo de atestiguar sus maravillosas creaciones. Lloré de gratitud y de ternura y de humanidad. Lloré ante mi insignificante existencia llena de significante y portentosas emociones.

Después del espectáculo de la maternidad pasamos a seguir surcando las olas en busca de otro de esos fenómenos inefables. Vimos a otro bebé, alegre y juguetón, que salía del mar, se inclinaba sobre su costado y finalmente caía en el mar como quien se deja tumbar sobre la cama, en absoluta confianza y comodidad. Y no obstante pesar una tonelada, se movía ligero como pluma.

Luego, en algún punto del mar, la bióloga sumergió un micrófono acuático o hidrófono, como ella lo llamaba. Para mi inmensa sorpresa, de un momento a otro, ya me encontraba llorando de nuevo. Por la pequeñita bocina salía, armoniosa, la voz de una ballena macho, un cantor, como le llaman los que saben de esos animales asombrosos. Efectivamente: cantaba con su poesía animal, con su poesía que no es más que puro sentimiento, que el acto comunicativo más puro y primitivo. Cantaba para encontrar a una ballena que le permitiese donar esperma para contribuir a la supervivencia de la especia. Cantaba por la vida.

Y en ese momento volví a ser tan efímera como una nube, un pequeño puntito en el entramado espacio-temporal. Ahí estaba la ballena, dándole voz a una emoción que sin serlo me dejó enmudecida. Nada importaban mis letras, mis problemas, mi tesis de maestría aún sin finalizar. Nada. En ese momento sólo había aquella verdad: un mamífero gigante que es artista, que es más grande, en todos los sentidos, que el entorpecido andar humano. Y su canto no es más que uno entre un montón. Me estremece y me asombra pensar en la hondura del océano, en las criaturas que lo pueblan, en los cantos de esas criaturas, en sus colores, sus texturas y sus existencias milagrosas.

El capitán del bote me contaba que una agencia científica en Estados Unidos tiene permanentemente sumergidos en el mar hidrófonos, con el fin de escuchar al ser vivo más grande de nuestro planeta, el agua, y poder descubrir y catalogar sus misterios. Han encontrado, me dijo, varios sonidos que permanecen en la oscuridad: no se sabe a quiénes permanecen ni qué mensaje contienen. Qué increíble, ¿no? Qué absolutamente pasmante, ¿no? El agua en el que bautizamos nuestros cuerpos está habitado por especies que nunca hemos visto, que nunca hemos oído, y que están cargadas de vida, de expresión, de asombro.

Cuando yo era niña iba a clases de inglés a la universidad donde mis papás eran profesores. Tuve muchos libros diferentes, de acuerdo con el nivel en el que me encontrara. Uno de ellos mostraba una imagen, a propósito de algo que ya he olvidado, que contenía una especie de descripción visual de la profundidad del océano. Era una imagen vertical, y a medida que los ojos la recorrían hacia abajo, el color del agua se iba volviendo más oscura y los animales más extraños. El texto decía que a medida que se ahonda en los mares, se va recibiendo menos luz, y criaturas inverosímiles van surgiendo, en la oscuridad de lo desconocido.

Gracias, Vida mía, por permitirme ver de cerca a una especie de este mundo tan vasto. Y gracias por recordarme mi lugar, mi humilde lugar, en el orden y el sentido de este mundo.


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